Miércoles, 15 de febrero de 2006 | Hoy
En su tercer libro de poemas, Zotto se inscribe en una tradición regional no regionalista de la poesía del paisaje.
Por Beatriz Vignoli
"El agua no tiene nada, y por eso siempre cambia de forma". Esta nota de Leonardo da Vinci forma parte de uno de sus proyectos inconclusos, que iba a llamarse El Libro del Agua. Leonardo, hombre de una época en que sensibilidad y razón no se contradecían, quería poder pensar el agua, entenderla. Del más elemental, el más humilde, sin duda el más húmedo de los elementos, ¿qué puede decirse? ¿qué puede predicarse del sujeto agua?
Se sabe que hablar de ver llover es como charlar sobre la muerte: son temas que imponen un dilema de hierro entre la banalidad o el silencio. Por lo general, cuando un poeta elige cantar algo tan sencillo como el agua, la rosa, o la luna, de lo que se trata en realidad es, por un lado, de asumir un desafío (¿qué decir en el umbral de lo indecible?); por el otro, de hallarle un anclaje mínimo al despliegue de una voz. Los poemas de este tercer libro de Edgardo Zotto (que no se pretende ciencia hídrica pero sí es arte poética) no son la excepción a ninguna de estas dos generalidades, y en esto radica precisamente su particularidad: es único el modo en que esa voz se sostiene, se puntúa y se expande. Los poemas configuran, sí, un libro del agua, o más precisamente un libro de la lluvia... aunque lo fluvial se sume a lo pluvial en varios de los poemas. Lo esencial, sin embargo, es que se trata de un agua percibida y pensada, contemplada a través de una cortina de subjetividad, vista por una mirada que se vuelve hacia adentro. En este libro, el agua está casi siempre en movimiento: corre, o cae. O ambas cosas a la vez y entonces lo que se delinea es la trama del río y del sauce (el sauce como gotas, como metonimia de la lluvia) que sostiene desde la imagen el preciosismo de un precursor: "Juanele" Ortiz. Pero aquí el agua no es realmente el tema, sino una mera excusa para la insistencia de un ritmo, un cauce para el canto. A fuerza de concisión y de oficio, como un buen dibujo, esta poesía adquiere la densidad y la contundencia de lo real: "Sin que nada suceda/ imagina/ todo el tiempo vacío.// Concentrado en el agua del vaso,/ que desciende,// en la línea imperceptible del horizonte/ capaz de borrarlo".
Desde sus libros anteriores, Memoria de Funes (1998) y Restos de una civilización personal (2001; ambos publicados por el sello tsétsé, de Reynaldo Jiménez), Edgardo Zotto se inscribe en una tradición regional no regionalista de la poesía del paisaje, tradición moderna que se remonta a un libro tan injustamente olvidado como Pampa (1938) de Fausto Hernández. Si bien la influencia de "Juanele" le llega mediada por la de Arturo Carrera, hay otras más directas como la de Beatriz Vallejos, con quien comparte una tendencia común a la síntesis fulgurante y casi abstracta, y la de los autodenominados "objetivistas" de los 80, especialmente Rafael Bielsa.
Nacido en 1947, Zotto pertenece a la generación de Bielsa, a quien le dedica un guiño muy diplomático en una serie de poemas titulados "Notas para un manifiesto objetivista lírico". Allí el bulevar, el lago artificial, el jacarandá, configuran el escenario del "parque donde una vez/ la soga del ahorcado colgó", refiriendo a aquella anécdota del folklore ñubelista sobre el intento de linchamiento de un referí. El guiño es críptico, ya que la poesía de Zotto podrá ser muy clara en su vocabulario, pero no se la podría jamás tildar de populista. Al contrario, se sostiene sobre un aparato oculto de citas más o menos subterráneas, aunque cada poema pueda leerse perfectamente sin que el lector sepa de dónde sale cada verso. "En el país que no tiene jardines", por ejemplo, se lee simplemente como una crítica social a la Argentina, aunque remita a aquellos versos de Georges Schehadé traducidos por Aldo Pellegrini: "Hay jardines que no tienen países/ y que están solos con el agua".
La erudición, en la poesía de Edgardo Zotto, no agrede ni molesta. Sus poemas fueron escritos como quien acumula lluvia, sumando verso a verso (gota a gota) pequeñas ocurrencias anotadas en el reverso de algún papel, citas deformadas, epifanías instantáneas, para luego fundirlas en el crisol de una reescritura exigente, guiada por una búsqueda de belleza en los temas cotidianos. La experiencia que los funda es una mezcla de seguridad y de intemperie. De hecho el título, Impluvium, alude a esa especie de piletita que los antiguos patricios romanos tenían en sus casas, y donde juntaban el agua de lluvia. La imagen del agua que cae en el interior de la casa patricia, de la casa paterna, es relevante aquí ya que la de Zotto es una poética de la memoria, evocadora de una niñez en el "barrio del sur" de Rosario, con aquellas inundaciones: "¿Había sol o los días eran lluvia/ y las calles de agua/ nuestro único paisaje?".
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