Miércoles, 31 de mayo de 2006 | Hoy
Por Federico Tinivella
Permanecen abiertos en la cuadra los negocios vidriados y amarillos por luces de tungsteno, que no han sido reemplazadas por fluorescentes. La luz amarilla es cálida, las de tubo, en cambio, tienen una dominante verde que impregna de frío las paredes de los cuartos y de las aulas de la facultad, de la que yo me escapaba para tomar unos tragos porque tenía fobia y esas aglomeraciones de gente me angustiaban de tal modo que necesitaba un trago de aire y después otro, hasta atragantarme. Bebía de los espacios del viento y del vaso, yo me escapaba y nadie corría para rescatarme, ya que no había allí un accidente concreto o una herida. Los trastornos internos son a veces más duros de sobrellevar que los externos, sin embargo los segundos son visibles, una nariz sangrante lleva a los otros a solidarizarse.
En el bar esperaban los mismos de siempre, mientras del otro lado de la Avenida los docentes seguían desarrollando su clase. Una vez en el boliche, que tenía luces de tungsteno, me dejaba beber por la cerveza hasta muy tarde, hasta que los ómnibus que venían de la facultad no transportaban más alumnos cargados de apuntes y anotaciones en cuadernos de espiral. Siempre me costó tomar apuntes, algunos profesores se deslizaban en su clase como patinadoras en celo y sus lenguas prendíanse fuego. Mi caligrafía se tornaba ilegible al día de volver sobre esos escritos. En el bar sí podía detenerme sobre el cuaderno y escribir despacito, darle forma a las palabras sin sentirme atropellado, sin sentirme incendiado por el murmullo de las miles de cabecitas que resplandecían agitadas bajo la luz fría de los fluorescentes. Nunca supe si la facultad era una casa de altos estudios o una alta casa de estudios. Pensaba también cuáles serían los bajos estudios, los más petisos, esos que no llegan al timbre del bondi y hay que alzarlos para cruzar alguna que otra medianera después de un robo. Los petisos al estar más cerca de la tierra poseen un centro de gravedad beneficioso para la práctica de deportes, es bien sabido por todos la comparación establecida recientemente entre el señor Diego Armando y el niño Messi. Se dice que al ser más bien cortos pueden desplegar destrezas que un lungo jamás osaría realizar, que en realidad ni se le ocurren siquiera. Me preguntaba, sin embargo, qué pasaba con los jugadores de baloncesto, que son largos y están más cerca del cielo que de los tréboles de cuatro hojas, que yo solía juntar en el campo de mi tío Patricio Rodaballo del Solar. Amigo de las buenas piernas y las peras en verano, que comía casi hasta el final, tirando solo el piquito ese que le sobresale. Rodaballo del Solar never osó acercarse a la práctica de un deporte, sin embargo poseía la estructura de un osa parada y recogiendo frutos de una planta perenne. Fue él quien una tarde a orillas del Carcaraña, encarnando con cuadril ya que lombriz era lo que faltaba, señalome: "Panza, haz ejercicio pero no abandones los altos estudios ni los altos deseos que tienes de convertirte en un intelectual con todas las letras y bien escrito". Por eso, en mis habituales escapadas de esas aulas, que a mi se me hacían prisiones corondinas, no podía dejar de pensar en aquellas palabras de mi tío Patricio, que era bueno para el corte del salame y el acecho a señoritas en las paradas del bus. Las descolocaba con su perfume Rodaballo del Solar fresh, su fragancia más distinguida, la que logró posicionar en algunas perfumerías de la periferia de Roldán.
Recuerdo que de niño, cuando mis padres me dejaban por la tarde del viernes, para sacarme de encima el fin de semana, Rodaballo, que no tenía niños ni ganas de tenerlos, me trataba como un par sin siquiera importarle el abismo etario que nos separaba, como un ancho arroyo de montaña sin bado. El no hacía todo lo posible para hacerme creer que su acercamiento era natural, sino que realmente lo era. Y en esos fines de semana en los que mis padres se libraban de mi yo era felíz como en el jardín de infantes cuando comía la plastilina esa salada que nos daban para armar muñequitos. Patricio me dejaba montar su pony blanco que era su mascota favorita y al que cuidaba con esmero y yo me dejaba ir por la piel de la Pampa más libre y suelto que un hornero sobre un poste. Creo que de todas formas nace aquí mi fobia, al crecer en semejante inmensidad, en semejante nada, los lugares cerrados ponían un coto a mi libertad. El silencio, por otra parte, que me habitaba en esas penetraciones al verde nunca se clavó en mi, de la misma forma, en mi regreso a la ciudad, que se daba generalmente los lunes por la mañana, si mis padres recordaban que me habían dejado en lo de Patricio Rodaballo del Solar. De lo contrario, era mi tío quien me acercaba en pony al teléfono público del pueblo, ya que en esa época los únicos celulares que existían eran los de la policía, que mi tío frecuentara, mucho tiempo después.
Así retumban aún, como esos tambores de batucada que están tan de moda en los casamientos, las palabras de mi tío y es por eso que siempre pienso en volver y terminar de una vez mis estudios en una casa de altos, aunque sea para él, que me trataba como a un igual, en la Pampa nuestra.
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