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De cerca viene diciembre, rodando con la estación caliente, fiestas oficiales, balanceos. Me mira desde la distancia que supone ser él un mes y yo una mujer. No sé exactamente cuántos centímetros resultan.

Avanzamos por la garganta contraria del año y el poema declina hasta rozar la tristeza.

Diciembre, con calles polvorosas anhelando lluvia, con asambleas de estudiantes sueltos en las esquinas; el suelo quema, la noche corta y el martirio del ruido a construcción estival pasa por la ciudad en lógicas de aciertos e infracciones.

Lo que el lenguaje urbano silencia, el verano lo saca a relucir mientras avanza el minutero inexorablemente.

De los veranos viejos me separan arrugas, juventudes con olor a cloro y pelo rubio hasta el cansancio, azul sulfato y cobre cosa de refrescar la primera vez en la primera siesta.

Hago una excavación de fines de año, picos y palas mueven navidades, se agolpan en mí como fémures de palabra y encuentro explicaciones para la vida, de sal, montaña y agua.

Diciembre tiene fama histórica, conlleva una preocupación y la idea de infinito. Alguien ríe, alguien llora, una logística familiar pone en juego todo, una sidra desea volver a sus manzanas.

En el tobillo del año va el verano, veintiuno del doce con la pulsera marplatense o la vaga idea de seres cordobeses a los que visitamos porque sí.

Perlas en un cielo fijo, la ciudad pretende calma y en este momento los recuerdos caminan como ofertas a partir de que algo será abolido en unas cenas.

Llena, repleta de mí, busco sitios donde poner mis rachas.

Por un surtidor sale el veinticuatro y su turrón sin novedad, en el centro corriente de la mesa estaremos, ausentes y presentes, harapos y riquezas.

Un pequeño frenesí adquiere cuarenta grados y en la arquitectura del brindis algunos etcéteras son la semilla de algo que puede... volver a empezar.