Miércoles, 9 de mayo de 2007 | Hoy
Por Miriam Cairo
Esto no es un cuento. La acción no está situada en un momento crítico. La acción no se ubica. Tampoco es un retrato ni una descripción. Esto es apenas un pasaje hacia el territorio de lo que permanece adentro. De lo que no ocurre sino como un derrame de leche de estrellas. Se contenta con ser testimonio de una irradiación, de un susurro, de un gesto. He aquí la encrucijada donde lo acontecido y lo narrado confluyen en un texto que no tiene más trascendencia que un suspiro.
Eran las dos de la tarde y teníamos hambre. Hambre de comida. Al otro, al hambre de muslos, dedos, baba y boca, ya lo habíamos saciado en el único hotel que desempolvó su libro de pasajeros para nosotros. Una vez más, el pequeño costado del mundo nos abría sus compuertas.
Esto no es una flecha disparada hacia un blanco pero sí es una flecha disparada. Aquel día, los 36 grados de calor y los 3600 besos que nos dejaron doliendo la boca no nos impidieron reconocer que esa estación de servicio, sin más movimiento que el jadeo de un perro, era una pintura de Hopper en estado vivo. Y nosotros, la flecha lanzada hacia la continuidad del deseo.
Tomados de la mano atravesamos la tupida trama de aire y verano. Con cada paso rasgábamos la tela de la realidad y la realidad se ocupaba de copiar fielmente las escenas lentas y silenciosas de la obra de Hopper. Así como en sus cuadros la luz clara, cruda a veces, está más presente que los propios personajes, ese sol enrarecido reforzaba nuestro resplandor más que nuestra existencia.
Esto no es el relato de un acontecimiento aunque rememore un instante vivo y hondo de nuestras vidas. No puede ser un cuento porque no responde a un chispazo rápido y breve. Al comienzo pensábamos que aquello que nos unía sería así, un cuaje súbito de ansiedades, un rayo lanzado sobre el centro efímero del tiempo, pero la vida se encargó de desmentirlo.
Esto tampoco es una novela aunque se permita todo tipo de digresiones. La novela sufre con su patología de la verdad. La novela quiere demasiado parecerse a lo real, y esto simplemente es un recorte de lo extenso. Una narración de la poesía. Un retazo de suavidad y transparencia. Un día entre los días. Un trozo de inmensidad.
Era tan grande la quietud de las calles que nos veíamos obligados a hablar con susurros para no romper la delicada tela del silencio. La avenida ancha y mansa como un río seco, recibía la bravura del sol que se lanzaba violentamente sobre su lecho de cemento. Cruzamos la soledad de la calle y el estancamiento del mundo como los únicos seres vivos de un mediodía asfixiante, aunque el empleado que despachaba combustible tampoco parecía muerto. Hasta la quietud de las veredas era lenta. El aleteo de los pájaros era lento. Las agujas del reloj se movían vacías de tiempo.
Esto tampoco es una novedad. No se puede colocar en la sección de noticias. No es algo que se necesite saber. Aquel que no lo lea no podría decirse que estará desinformado. El mundo seguirá girando sobre su eje y el cuento sobre su acción, porque esto no se refiere a algo trascendente y su conocimiento no es imprescindible.
El pueblo no esperaba forasteros. No era un día ni una hora para los negocios inmobiliarios ni para cobro de publicidades. Luego de andar unas cuadras sin encontrar ningún comedor abierto, nos vimos obligados a tantear las puertas, apoyar la cara sobre el vidrio en busca de alguien que nos orientara dónde podríamos hallar un sitio para almorzar. Luego de andar varias calles, una de las puertas que forzábamos se abrió y una mujer joven salió a recibirnos. Era un comedor amplio y absolutamente solitario. Los muebles tenían olor a nuevo y sus dueños recibían por fin los clientes que justificaran tener el local abierto a las dos de la tarde, de un irrepetible miércoles desértico.
Esperamos el menú con pausados y necesarios sorbos de vino, acompañados de una pasta de calabaza fresca que nos daba más motivos para suspirar. Al otro lado, el río con su espuma bañaba nuestros pies no presentes.
Hasta entonces, habíamos creído que los temblores de nuestra dicha no llegaban siquiera a eran pintados por Magritte, siempre atento al azar objetivo, explorando el territorio onírico sin renunciar a la secreta pincelada de la razón. Pero a partir de ese día nosotros ya no ocupábamos el altar de los sueños. Con el trazo de Hopper entramos de la mano en el enorme mural del sentimiento. Y este no es ni siquiera el final de un cuento. Su desenlace no queda resuelto. Su término no es dilemático ni promisorio. Ni siquiera es circular aunque después del almuerzo hayamos regresado al cuarto de hotel a prodigarnos otros 3600 besos.
Esto es apenas un hilo enredado en los dedos del misterio. Una rasgadura en el viejo manto del mundo. Una manera de decir que la escritura también ocurre sin necesidad de cataclismos.
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