Domingo, 29 de marzo de 2015 | Hoy
Por Vanesa Gómez*
Era de día cuando llegué a la casa. Hacía años que no los visitaba. Tienen un campo en Córdoba, entre medio de dos montañas que se llaman Los Nonos (nombre que siempre me pareció gracioso). La casa estaba cercada por un alambre de púas oxidado. Llamé y nadie me atendió, sin embargo se escuchaban ruidos. La puerta de la casa estaba abierta. Entré. El comedor era grande y muy bien arreglado (mamá tenía razón, los abuelos eran dos locos de la limpieza). En un televisor chiquitito, semejante a una caja de zapatos, se veía un programa en blanco y negro.
Llamé de nuevo y nadie me respondió. Revisé la casa. La puerta de una de las habitaciones estaba cerrada con llave. El resto de las habitaciones eran dos baños y tres piezas con puertas abiertas.
Salí al patio. Lo recorrí en círculos. Hola, dijo mi abuelo. Hola, respondí. El viejo tenía un tacho con cal que revolvía con una viga cortada a la mitad. Después metía un balde en el tacho y sacaba cal. Se acercaba a una pared recién revocada y la emparejaba con el fratacho. Decía que no podía hacerlo como antes, que le quedaba desparejo y tenía razón, no sé qué era, pero había algo mal en el revoque de aquella pared. (Algo que molestaba a los ojos). ¿La abuela?, le pregunté. Está acá adentro, dijo señalando hacia la casa, no le vayas a abrir la puerta que se volvió loca y quiere matar.
No me sorprendió lo que dijo. Tampoco me sorprendí cuando me dio la llave de la pieza donde ella estaba encerrada.
Entré a la casa y fui hasta la habitación. ¿Abuela?, pregunté y vi sombras que se movían dentro de la pieza. Espié por el ojo de la cerradura y me encontré con su ojo claro que me miraba. Las dos nos miramos un rato.
¿Qué hacés ahí encerrada?, le pregunté.
Hace un par de años que me volví loca y quiero matar. Por eso tu abuelo me encerró, dijo.
¿Querés que te abra?, le pregunté.
Bueno, dijo, tengo muchas ganas de correr por el campo y también tengo muchas ganas de matar.
Metí la llave en la cerradura, di dos vueltas y la puerta quedó abierta de par en par (como una de esas famosas sonrisas de oreja a oreja de las que tanto se habla).
Corré, dijo la vieja. Y yo corrí. Corrí dentro de la habitación como nunca antes había visto correr. Pasé saltando sobre todas las cosas y vi la ventana con rejas (la ventana de la pared que del otro lado emparejaba mi abuelo). Después corrí de verdad, por el comedor, por el campo, me metí al granero, al gallinero, al establo. No era cuestión de esconderse. Era cuestión de correr. Y hacía tanto tiempo que no corría de esa forma que un poco me daban ganas de que la vieja me alcanzara y me matara y un poco no. Un poco quería ganarle en esa carrera hacia ningún lado. Me daba bronca que ella corriera como si fuese un potro salvaje, y al mismo tiempo me causaba gracia saber que corría, indomable, detrás de mí. Comiéndome cada paso que daba.
Trepé al techo y corrimos en círculos, con todo el peso del cielo y las estrellas sobre nuestros hombros (aunque era de día). Parecía de noche (sólo la noche era capaz de volverlo todo tan terrible y gris).
Corríamos en gris sobre todas las cosas. Oía el sonido de sus mocasines de vieja como a los cascos de un caballo. ¿Qué animal sería yo? ¿Cómo me vería corriendo? ¿Sería capaz de ser un potro salvaje como ella? ¿Y cuándo fue que había dejado de ser yo? (¿Había dejado de ser yo?). Corrimos durante largas horas, ella como un caballo salvaje y yo como una yegua preñada. Así corrimos y sin embargo no me alcanzó.
Entré en la casa, en la pieza. Ella entró también. Salí y cerré con dos vueltas de llave. Espié por el ojo de la cerradura.
La vi parada al lado de la ventana, metiéndose los dedos en la garganta y vomitando contra las rejas un líquido blanco. Salí al patio. El revoque estaba terminado pero el vómito de la abuela lo arruinaba otra vez. Lo arruinaba como había algo que me arruinaba a mí (algo así como un gran vómito), algo que no me dejaba hacer otra cosa más que correr en círculos rectos (ignorando que esa forma de correr no existe y que de existir, no llevaría nunca a ningún lado).
El abuelo revolvía la cal dentro del tacho. Metió el balde, lo cargó hasta la mitad y volvió a revocar la pared. Sus ojos azules (y oscuros) permanecían mirando un punto fijo, un punto blanco (un círculo semejante al mío). La abuela le hacía muecas desde el otro lado de las rejas y él la amenazaba con tirarle cal en los ojos y dejarla ciega.
Entré en la casa y fui a la cocina. Puse agua en la pava y la dejé calentándose a fuego lento. Revisé dentro de los aparadores y saqué el mate, la bombilla, yerba y azúcar. Salí a la puerta de entrada y corté unas hojas de poleo. Preparé el mate y saqué una banqueta de madera al patio de atrás.
Me senté al lado del abuelo y le devolví la llave. El la guardó en el bolsillo de la camisa.
¿Querés un mate?, le pregunté. Bueno, dijo y lo tomó.
¿Abuela, querés un mate?, le pregunté. Bueno, dijo.
Cuando el abuelo se acercaba demasiado, ella pasaba un brazo entre las rejas e intentaba robarle la llave. Y él la amenazaba con tirarle cal en los ojos y dejarla ciega.
*Del libro "Sirena entre los Dedos".
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