Martes, 6 de mayo de 2008 | Hoy
Por Adrian Abonizio
Cambiar las camisetas. Leo y me río. Andá a cambiarlas adonde yo jugaba, que en el supuesto de haberlas, se las comían, las hervían en el puchero, las hacían maceradas o las matambreaban. La casaca, además era de uno solo y se la olvidaba solamente cuando se hacía hilachas. No era como ahora que en cualquier picado de baldío roñoso se ve a un morocho argentino, galgueado de hambre, con la del Manchester. No, antes casi nadie usaba una, valían caras y eran un imán para el afane. Algunos se las hacían hacer por la madre, especialista en pret a porter del ragú, con algún saldo viejo. Eran de piqué con el número pegado a la espalda, resbaloso, llevados como una molestia. Pesaba el número en la espalda y algunas veces sus bordes duros raspaban. ¿Por qué cuento esto? Leo que un tal Leguizamón, ex de Gimnasia de la Plata, equipo especialista en perder todo, cambió en el entretiempo de un clásico la camiseta con el odiado rival, el Verón de Estudiantes. Los dirigentes, arribistas, comensales de la hambruna por ganar algo, resentidos, lo echaron como si se hubiese violado a la hija del utilero. Una vergüenza. ¿No es lo mismo que esa filita hipócrita en que obligan a los jugadores a saludarse? Cuando en realidad quieren ver astillados los huesos del que saludan. ¿Por qué cuento esto? Porque soy viejo y mis recuerdos se disparan solos. La camiseta del Porfirio. Allá en la vitrina, manchada de sangre, estallada por un balazo en pleno partido, luciendo como en un altar. Fue por Chabás una noche de verano. Se cortó la luz en el partido, puro revoleo, la silbatina y cuando se encendió la luz el Porfirio estaba muerto en el área de ellos de un balazo en pleno corazón. ¿Quien fue? ¿Como? Ni se sintió el disparo. El revolvito estaba a sus pies, el tiro fue hecho a corta distancia, tan fácil como poner el caño en el pecho y accionarlo. Así lo graficó el comisario. ¿Sospechosos? Todos, los jugadores, los metidos, hasta el árbitro si se quiere. Es que por aquella época todos, quien más quien menos andaban calzados. Y era típico lo que le pasó a la Oveja Ansardi, quien, ante la ejecución de un penal, pidió permiso al referí y a los saltitos fue hasta la raya de costado, y sacándose un 22 corto de entre los testículos se lo pasó a un colaborador. ¿Crees que alguien dijo algo? Nada, era lo corriente: por eso es que tras la muerte del Porfirio, se empezó a requisar a cada uno que entraba a la cancha, en especial a los arqueros, con sus toallas, su gorra, su botella de granadina con grappa. Como sea, nadie lo trae de vuelta vivo al Porfirio. Ahí está su camiseta, en las vitrinas del club, donde dicen que cada fecha de su aniversario las manchas se licúan como la sangre del santo ese de Italia. Se dijo que fue una venganza por ser nuestro artillero, que unas apuestas, que lo mandó a matar un esposo cornudo y hasta se mencionó a los milicos por su laya peronista. Nada de eso.A veces voy y me siento, allí, bajo las aspas del ventilador mirando las carambolas. Veo más allá, tras la filita de álamos como espejados imaginarme no un espantajo de memoria sino un cuadro, como el de esas batallas pintadas al óleo y recordar al Porfirio en el centro mismo. Justo él murió de un tiro, especialista en remates y disparos. Justo él. Su camiseta, amarillenta de amarilla, con el escudito estallado por el impacto y la sangre como agrisada parecen darme conversación. Es triste pero es la verdad. Yo sé quien fué, lo supe al instante pero no mencioné palabra. ¿Para que? Sembrar dudas, algo en vano. Meter baza una deslealtad. Batir una traición algo repugnante. ¿Y voy a ponerme a hablar justo ahora que la comisión empezó a opinar que habría que "ir moviendo esa camiseta de allí, es un feo espectáculo para los chicos"? Y que sé yo que pavadas más. Que la remodelación del club, que la familia, que la ampliación, que a los que ponen la plata les pareció truculento aquello. Que, para no ofender, opinaron colocar una antigua, mandarla hacer si se quiere, pero limpia de tragedia. Entonces va a ocurrir lo inevitable: un día me voy a encontrar con la camiseta del Porfirio en la casucha donde se guardan las copas de bronce resquebrajadas. Y van a buscarse un enemigo, porque a pesar de mi edad soy de todo menos olvido. Y estoy fuerte. Ni recuerdan que ese día el club descendía con sólo empatar. Había que ganar y el Porfirio ya había errado el penal a los 30 del segundo. Por eso cuentan que en el apagón un hincha furioso lo mató y que escapó, y que hasta se vio la culata de la camioneta metiéndose en la ruta cuentan. Pavadas, créame. Lo hizo el solito. Llevaba el revólver bajo la boina blanca: si el árbitro los bombeaba lo mataba, venía a eso, pero cuando ocurrió lo del penal y el corte de luz cambió de planes. Leo lo de la camiseta y me parece un cuentito de hadas al lado de este.
Lástima que el Porfirio ni se enteró que lo llevaron fuera, que le emparcharon el agujero para disimular que ya iba siendo finado y evitar la suspensión del partido, que se reanudó y que en tres minutos posteriores al corte el Dorado hizo el gol salvador. ¿Porque entonces deshonrar su gesto en vano? ¿Para qué hablar cuando el Porfirio está muerto por una causa que eligió el solito? ¿Y encima que lo van a sacar de donde está y malvender la parcela del club y echarnos a todos los viejos?
¿Para qué?, me digo. Un día abro la vitrina y me la llevo. La entierro en donde está el Porfirio. Así, objeto con secreto se harán carne de leyenda y serán una misma cosa y para siempre.
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