rosario

Jueves, 3 de septiembre de 2009

CONTRATAPA

En la zona

 Por Jorge Isaías

Uno tiene que ser fiel a una zona, repite aquel personaje de un cuento de Saer. Imposible afirmar si aquello que un autor pone en boca de sus personajes es lo que piensa él realmente, es decir el autor. Pero tratándose de nuestro comprovinciano está tentado a creer que es así.

En ese caso a qué zona sería fiel yo, digamos, creo que tampoco hay secretos, que todo el que tropieza con un texto mío sabe de antemano adonde voy. A ese lugar minúsculo en los mapas "que no tiene río ni puerto", como escribí alguna vez.

El lápiz, sin embargo, muy elocuentemente -muy obsesivamente diría-, se dirige a remarcar ese perímetro que pueblan casas bajas y gente muy pacífica. Y, como el lector supone, hay poco de interesante en estas vidas sencillas, por más que favorables vientos de la historia económica beneficien a un grupo para que viva en un confort superior al de sus mayores.

Con o sin esa conciencia, la gente, como en todas grandes ciudades, o como en cualquier otra parte hace lo que puede con su propia vida.

Sin embargo, cuando pienso en aquel lugar, aparece entre los nombres como el ruido de un galope obstinado. Es el ruido de ese caballo nocturno que rompía el hilo en las noches de invierno, cuando la luna se instalaba como un plato de acero brillante.

Y era mi madre, quien recorría la pequeña, la humilde casa con su lámpara en la mano y llegaba hasta mi habitación para arroparme, y entonces sí, uno se abandonaba al sueño más profundo. Y a veces, en las noches más crueles, cuando la helada atacaba sin piedad la indefensión de los limoneros, ella con una entrega solicita me calentaba la camiseta de frisa con la plancha a carbón, a pura brasa encendida.

No se por qué, la recuerdo en estos tiempos duros de las dudas reales, cuando arrecian los vientos más implacables y uno está siempre alejado de la posibilidad de que la muerte nos restaure la magnitud de cualquier desamparo.

En las chacras de entonces cabía todo el arduo, el implacable trabajo para hacer fructificar ese suelo fértil, pero que gracias a la escasa tecnología acumulaba deudas y magras entradas antes que bienestar merecido.

En esas chacras donde nunca viví, aunque todos mis mayores sí lo habían hecho, pero mi generación se criaba en los pueblos. En esos desolados pueblos de entonces que seguían -como hoy dependiendo de la actividad rural. De cualquier modo, en mi remotísimos tiempos infantiles todavía quedaban abuelos o tíos allí, pocos, muy pocos, pero quedaban.

Un pequeño campo que un hermano de mi abuela materna arrendaba no recuerdo a quién, que estaba junto al hondo Canal, y cuya humilde casa de ladrillos estaba asentada en barro, y la rodeaban unos copiosos paraísos, y creo entrever a un costado un selvático cañaveral o no, tal vez mi memoria me juegue una mala pasada. Como no había molino, se sacaba agua de un pozo, que un paciente caballito tiraba con una cadena. El gigantesco balde volcaba sobre los bebederos de lata y allí los caballos y las vacas abrevaban su sed.

Calle de por medio (esa larguísima calle que se hundía en hondos campos y que intercomunicaba las chacras entre sí) estaba la chacra que mi abuelo Isaías arrendaba a don Juan Burki.

En la chacrita de tío Roque, tal el nombre del gringuísimo hermano de mi abuela, pasé imborrables momentos.

Como aquella vez que sentaron mi pequeña humanidad sobre un carro cargado de pasto y el vaivén me fue lentamente bamboleando hasta casi caerme. Como el tío Roque iba a pie y llevaba al caballo de la brida a mis gritos paró y corrió a -literalmente abarajarme pues el traqueteo me había ido inclinando en incómoda posición -de cabeza muy cerca del suelo. No dije nada en mi casa, porque si no esas breves y espaciadas vacaciones que me permitían en la "chacra de tío Roque" me estarían vedadas. Y allí lo pasaba muy bien, allí jugábamos en los pocos ratos de ocio con "el primo Hugo", un poco mayor que yo, pero hijo del tío, es decir primo de mi madre. Por las noches encendían una inmensa radio de madera que funcionaba con la electricidad que proporcionaba una batería a la que llamaban "el acumulador". Una antena a lo alto y un pequeño molinillo que estaba sujeto al capricho del viento hacía el resto. Al parecer se necesitaba todo eso para que pocas horas al día se pudiera escuchar la radio, siempre con interrupciones y descargas. Nunca supe por qué se necesitaban tantos elementos para oír ese milagroso aparato que era como la máquina de soñar para grandes y chicos.

Si las tareas lo permitían íbamos con el "primo Hugo" a pescar al canal vecino. Ignoro qué pescábamos o que pretendíamos pescar con esas cañas inmensas y esos anzuelos siempre pobres en el agua que corría mezquina.

Pero lo que yo más apreciaba eran esas -paseos para mí incursiones a caballo en busca de las pocas vacas que había y que teníamos que encerrar al atardecer para ordeñar al día siguiente.

Pero Hugo disfrutaba más jugando a la pelota, como es natural y que pretendía aprovecharme cuando yo iba, de lo contrario no tenía con quién hacerlo ya que sus hermanos eran muy mayores.

Para mí no era novedad, en el pueblo me pasaba horas y horas jugando con mis amigos a ese deporte excluyente de mi infancia. No he vuelto a andar por esa zona, me dice mi hermano que ya no está más la casa, y ha prometido llevarme. Iré a un lugar donde ni alambrado habrá de quedar, ni árboles, ni nada que me recuerde a esa chacrita.

Sólo el canal y algún sembrado intenso de soja, que cruzan erráticos los pocos pájaros que se atreven sobre ese aburrimiento verdoso, cubriendo por doquier todos los campos.

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