Miércoles, 29 de julio de 2015 | Hoy
Por Gabriela Gervasoni
Desde que Eduardo se fue, la casa se fue llenando de verdugos. La separación se materializa en lo que antes eran simples detalles. En la correspondencia que tiran bajo la puerta y ella entregará alguna noche que él pueda tocar un timbre corto, seco y despedirse mientras lee los sobres. Brillan las llaves que dejó puestas del lado de adentro la noche que decidió llevarse una valija mal armada, su computadora y una foto de sus hijos cuando todavía eran una familia tipo. Sin llavero, unidas apenas por un aro plateado, siguen colgadas detrás de la puerta de calle. Cuando se mudaron a esa casa de cinco habitaciones y gran jardín, él mismo puso los clavos pequeños; era provisorio pero los llaveros quedaron ahí incluso hasta después de que dejaran de ser una familia tipo. Siguen ahí los juegos de ella y su ex marido, los de los hijos están con ellos, en las ciudades a las que se fueron hace algunos años. Cada tanto el teléfono suena y es para él; por eso decidió dejar el contestador automático y devolver sólo los llamados que son para ella. No sabe decir "no vive más acá" o "no vive acá". No le saldría la voz si intentara contestar "se fue". Por eso el teléfono es atendido a cualquier hora por una grabación de la empresa telefónica que sólo repite el número y emite un "beep" para que el otro deje su mensaje. Así, Leonor va cerrando día a día, los agujeros que se abren con prepotencia en su propia casa. Esquiva los espacios que fue devolviendo Eduardo, como el cajón del placard que le había cedido para guardar las medias y tenerlas más cerca de la cama, el escritorio que atiborró de papeles durante diez años, la repisa del baño común donde dejaba su champú anticaspa y las máquinas de afeitar. Siente que el vacío se hace materia, lo que no está la interpela. ¿Cuándo fue la última vez que le compró maquinitas de afeitar? ¿Dónde guardará ahora las medias? ¿Por qué no se va su perfume, si hace más de seis meses que no vive más ahí? Usa el comedor únicamente cuando alguno de sus hijos vuelve, sino prefiere la mesada de la cocina. La ventana que da al jardín le hace de marco para ver a Eduardo leyendo bajo un sol de invierno, con sus pantuflas de cuero. A veces ve fiestas de fin de año, navidades, asados donde los cuatro hablaban de todo, de nada, de cosas que no tenían ninguna importancia. Esta tarde mira el reloj y se da cuenta de que hace un día entero que no habla. Tose y dice Eduardo, Eduardo. Quiere escucharse la voz, comprobar que todavía está viva y puede hablar. Y la primera palabra que le sale es Eduardo. La segunda es Eduardo. La tercera y cuarta palabra son puta madre, reputísima madre. Está tomando un café bastante frío en una taza que compró en Buenos Aires, en San Telmo. Repasa algunas cosas que ve en su cocina; todas tienen una historia y los personajes que la enlazan son ellos: Eduardo, Leonor, Diego y Martina. Leonor que compró los dos individuales de hilo celeste y los dos rosa que están en el segundo cajón. Diego atravesando con una pelota el vitral multicolor que ahora no tiene más azul. Martina entregando un mate decorado con la impresión de sus manitos el día del padre. Eduardo lavándose las manos en la pileta de la cocina negando con la cabeza, haciendo ese "no" que nunca había hecho antes y que significaba todo lo que ella no se hubiese animado a preguntar. No puedo quedarme más acá, no quiero estar más acá, no estoy acá, no estuve casi nunca acá, Leonor. No, no, no. Ya no tiene sentido insistir, los chicos son grandes, se fueron a hacer su vida, nosotros tenemos que hacer lo mismo, Leonor. No, no, no. ¿Ahora querés que haga mi vida? ¿Qué sería mi vida, Eduardo? Mi vida son ustedes, vos, los chicos. No quiero otra vida, no me devuelvas mi vida, no la quiero. Y de repente se escucha el timbre. Suena una vez, de la forma que toca Eduardo. Se acerca a la puerta y lo mira unos segundos a través de la mirilla. El vuelve a tocar. Leonor revisa detenidamente su cara, los parpados caídos, las bolsas debajo de los ojos celestes; las canas alborotadas tocándole la bufanda que le compró una vez en Jujuy. Detrás de él asoma el hombro del tipo de la inmobiliaria a quién ella nuevamente le negará la entrada. Eduardo insiste. Ella sigue observándolo como si fuera la primera vez que lo ve, como si de verdad pudiera devolverle su vida a los cincuenta y cuatro años. Como si el vitral estuviera entero. Como si pudieran escribir alguna otra historia juntos. La casa no se vende, vuelve a repetir aunque nadie la escuche.
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