Lunes, 3 de septiembre de 2007 | Hoy
Por Fabián Di Nucci *
Que Papá comenzara a quedarse sordo no debió sorprendernos. Lo curioso fue descubrir que aquella paulatina pérdida de audición resultó ser una especie de elección personal, un salto cualitativo de su conducta, un proceso de crecimiento interior o un mecanismo de defensa, como él decía.
En definitiva, padre decidió ir escuchando menos hasta que, de puro cortés, solamente sonreía cuando alguien movía los labios. Si es que lo veía, claro.
-Total, por lo que hay que oír-, se justificaba con impecable lógica ante la falta de certezas de otorrinos y sicólogos.
Por supuesto, el proceso en el ámbito familiar no fue sencillo. Nos negamos a aceptar su decisión, pero luego de meses de elevar la voz hasta el grito derivó en una especie de éxodo de todos sus miembros hacia geografías remotas, con tal de no seguirle el capricho al viejo y andar manejándonos con gestos, signos y señales.
Tozudo, el único que persistió en la patria fui yo. Orejas abiertas, conciencia despierta, militancia tenaz en pos de lo que la gente necesitaba que, todavía, coincidía con lo que mi partido recomendaba. O viceversa.
En el fondo, fui un boludo olímpico, como gente de este diario titulara mis espontáneas reflexiones luego de quedarme sin trabajo por enésima vez, fruto del recambio político. Pero de eso me daría cuenta más tarde.
Mientras tanto papá me dejaba papelitos con alertas. A veces indirectas o conceptos, o simples enumeraciones, estilo "hiperinflación", "re-reelección", "tener ojo, mira valija" o "ley de lemas", para que yo sacara mis propias conclusiones.
-¿Por qué tanto pesimismo, qué cosa peor nos puede pasar?- le grité una vez, al fin del mandato del innombrable, sabiendo que era inútil y no lograría conmoverlo.
Entonces vino De la Rúa. Durante esos años papá incluso dejó de escribir: si lo mirábamos fijo más de tres segundos, simplemente lloraba. Al final, lloraba hasta cuando Shakira cantaba por radio, y el llanto se le entrecortaba con una risita nerviosa.
A riesgo de perder mi matrimonio opté por extraditarlo para que mi hermano se hiciera cargo del pesimista caprichoso suponiendo que en USA ciertas cosas no pasaban.
Por las dudas, acordamos impedirle la lectura de diarios argentinos y allí le contrataron un coaching para darle las noticias nacionales de modo adecuado a su estado anímico y no generarle recaídas. Con esos recaudos por lo menos recobró el hábito de escribir sus habituales papelitos que, gracias a la magia de Internet y al escáner, mi hermano nos comparte y en los que pudimos leer "bush, bush, el avión, el avión" pero no alcanzamos todavía a conectarlos y los médicos consideran pura senilidad.
Paradójicamente creo que fue para el Congreso de la Lengua, si no recuerdo mal, cuando también yo empecé a escuchar menos, al tiempo que, como en las puertas de Huxley pero sin hongos, iba descubriendo una ecológica y callada, lección en el silencio del tata. Papá había desarrollado la sordera como quien ejercita un músculo. "Total, por lo que hay que oír", comencé a comprender.
Fue esa percepción casi instintiva de lo que me convendría en el futuro a mediano y largo plazo y no algo racionalmente elaborado, la que me determinó a abandonar el campo nacional y popular, en tren de convertirme en un uno más de la mayoría silenciosa, sordo al menos, cuando no ciego, mudo e insensible, llevando al paroxismo la herencia paterna.
Desde entonces voy dejando papelitos en los rincones de la casa con ideas sueltas y preguntas sin respuesta, pero la vida tiene sus vueltas. Ahora mi hijo mayor de edad me grita desaforadamente que desde ayer vienen buenos tiempos y que iremos por más, mientras yo lo miro y hago como que no escucho, tratando de predicar con el ejemplo aunque, se sabe, uno valora más a los padres cuando ya no los tiene.
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