Miércoles, 19 de noviembre de 2008 | Hoy
Por Silvana Di Paolo
A caminar, a comer, a soñar, a dormir. A reír, a llorar, a sonreír y a volver a soñar.
A todo eso hemos enseñado a nuestros hijos y nos han enseñado a nosotros, que ahora somos padres pero que fuimos y queremos seguir siendo también y todavía, hijos.
Si pudimos les enseñamos a ser felices y si no, hicimos lo que pudimos.
Unos antes, otros después, hemos entrado al agua con nuestros vástagos y ahí, según me parece, dimos una de las mayores enseñanzas que repetirán en la vida, casi sin pensar, como naturalmente cada vez que entren (entremos) al agua; como una costumbre adquirida (¿y de que otro tipo son las costumbres?)
Quién más, quién menos, mete alguna vez la cabeza bajo el agua, la mayoría vuelve rápido a la superficie, otros aguantan un poco la respiración y después suben, y los más corajudos se sumergen en aguas profundas, no cualquiera, unos pocos.
Se puede contener la respiración y sumergirse para tocar fondo y volver a salir.
Se puede tratar de mantenerse a flote hasta que pase la tormenta.
Se puede nadar contracorriente con la tenacidad del salmón.
Se puede darse por vencido y dejar que el agua nos ahogue.
Y se puede también hacer la plancha hasta que la marea te arrime a otra orilla para volver a tu costa una vez que pase el maremoto.
Cada uno sabrá, cada uno tiene en la cabeza el registro de lo que hará cada vez que caiga al agua.
Yo, por mi parte, intenté flotar, después nadé, me sumergí, toqué fondo, volví a salir, nadé contracorriente y anclé en orillas desconocidas.
Pero hay dos cosas que no hice y me gustaría no hacer.
La primera es darme por vencida, no quiero.
La segunda es hacer la plancha para que el agua me lleve adonde quiera ella, tampoco quiero.
Y mientras tanto, esquivemos tiburones, que el océano es enorme y las aguas bajan turbias.
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