Martes, 13 de marzo de 2007 | Hoy
Por Miriam Cairo *
Con los ojos llenos de espinas, el esposo mira a la mujer que balbucea los títulos del noticiero, después de dos días de mutuo silencio. Faltan pocos minutos para el mediodía y él comprende que si ella aún no lo ha hecho, ya no se peinará.
Mientras almuerzan, con un disgusto inviolable impreso en el rostro, él la increpa. ¿Has estado con alguien? Ella sabe el alcance de su pregunta pero en todas las películas Molly Ringwald maneja muy bien esa clase de situaciones y ella también ha aprendido a hacerlo después de tantas madrugadas frente al televisor: sostiene que estuvo sola toda la mañana. No me refiero a eso, ruge él como un tigre. Le muestra el resultado de los análisis pedidos por el urólogo. Ella lee con pánico helado en las venas. El recuerdo de una escena de Daryl Mitchel la ayuda a borrar la idea de confesión de su cabeza. Negativo, negativo, negativo, es el resultado de las tres pruebas. Busca una cara de inocencia entre todas las mujeres del cine que tratan de defenderse y con el rostro más inocente de Lola Gaudin dice que no entiende a qué se refiere. Él se pone de pie como una hiena. Tienen que hacerle más pruebas y el médico le preguntó si su esposa no habría estado con otro hombre. Repetir eso lo enfurece. Carraspea como si se hubiera tragado el estetoscopio. Ella se traba. Acuden en su ayuda Anna Paquin, Sara Crowe, Lucy Deakins. Todas inocentes. Por fin su gesto no deja dudas y se ofende.
Después del almuerzo, ella se pone de rodillas junto al jazmín. Quita la maleza que crece alrededor del tronco. Remueve la tierra. Se dirige al surco de zinias. Corta las pocas flores que aún están vivas y luego arranca de cuajo todas las plantas viejas. Se arranca la angustia que inmediatamente vuelve a crecer. Son las seis de la tarde. La mujer ya no se peinará.
Durante la cena, enumera otra vez las noticias del día. Si él estuviera atento escucharía: ya no te amo ¿por qué no te vas? Pero sigue distraído. Concentrado en su ira. No ha visto nunca una película donde pudiera aprender la dulzura o la discreción de Robin Sach.
Al día siguiente, todavía nerviosa, va en busca del rastrillo que fuera de su padre. En el jardín arranca los enrevesados claveles chinos para sembrar mejores pensamientos blancos.
Él llega al anochecer y otra vez su voz llena de piedras la sobresalta. Todo es posible: un abrazo asesino o un capricho infantil. Ella esconde el temblor entre las frutas que acaba de lavar. Contiene la respiración. Encuentra entre sus despojos una provisoria mirada de sensatez y se la pone en los ojos. Lo mira. Piensa en todo lo bueno que él tiene. Sus hijos no tendrán que avergonzarse nunca de un padre trabajador, recto, que no bebe alcohol y es fiel a su esposa. No sucederá lo mismo con ella. Ahora el espanto se le quiere salir por la boca o por los ojos cuando suena el teléfono. Él se precipita para interceptar una llamada que pudiera ser para ella. En ese momento el pánico salta como un vómito y ella lo toma por las patas aprovechando la distracción del esposo. Lo arrastra hasta el baño. Mientras llena la bañera para ahogarlo, él golpea la puerta y dice que debe volver a la oficina. Ella forcejea unos minutos más sobre el cuello del pánico pero no consigue matarlo.
El hombreniño no quiere estar solo. Mujer e hijos en el auto deben acompañar al hombrehiena que va al volante. Antes de llegar él se da cuenta de que olvidó una carpeta. Giro suicida en medio del boulevard. La mala vida que lleva le hace olvidar las cosas. El filo de las palabras que él pronuncia socava poco a poco todo equilibrio emocional. A medida que se acercan a la casa sus palabras hacen tajos de carnicero. Los niños presencian el espectáculo de la ira y el terror sin comer copos de maíz. Ella podría arrojarse del auto pero no sería responsablemente cinematográfico. Jean Smart tuvo dos dobles para ese episodio, además, asustaría a los niños. Ella no está preparada para una escena de acción.
El nuevo día la atraviesa como una daga. A pesar del pronóstico de buen tiempo la mañana es dominada por una intención asesina. Por la noche, en la habitación lo elude. Tiene el período. Retira la mano infanticida de la cintura. Quien se acuesta con niños amanece insatisfecha. Va a correr sangre.
Él gira entre las sábanas como un león hambriento. Como un niño castigado. A las dos de la mañana la despierta para avisarle que va a suicidarse. Antes va a declarar por escrito que no la quiere junto al ataúd. Ella no se conmueve porque a él no le salen los gestos de Ray Parq. Se revuelca en la cama reclamando que ella lo desnude. Necesita cariño, ruge. Quiere beber de los senos de ella. Con ojos extraviados se coloca encima y pregunta cuándo lo dejó de querer. Le aprieta el cuello con fuerza. Imposible dar fecha y hora. Imposible gritar. No tengas miedo dice él, con la boca llena de baba. Golpea con un puño la pared. El hombreniñohiena la suelta y se viste para ir a matarse. Luego se desviste y se duerme maldiciéndola.
A las cuatro de la mañana él se despierta y cree que ella está dormida. Ensaya una especie de relación sexual con su cuerpo inmóvil. Necrofilia. Coloca su miembro entre las piernas sangradas de ella. Al ritmo del llanto silencioso de la mujer, él alcanza un coito estremecedor. Retira el miembro lleno de sangre. Mancha las sábanas. ¿Viste con qué poco me conformo? Sí, dice ella.
Inmediatamente ella sale de la cama. Las películas son repetidas. Ya no las volverá a ver. Busca el rastrillo que fuera de su padre. En el jardín, todavía a oscuras, junta las hojas secas. Riega las semillas de pensamientos blancos. Sabe que no se ha peinado. Sabe que no se peinará.
A las siete él se acerca al jardín con el cabello engominado y dice que va a desayunar afuera. Cuando se da vuelta ella le clava la rabia y los afilados dientes del rastrillo en la espalda. Él se da vuelta y la mira atónito, indefenso. Ella vuelve a clavarle en el pecho, los dientes de todas sus rabias. Él grita. Las vecinas salen de sus casas. Ningún ruego la detiene. La inesperada bravura de Gena Rowlands se le instala en el cuerpo. Golpe tras golpe riega con sangre las semillas negras de los pensamientos blancos. Cuando por fin él, tendido en el suelo, deja de nombrarla, ella se detiene. Los primeros minutos de silencio la reconfortan. Toda película merece un gran final.
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