Martes, 26 de junio de 2007 | Hoy
Por Mario Alberto Perone
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Hago un gran esfuerzo, doy un salto desde la cama y apago la tele. No me gusta lo que veo allí, y sin embargo, paso largas horas mirando cualquier cosa. Es imposible resistirse al llamado de esa falsa ventana al mundo. Todo es demasiado tonto, o demasiado vulgar, o demasiado procaz. Llega el momento del hartazgo y apago. Tengo el control remoto, pero no funciona y no tengo ganas de cambiarle las pilas o arreglarlo, yo qué sé. Apago. Pero entonces me reencuentro conmigo, y lo que veo me gusta aún menos. Busco algo para leer, pero mi vista ya estß agotada por el exceso de tele. No sé si prender la luz o quedarme a oscuras. En la cama se estß bien, pero deprime mucho. La mente divaga, y no paro de recordar todas mis equivocaciones, mis errores y mis culpas, una por una. Llego a una especie de saturación que intuyo peligrosa. Doy otro salto y enciendo nuevamente. Mi "zapping" no es entre canal y canal sino entre la tele y yo mismo. Y así, durante toda la noche. Pruebo con la escritura. Por ejemplo, trato de escribir ésto que quizás estés leyendo. Pero no me sale nada. Para escribir, debo estar bien. Y para estar bien, debo escribir. Creo que ambas proposiciones, la de la tele y la de la escritura, por si no has prestado es tu derecho atención a la lectura (que es lo que yo haría si estuviese en tu lugar) se llaman aporías, aunque también podrían no ser más que porquerías, más dignas del canasto de los papeles que de esta hoja que, antes de mis intervenciones, estaba completamente blanca. Y limpia.
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Iban dos en una canoa, pescando. La canoa dio una vuelta de campana. Uno se salvó por milagro. El otro se ahogó, por el mismo milagro.
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Si te ponés a pensar con claridad (sé que sos capaz de eso, Rodolfo ) llegás a la única verdad esencial del capitalismo: todos los negocios son sucios, aunque sean impecablemente legales, impuestos pagos, deducciones en regla, aportes depositados, etc. etc.
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Un antiquísimo proverbio japonés dice que cuando un hombre piensa por primera vez en suicidarse, ya lo ha consumado en su corazón.
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Mi amigo Rodolfo Hodgers sostiene contra viento y marea que todo lo estético es necesariamente ético, hasta ser una única disciplina. Ha llegado a ofrecerme trompadas (ya las veo venir dado el carácter tenso y severo con el que invariablemente aparece en el café, pero nunca se concretan puesto que, como todos sabemos, él es mucho menos duro que lo que aparenta ser y más aún, con ese dedo maltrecho que luce impúdicamente desde hace varias semanas). Yo no concuerdo con él en casi nada, y menos en estas formulaciones aparentemente serias en las que, apenas sentados a la mesa, nos trenzamos con toda la energía que nos queda, que no es mucha. Yo sostengo que todo lo ético es, por necesidad, estético, no así a la inversa: todo lo estético no tiene por qué ser ético siempre, dado el hecho de que estas manifestaciones de lo bello y lo feo son decididamente libres de compromiso con otros valores que no les son indispensables. Esta discusión es cotidiana, llegamos al café casi a la misma hora de la mañana y sacamos algunos libritos maltrechos, algunos recortes añejos, algunas anotaciones que apenas llegan a tener algo que ver con el tema o nada, las desplegamos sobre la mesa, y como es lógico, cada uno sólo da una mirada casual a los materiales que trajo el otro. Por suerte, aparece una bella mujer que acapara toda nuestra escasa capacidad de concentrarnos en un tema, cualquiera sea, pero ambos coincidimos con rapídez en ésto: la imagen elegante y perfumada acaba eligiendo una mesa demasiado lejos de la nuestra, desborda nuestros sentidos y los eleva al máximo, hasta allá donde lo ético y lo estético sí son una misma y sola cosa y nada más importa, sólo esa imagen de una bella y perfumada mujer que jamás conoceremos, ya que bebe de manera exquisita su café, deja un dinero sobre la mesa y se ausenta para siempre. Son éstas las ausencias que duelen, porque a la inversa, el hecho de que nosotros nos hayamos ausentado de su vida, y ella ni siquiera nos ha registrado, aumenta nuestra invisibilidad hasta el límite de hacernos desaparecer no sólo para ella sino para nosotros y para todos los demás.
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Hoy llegué temprano. "Homo Sapiens" muestra su enorme caudal de libros, inalcanzables para nosotros, no por falta de capacidad para entenderlos (eso creo) ni por estar a demasiada altura en sus estanterías, sino por una simple situación que todos comprenden: el contenido de nuestros bolsillos es muy magro y nuestras prioridades son más acuciantes y más básicas que el deseo de comprar ese libro que, quizás, llegaríamos a disfrutar, no sin esfuerzo y con nuestra capacidad cognitiva en inevitable desterioro. En cambio, el café "Nurias" que es casi una sola cosa con la librería (y en eso radica su encanto), ya me derrotó con el aroma del café y las medialunas, y a un precio más que razonable para nuestros tristes haberes jubilatorios. Y con ese pequeño costo nos tiramos varias horas de bienestar (aquí debería tomar la palabra nuestro amigo el economista Dr. Rubén Visconti, que algo parece saber del tema) y pasamos una mañana más de nuestras vidas, y la dejamos que pase, nada más, porque tal vez ya no haya otra cosa que hacer, ni con las mañanas, ni con nuestras vidas, ni con nuestro tiempo, con el tiempo que nos queda o que nos falta, según se mire.
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Luego aparece Gilberto Krass, elevado a la categoría de ciudadano ilustre, (él parecía ilustre desde antes de la medalla, decíamos los que lo conocimos cincuenta años atrás) con su melena blanca al viento (envidiable), su campera a cuadros ( no tan envidiable), su andar deliberadamente lento, como el navegar de esas grandes barcazas que se abren paso por la mera imponencia de sus proporciones entre los barcos más chicos que, con mucho cuidado, las esquivan. Nos concede su compañía por unos pocos minutos, toma (y paga) el café que le han traído las jóvenes mozas del lugar, apenas oyen su furibundo "íNiña! íNiña!", como si las mozas, con el local repleto de gente, lo estuviesen esperando sólo a él. No participa mucho en nuestras enredadas conversaciones. ╔l se sienta, con el aire del que viene a mirar, o a ser mirado, o quizás las dos cosas. No más de quince minutos y ya está levantado, recorre el salón con su último vistazo panorámico de ese día, parte hacia la calle, y nos ordena que seamos felices, como si nosotros supiésemos cómo hacerlo, como si él tuviera la receta escondida para sí mismo, como si él, en su dilatada existencia, hubiera sabido cómo construir su felicidad y la de los suyos, aunque haya sido sólo de vez en cuando.
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Gilberto está vinculado desde hace muchos años con un hombre de teatro, Omar Tiberti, fogueado en aquellos gloriosos años de los teatros independientes y aún en plena actividad. Hombre de una memoria prodigiosa, la ha puesto al servicio de una autobiografía de Gilberto, que ya casi no es autobiografía porque varios de nosotros hemos metido mano en ella, lo que no es garantía de perfección ni mucho menos. Pero todos confiamos en la sapiencia de Omar, el último encargado de darle forma final. Entre ambos, llevan a cabo, tal vez inconscientemente, un juego de desencuentros que ya es cotidiano. Llega Omar y pregunta: "¿No vino Gilberto?." Yo contesto: "Sí, vino y se fue. Dijo que lo llames". Vuelve Gilberto y pregunta: "¿No vino Omar?". Yo contesto. "Sí, vino y se fue. Dijo que lo llames". Y así, sucesiva y diariamente. Ambos son actores, de modo que me gustaría creer que están desarrollando una comedia para nosotros. Pero no, si hay una relación basada sólo en los desencuentros, es la de ellos. Viven a corta distancia y ambos tienen teléfono. Y sin embargo, la relación es antigua y genuina, y el libro amenaza con su pronta aparición.
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El Dr. Rubén Visconti, economista de raza si los hay, (por algo fue candidato a Vicepresidente de la Nación) es un peligro siempre. No por su amplia cultura técnica sino por el exceso de la misma. Domina una materia tan compleja como "Costos" y está empeñado en que los que lo escuchamos aprendamos aunque fueran los fundamentos de esa cosa. Su vocación docente puede con él, y apenas agarra el micrófono empieza una larguísima clase en mitad de la cual ya todos nos hemos extraviado. Gilberto se va quién sabe adónde, yo me voy al baño con un libro de Maitena, Omar recuerda que debe ir a cocinar para sus hijos y Rodolfo, estoicamente, aguanta sin interrumpir ya que ante todo, es un caballero aunque no lo parezca, y hace esfuerzos para entender aunque fuese un pequeño porcentaje de lo que oye. Rubén sigue con su tema como si estuviera en la Facultad a la que consagró su vida, y sería un privilegio escucharlo si lo que él sabe pudiera reducirse a una expresión apta para mentes cualunques. Pero eso es imposible. Hay conocimientos que no dan lugar a ninguna simplificación. Son como son. Los entendés o no los entendés. No me extrañaría nada si Rubén, uno de estos días, cuando no esté arriba de un ómnibus recorriendo el país y llevando sus saberes a los estudiantes y docentes de varias provincias, llegue al café, se siente y nos ordene, con toda la seriedad que pueda fingir: "¡Saquen una hoja!".
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