Lunes, 8 de octubre de 2007 | Hoy
Por Sonia Catela
Tras cuatro años del cautiverio indefinido al que me condenan en esta Aduana de Santa Fe, abandonado por mis conocidos que me dan la espalda y se retiran hasta desaparecer, en este triste lugar del fusilamiento del comandante Ovando, quien fuera ejecutado en medio del inmediato patio, donde se azota a cuatreros amarrándolos a la reja de mi ventana, una de las muchas que tiene este edificio, y se les aplica el castigo haciéndome participar, a cinco sentidos del infernal ruido de los golpes del látigo, los gritos del sufriente, el olor a su sangre, la algazara de los ejecutores, contados esos cuatro años desde que me aprisionaron, el centinela se aproxima y, levantando la voz, anuncia que mi madre y mi sobrina Margarita acaban de arribar desde Buenos Aires.
Me doblega la emoción, en pasmo ante la entrevista inminente; pero, cuando llegado el anochecer, se cierra mi calabozo como de costumbre y no hay visitas sino engaño, me entrego a las peores conjeturas sobre mi destino, en este confinamiento tan solitario desde el último encuentro con mi hermano, expulsado de Santa Fe en setiembre del año pasado, ay, ver hablar abrazar a alguien, mi madre, Margarita, ya cuando combatí con el ejército que hacía la guerra al Brasil, a mi madre se le ocurrió cierta idea que nos ligaba a mi sobrina y a mí, idea impropia, turbadora, que rechacé, de la que nada sirve acordarse ahora, en que vivo a escarmientos, prisionero y testigo, como cuando en Pentecostés, el ayudante Echagüe aparece en el patio de la Aduana trayendo dos manos frescas aún, con el pretexto de preguntar a las indias depositadas aquí si conocen al que las ha llevado en vida, y con los mismos fines es paseada una cabeza que acaba de ser cortada.
Pero luego de la mentira de la visita, estando acostado y en desesperación, se abre nuevamente la puerta de mi celda y se me avisa que mi familia va a entrar; me visto corriendo y ya se hallan ante mí mi madre y mi sobrina, acompañadas por el ayudante que presenciará el encuentro; la primera que se me presenta es Margarita, quien al abrazarme deja escapar un gemido, y pese a mi decidido: "nada de lloros, nada de lloros", se reclina sobre mi pecho un momento más largo de lo que mandan las convenciones, sin retirar su respiración de mi boca diciendo "tío, tío", pues de otra manera no me llama ni en público ni en privado y fue embarazoso, pasado este momento conmovedor, sosteniéndonos la mano ambas mujeres y yo, conversamos hasta que mi familia, madre y sobrina, se retiran con la promesa de volver mañana, pues han dejado su provincia e instalan casa en este país sólo para acompañarme, manifestaciones de ardiente cariño, apretándome la muñeca largo rato, caricias de Margarita, transmisoras de mensajes que los demás pueden notar, embarazosos.
Quedan mis mujeres sometidas a presentarse en este triste edificio, donde también se han traído, de incursiones al Chaco, algunas docenas de indias, y a dichas indias se las depositó en la Aduana santafesina receptáculo de cuanto hay de más opuesto, con el caudillo López saliendo a la baranda a presenciar escenas de pugilato que representan las chinas, dándose golpes de puños en el pecho y en el rostro hasta estropearse, cubiertas de sangre, y alguna vez una contendiente deja escapar el chiripá porque se le revienta la correa que lo sostiene y queda completamente desnuda. López goza del placer que le ofrecen estos gladiadores de nuevo género, tira una peseta a la india más vigorosa y se retira satisfecho,
humillación que se impondrá a mi familia, si coinciden con el momento del espectáculo o si mis atormentadores lo fuerzan.
Y cuando Margarita, en el sillón, se acurruca a mi ala y murmura ternuras, los demás disimulamos y pretendemos mantener una charla que parezca normal, ya que, desde que yo guerreaba en el ejército nacional contra Brasil, mi madre postuló la idea de un casamiento con mi sobrina Margarita, idea embarazosa, que no consideré ni comenté y es una insensatez revivirla dada mi condición.
Y visto este diario entrevistarnos, estos afectos que me destina Margarita, esos roces furtivos mientras me saluda, ese echarse hacia atrás en suspiros que agobian su pecho con aires retenidos y abultan sus senos, y aumentado progresivamente mi cariño por ella, se piensa seriamente en ajustar nuestro enlace, abandonado totalmente por mis conocidos que me dan la espalda y se retiran hasta desaparecer; de acuerdo con mi madre, le hablo a mi sobrina, que no desecha mi proposición, antes acepta y ante a mi insistencia me llama por vez primera José María y no tío, pero como si cometiera pecado y como si yo cometiera pecado la beso como mujer, siendo que mi hermana Rosario ha de ser mi suegra, aquí, donde está también la Casa de Gobierno y que sirve al mismo tiempo de cárcel, cuartel, depósito de indios, de almacén, parque, proveeduría, este triste sitio donde una vez entró el cura de la ciudad, doctor Amenábar, y fueron el arreglo de una gran fuente con agua y el bautismo de tres indios sólo para entregarlos a muerte cruel ese mismo día, aquí ha de ser nuestra boda, mientras Margarita me toma de la cara, la vuelve hacia ella, como si el guardián, la criada y mi madre se hallaran ausentes, y murmura intimidades, tío, tío, pero para que el matrimonio se lleve adelante debo primero recuperar mi libertad huyendo o por otros medios, mas, transcurriendo meses y meses sin obtenerla, Margarita, ángel del cielo que Dios me destina, se aviene a compartir mi desventura y convertirse en presidiaria a mi lado, y pese al ardiente afecto que le profeso y mi inclinación a rehusar su sacrificio, lo acepto, y solemos quedarnos un poco rezagados explorando las condiciones de esta pasión puesto que Dios me la da por mujer y compañera de cárcel, ahora que mis amistades suspenden sus visitas, como el señor Echagüe, que me tomé la confianza de mandarlo llamar y se negó; Cullen mismo, la última vez que vino, fue un momento, de pie, y para decirme cuatro mentirosas palabras, y como deben mandarse pedimentos al Obispo por la dispensa de parentesco con Margarita y para que nos eche bendiciones, así se hace; con el ardiente afecto que le profeso escribo a mi hermana Rosario, que ha de ser mi suegra,
y mientras se adelantan los trámites del desposorio, entra el centinela despavorido para avisarme que la indiada ha acometido las quintas inmediatas causando una mortandad horrorosa, que todos corren a refugiarse en el centro de la ciudad y que el Gobernador se prepara para salir a resistirles, en tanto le escribo a mi hermana que Margarita compartirá mi soledad en el edificio de la Aduana, llamándome esposo y no tío, aunque a solas no se le quite la costumbre que los años le empecinaron en la lengua, en marzo vienen las dispensas del Obispo de Buenos Aires para mi casamiento pero el gobierno añade mortificaciones; cierran las escaleras que conducen al piso donde yo estoy y hacen esperar a Margarita, abajo, el tiempo que a ellos se les antoja, tres o cuatro horas por día, pero Margarita aguanta y, a un año de nuestro primer encuentro, me caso; aunque, temiendo algún estorbo hemos dado a entender que no se verificaría la ceremonia hasta después de algunos días, así que mi madre y mi mujer se retiran después de la boda, a la misma hora que de costumbre. Y no fue hasta el dos de abril que vino el ayudante Vélez a decirme muy maravillado que había ignorado la celebración del casamiento, pero que estando hecho, podía mi esposa quedarse a vivir conmigo, lo que así sucedió, cerrando la puerta tras de mi Margarita quien se echa en mis brazos y me dice "tío, tío" y he de corregirla aunque no se acostumbre y corrigiéndola, consumamos lo que debe consumarse, en cautiverio, y cautivos sufrimos juntos los cuatro años por añadidura que le imponen a nuestra convivencia entre cerrojos y candados.
* Paz se casó con Margarita el 31 de marzo de 1835 en las circunstancias descriptas.
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