Jueves, 6 de octubre de 2005 | Hoy
Por Jorge Isaías
La calle era (o parecía) regada totalmente de harina muy blanca gracias a esa luna intensísima que rielaba ese invierno con una intensidad inolvidable.
La hora pudo ser (o era) digamos entre las cinco y seis de la madrugada. La calle era la ruta que unía mi pueblo con Beravebú, sólo que nosotros teníamos la entrada de la chacra a sólo dos kilómetros. Ibamos mis padres y yo ellos a juntar maíz a la chacra de don Domingo Clérici yo a retozar en el para mí iluminado horizonte que como un paraíso se me presentaba esa chacra.
La calle era, como escribí mßs arriba, ademßs un camino que hacía de ruta. La calle era blanca en mi cabeza de niño, posiblemente también en aquello que llamamos "lo real" y además lo es en mi memoria invencible, obsesiva y remota.
Pero hay algo más que no olvido de esa madrugada y es el frío muy intenso, mayo tal vez, tal vez junio pero que de todos modos no molesta ahora al menos en mi recuerdo. Pudieron ser además, otras mañanas muchas otras digamos que se reúnen en ésta, se superponen como delgadas capas de humilde cebolla.
Esa mañana ¿o era otra? un pequeño bulto llamó la atención y corrí hasta él, puesto justo en el camino delante nuestro puesto o caído, no sé.
Tal vez pensé en algo valioso y lo cierto es que de algún modo lo fue para mí dentro de su poco valor económico: un sobre mediano blanco muy blanco tal vez por el brillo lunar y dentro había otros sobres más chicos y algunos papeles de cartas. De cuando las cartas se escribían a mano, con lapicera mojada en tinta y se usaba secante para que la escritura no manchara las manos. Bella costumbre que la Humanidad ya perdió para siempre.
Ese papel venía doblado en dos, rayado y era grueso y se usaba para cartas de familia, o de negocios y a veces allí se escribían febriles cartas de amor cuando faltaban las otras al uso amoroso, de papel más fino y hasta los había perfumados, o rosa o celestes.
Ignoro hoy qué hice con esos papeles de carta (recado de escribir, se les llamaba), tal vez escribí a mis abuelas o alguna de mis primas o a aquella tía soltera que siempre vivía esperando cartas de su amor tan viajero. Tal vez, esto es más improbable, haya tratado de pergeñar algún poema sin saber qué era la poesía, cosa que ignoro hasta hoy.
Lo que pudo ocurrir es que haya usado esas hojas para anotar un diario íntimo que llevaba por entonces y que tuve en mi cabeza algún día seguir y no pude u olvidé. Tal vez quise evitar esa trama que implica "escribir para sí", es falso, todos lo hacemos para otros aun sin reconocerlo.
Poco importa hoy recordar de todos modos qué destino tuvo ese sobre en mi vida, dejémoslo en el arcón de las suposiciones más o menos simbólicas ya que no del recuerdo.
Fue tal vez una señal de mi propio destino, que obviamente esa madrugada no leí.
Esa madrugada, con esa luna tan fría y estática, tan grande, con esa luz casi diurna que quitaba contornos y sombras y lucía como un plato sobre la desolada llanura, entre altos maizales maduros.
Tal vez debí entrever este destino de fracasado tejedor de palabras, según la idea que tenía del escritor el maestro William Faulkner.
Mi padre abrió más adelante aquella tranquera de alambre y pasamos. El primer trayecto hacia la chacra era un campo con ,maizales a los costados, el segundo doblando hacia el oeste era una, para mí, larga hilera doble de sauces muy jóvenes. Debajo de ellos tejí muchos sueños e historias que me contaba a mí mismo, mientras permanecía tirado largo rato oteando los rayos del sol débil de junio o ese cielo altísimo y perfecto en la maltrecha memoria.
También corrí carreras cuando ocasionalmente venía algún otro chico de una chacra vecina porque los dueños no tenían hijos, sólo un sobrino ya muchacho que ayudaba en las tareas agrícolas.
Alguna vez salí de paseo montado a un petiso alazán y llegué solo hasta el rincón más lejano del campo donde reinaba un profundo cañaveral tan alto que tapaba caballo y jinete.
De aquella madrugada en que la luna pintaba las cosas como si fuera de día pero con matiz tan sobrenatural que a no ser por la proximidad de mis padres yo habría echado a correr sólo recuerdo ese frío de hielo en las manos sin guantes.
El resto de la jornada habrá sido normal y el día muy bello y soleado como prometen esas noches especiales de luna tan plena, con una helada que endurece los pastos y los charcos de los zanjones adyacentes a la calle desierta.
Es muy probable que yo durante aquel día que la luna prefiguraba auspiciosa habré repetido mis correrías inocentes y libres. Ello incluía la persecución de los cuises, las liebres y la caza pertinaz de los pájaros.
También es seguro que yo acompañé a don Domingo y a Pichón al rastrojo , subido a esa chata que tiraban cinco caballos para recoger las bolsas que paraban en el maizal los juntadores, entre ellos mis padres, que Pichón me invitaba a descubrir entre otros juntadores atareados con las espigas tan rojas.
También es seguro que yo les haya ayudado a recoger las espigas que se caían del carrito volcador de la troja y luego me dieran como premio un espléndido sándwich de salame y queso caseros, con un pan que horneara a la mañana doña María en ese gaucho hornito de barro que humeaba bajo las casuarinas junto a la casa. Y que me tomara un tazón de café con leche gorda ordeñada al alba.
Y que al final de la jornada, con el sol ya cayendo inevitable tras de los rastrojos llameados, hayamos vuelto con ese brillo tenue sobre las espaldas y que habrá contrastado con el amanecer blanco de luna y escarcha y que esa luz silenciosa nos diera la melancolía del fin de jornada y yo apretara en mi pecho ese sobre menudo como el tesoro más bello e imposible e inesperado que nunca haya encontrado.
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