Sábado, 23 de febrero de 2008 | Hoy
Por Javier Chiabrando
El 13 de Agosto de 1969, en la cuneta del veredón que rodea la clínica de rehabilitación "Colinas del Paraíso", un perro orinó sobre un cuerpo inerte que resultó ser el cadáver de Silvia Mitre. Había sido asesinada de dos puñaladas en la espalda. Para evitar que se resistiera la habían sujetado de su propio pañuelo de seda, fuertemente anudado al cuello aparentemente por ella misma. El cadáver estaba boca abajo, tenía un moretón en el cuello, la lengua besando el barro y un ojo lastimado por haber caído contra el borde del veredón. En Colonia Venezia todos conocían muy bien a Silvia Mitre. Había nacido y vivido allí los 38 años que tenía cuando fue asesinada. De su vida se destacaban dos cosas: fue abandonada por su novio el día antes del casamiento y tiempo después se prostituyó. Durante diecinueve años vivió de recibir hombres en su casa. Nunca más de uno por día. La mayoría de los adolescentes de la década del '50 conoció el sexo en su cama. Silvia Mitre prefería no acostarse con hombres casados y por eso les cobraba el doble. Nadie, nunca, se dejó intimidar por el elevado precio. Mientras fue joven y bella era necesario pedir turno. Con el tiempo su clientela se fue consolidando en un grupo formado por solteros sin remedio, viudos y casados insatisfechos que la visitaban regularmente. Los que eran jóvenes en los '60 preferían las alternadoras del cabaret "Noches de Arabia", chicas de la edad que tenía Silvia cuando comenzó a prostituirse. Las mujeres de Colonia Venezia opinaban que estaba algo loca desde el día que había sido despreciada a metros del altar. Hablaba poco, le gustaba tejer, tenía dos perros y un gato, ahorros como para comprar medio pueblo y ni un solo familiar en ningún lugar. El caso Silvia Mitre fue el primer crimen de la historia de Colonia Venezia.
El semanario "El ciudadano" existió entre el 12 de noviembre de 1968 y el 15 de febrero de 1970. Lo escribía, imprimía y vendía Rubén Solohaga, un periodista rosarino que viajó a Colonia Venezia a cubrir una gira de promoción del club Colón de Santa Fe, se enamoró de Susana Beato y se quedó. Rubén Solohaga y Susana Beato tuvieron dos hijos, ninguno se convirtió en periodista. "El ciudadano" vendía alrededor de cien ejemplares semanales. La gente lo compraba para estar al día con los casamientos, bautismos, nacimientos, decesos, el precio de los cereales y de la carne en pie. Solohaga cubrió la noticia del asesinato de Silvia Mitre con una edición especial de doscientos ejemplares. El título de tapa fue: "Ecos de Jack el Destripador Reverberan en las Calles de Colonia Venezia". La edición se agotó. Dos días después una nueva edición especial de quinientos ejemplares planteó una hipótesis irrefutable: "Todos los Habitantes de Colonia Venezia en Condiciones de Esgrimir un Cuchillo son Sospechosos de Asesinato". La edición se agotó en el día. Estimulado por su esposa, Solohaga convirtió el semanario en un diario. Publicó fotos de Silvia Mitre, una historia de su vida, rastreó los orígenes de su familia y llegó a aventurar que tenía un ligero parentesco con Bartolomé. Cuando las noticias y los vehementes titulares no fueron suficientes para vender quinientos ejemplares por día, Solohaga comenzó su propia investigación. Lo anunció en una edición especial de domingo de ochocientos ejemplares que se vendieron en horas: "Uno de Nosotros es el Asesino. La Verdad es más Necesaria que Nunca". El método de investigación de Solohaga era bastante elemental. Se sentaba en el bar del club Americano y al mozo le preguntaba por el que entraba, al de la mesa de al lado por el mozo y así hasta que se quedaba sin interlocutores. De todo tomaba notas que archivaba su esposa luego de clasificarlas en: a) hombres solteros; b) hombre casados; c) mujeres solteras, etcétera. El último número de "El ciudadano" lo escribió e imprimió Susana Beato. Luego caminó el pueblo de punta a punta voceando entre lágrimas el titular que anunciaba la muerte de su marido: "La Verdad fue Silenciada". Solohaga apareció muerto detrás del cementerio. Lo mataron a golpes de puño.
Walter Orduna era el comisario de Colonia Venezia. Su único éxito como policía había sido recuperar dos terneras robadas del campo de Funoy. Orduna no tenía la menor idea de cómo actuar ante el crimen de Silvia Mitre. Pero al ver el cadáver de Solohaga supo que debía enfocar su investigación en atrapar a un hombre lo suficientemente fuerte como para matar a otro a golpes de puño. Comenzó a citar a la comisaría a los hombres más fuertes del pueblo a los que sometía a un interrogatorio caótico que nada demostraba sino su propia impericia como policía. El sospechoso número cien fue Jorge Busso, un campesino capaz de levantar un sulki con una mano. Al finalizar, el comisario mandó al cabo Guerrero a comprar una sidra fría para festejar. A Orduna no le importaba demasiado dar con el asesino. Se conformaba con abrumar de papeles a sus superiores. Lo encontraron muerto a las cinco de la madrugada dentro de su Dodge 1500 volcado y quemado. Nunca se pudo demostrar si el incendio fue natural o causado. El coche tenía los frenos y la dirección adulterados. El que lo hizo sabía como causar un accidente. Los sospechosos se redujeron a siete: cuatro mecánicos del pueblo (eran seis en total, uno fue descartado porque medía un metro sesenta y era agarofóbico; el sexto tenía una pierna ortopédica), dos adolescentes que estudiaban en la escuela industrial de El Trébol (el tercer estudiante era mujer) y Fabián Correa, un ex corredor de karting que nunca había ganado una carrera.
Nadie entendía por qué el cabo Guerrero había elegido ser policía. Era un muchacho brillante. Leía los clásicos, estudiaba francés e inglés, tocaba el piano y era un artesano por naturaleza, trabajara con papel, madera, hueso o metales preciosos. Quizá fue su enorme curiosidad lo que lo llevó a leer las desgrabaciones de los interrogatorios realizados por Orduna. Le consumió una semana completa, a razón de ocho horas por día. Luego visitó a seis de los siete sospechosos. Murió envenenado. Fabián Correa pasó a ser el sospechoso perfecto. Sabía de mecánica, era farmacéutico, medía casi dos metros e iba a ser interrogado por Orduna la mañana siguiente a la del atentado que le causó la muerte. Por si faltaban elementos comprometedores, un amigo que no quiso develar su identidad confirmó que Fabián Correa visitaba a Silvia Mitre al menos una vez por mes desde que había enviudado seis años antes. Fueron a detenerlo tres policías de Colonia Venezia, ocho de El Trébol y cuatro de San Jorge. Tuvieron que voltear la puerta de su laboratorio a los hachazos. El pueblo se había reunido frente a la farmacia. Lo encontraron colgado del cable de la plancha. Una semana después se supo que el día del crimen de Silvia Mitre Fabián Correa estaba visitando familiares en Córdoba, que el día de la muerte de Solohaga estaba pescando en Coronda en compañía del mismísimo intendente, que mientras moría Orduna exponía en un congreso en Buenos Aires y que Guerrero nunca pudo entrevistarlo porque ya se había colgado del ventilador de techo.
Los crímenes de Silvia Mitre, Rubén Solohaga, Walter Orduna y Eugenio Guerrero siguen impunes. Ante la posibilidad de tener que convivir toda la vida con semejante incógnita, los habitantes de Colonia Venezia lograron convencerse unos a otros de que el asesino fue Fabián Correa. No les importó que todos los peritajes determinaran que el farmacéutico y ex corredor era absolutamente inocente. Rápido olvidaron que era querido y que todos le debían algún favor cuando no dinero. Así construyeron un mito que nada tiene que envidiarle al del lobizón. Para Colonia Venezia, Fabián Correa tenía un hermano gemelo, era integrante de una secta satánica, tenía poderes telepáticos, hipnóticos, practicaba la magia negra, el vudú, era capaz de transformarse en pájaro, entre otras posibilidades. Sus crímenes estaban motivados por asuntos no menos espectaculares. Un relato detallado de esta historia se encuentra en el libro "Discurso Privado, Discurso Público" de Raúl Cavazzonni.
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