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Domingo, 11 de noviembre de 2007

SOCIEDAD

La familia Acebal y su Larga lucha por una casa

Viven en Santa Fe, en el lÍmite de Santa Rosa de Lima y su caso es igual al de muchos pobres. Pero si prospera una sentencia de desalojo en su contra abriría un camino para demoler y desalojar a miles de viviendas precarias.

 Por Sonia Tessa

Todas las mañanas, Sara Ofelia Monzón camina varias cuadras para llevar a sus hijos hasta la escuela número 5, en pleno barrio Roma de la ciudad de Santa Fe. Los lleva hasta allí para garantizarles una buena educación. Después, se va a trabajar como empleada doméstica. También cumple tareas en el hospital de Niños del barrio como contraprestación de un plan social. “A mí me conocen todos los vecinos porque vendo productos cosméticos”, cuenta al pasar. En su afán por vivir mejor, junta unos pesos con la venta directa. Su esposo, Juan Silvano Acebal, es albañil y por estos días trabaja en una obra en San Cristóbal, a tres horas de su casa. Cada vez que reciben una citación judicial, pierden un jornal. Es que la Municipalidad de Santa Fe insiste en desalojarlos de los terrenos que ocupan desde 2005, donde construyeron su humilde casa de material. Habían sido corridos de la vivienda que habitaron durante 15 años, porque aparecieron unos antiguos dueños que querían cobrar el subsidio por las inundaciones de 2003.

La actual vivienda de la familia Acebal está instalada en la continuación del pasaje Magallanes, sobre Gaboto, al lado de la vía del ferrocarril, en el límite con Santa Rosa de Lima. El vecino lindero que exige la expulsión alega que se trata de una calle, pero sería imposible abrirla, porque del otro lado hay un plan de viviendas desarrollado también sobre tierras fiscales por el Movimiento Territorial de Liberación. Esos vecinos los apoyaron para que se instalen, y hoy, además, están preocupados. Saben que se trata de un caso testigo, ya que de prosperar el desalojo autorizado por la Sala Primera de la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de Santa Fe, el municipio anunció que está dispuesto a continuar con las expulsiones, en una ciudad cuyo colapso habitacional quedó al descubierto con las inundaciones. Esa inmensa catástrofe que para muchos santafesinos marcó una línea indeleble en sus vidas, un antes y un después.

“Si no hubieran venido las inundaciones, todavía estaríamos en la casa de Gaboto 2316. Nosotros nos fuimos ahí porque estaba abandonada, toda destruida, y la arreglamos toda. Pero cuando había que cobrar el subsidio, en 2003, apareció el abogado de los dueños, y nos tuvimos que ir. Y ahora de nuevo. Estamos desesperados, lo único que queremos es un lugar donde vivir”, dice Sara, una mujer peleadora que vive su pobreza con una dignidad admirable. Más callado, su compañero interviene poco. Casi al terminar la charla, advierte que “no sabe lo que puede pasar” si le quitan su derecho a la vivienda.

Tanto Sara como su pareja aseguran que se irían a vivir a otro lado, porque sólo buscan paz. Podría ser otra casa, o un terreno y los materiales para construir. Lo asegura Juan, que primero arregló una casa abandonada y luego construyó su vivienda actual. Debió hacerlo varias veces, porque cada vez que levantaba una pared, el denunciante Luis Reimundo Vázquez la tiraba abajo para impedir que se instalaran. Sara lo cuenta con cierta ligereza, como escondiendo la angustia que significó. “Nosotros la levantábamos, y él nos derrumbaba las paredes. Hasta que unos amigos nos prestaron una carpa para ocho personas. Vivíamos ahí, en la carpa, mientras íbamos haciendo la casa. Una vez, una tormenta nos hizo caer todos los ladrillos encima, pero por suerte no nos pasó nada”, relata.

Hace casi dos años que viven allí, en un lugar que antes estaba vacío y abandonado. Les queda cerca del hospital de niños Orlando Alassia, al que dos por tres deben ir corriendo por los ataques de asma de Joana, la hija de 13 años. “La escucho enseguida, ella me dice mamá y cuando yo me levanto ya tiene los ojos desorbitados, la cara toda hinchada y los labios morados”, describe Sara. Esas crisis la obligan a estar cerca del centro asistencial. Los dos más grandes, Luis Rafael Monzón, de 24 años; y Marilina, de 20, ya formaron su propia familia y no están con ellos. Víctor, de 14, es el único tatengue de la familia. Sigue al club Unión de Santa Fe. Su mamá muestra orgullosa dos fotos pegadas en la heladera, de la última fiesta escolar, donde actuó de caballero. Leandro Ezequiel, de 9 años, es más conocido como Chucky, por el tenor de sus travesuras. “Hace deportes”, dice orgullosa su mamá, que lo lleva a jugar al fútbol en un club del barrio. El benjamín, Martín Acebal, tiene 8 años. Es callado –“buenito”, según Sara- y lleva la camiseta de Colón, ya que es sabalero, como el resto de la familia. Tiene unos enormes ojos negros y una sonrisa compradora.

Los cuatro duermen en la habitación del frente, que también funge de comedor, donde el reducido espacio contiene dos cuchetas, un mueble con ropa, una alacena, la heladera, el televisor, y la mesa familiar. Todo en un estado de estricta limpieza y orden. La habitación de al lado está sin terminar. Allí están la cama matrimonial y la cocina, además de algunos materiales de construcción. Para ir al baño, que se completa con nylon negro, hay que salir a la intemperie, y ahí nomás está la vía. A Sara le preocupa la salud de sus hijos. “Todos los meses los llevo al fluor, porque es muy importante que cuiden sus dientes”, dice orgullosa. Esos pequeños detalles se cuelan durante toda la charla.

Desde que se instalaron, cada tanto, la esposa de ese vecino lindero les grita “usurpadores”. Y antes de que llegaran, el propio Vázquez fue a decirles que allí tenía su cochera, que no podían ir. Sin embargo, con sólo echar un vistazo se advierte que el ingreso de vehículos no es interferido por la vivienda de los Acebal. Dispuesto a echar a sus vecinos, Vázquez recurrió a los medios santafesinos, y también presentó una denuncia en la Municipalidad. En lugar de buscar una solución consensuada al problema social, el Estado tomó una decisión violenta. En septiembre del año pasado intentó desalojar, amparado en la Ley Orgánica de Municipalidades que le permite hacerlo sin orden de allanamiento. Dictaron una resolución y fueron a hacer efectiva la expulsión.

Esa mañana, Sara estaba por salir a hacer las compras, cuando vio gran cantidad de patrulleros. “Nos vinieron a sacar como si fuéramos delincuentes”, relata. Por un momento, la ganó la resignación, y se limitó a tomar una valija que contiene todos los recuerdos y las fotos familiares. Tendría que volver a empezar por segunda vez. Pero Gloria, una de sus vecinas, le dijo que no podía permitir que la saquen, y llamó a una abogada de CANOA, una asociación civil de Santa Fe que trabaja en hábitat popular.

Para impedir la expulsión, las abogadas de CANOA, Lucila Puyol y Paula Condrac, interpusieron un recurso de amparo al que la jueza Elsa Rita Monella le hizo lugar enseguida. La magistrada entendió que la Municipalidad estaba ejerciendo un acto discriminatorio, porque hay otros vecinos en la misma situación que la familia Acebal. Y también fundamentó la decisión en el derecho a la vivienda digna estipulado en el artículo 14 bis de la Constitución Nacional.

La Municipalidad apeló la medida en primera instancia. Arguyó que las acciones contra la familia Acebal no constituían un acto arbitrario, porque luego las iniciarían contra otros vecinos que ocupen tierras públicas. Y aseguró también que había ofrecido una vivienda a esta familia. Sin embargo, ocultó que las actuaciones de la dirección de Vivienda son posteriores a la presentación del recurso de amparo del 14 de septiembre del año pasado. “La Municipalidad miente”, asegura Puyol, sorprendida porque la actual gestión insiste con el desalojo pese a “estar totalmente deslegitimada social y políticamente”. Es que el 10 de diciembre, la administración quedará en manos del radical Mario Barletta.

Tanto las abogadas como Sara subrayan que la Municipalidad jamás ofreció una alternativa concreta. “Nos mandaron a inscribirnos en la Dirección de Vivienda”, puntualiza Sara. Es decir, a esperar que haya un sorteo. “Ojalá nos dieran una casa. A mi comadre le tocó una y es preciosa. Tiene agua caliente en todos lados”, agrega admirativa.

La apelación municipal tuvo curso favorable. El 23 de octubre de este año, la Cámara de Apelaciones, con la firma de Edgardo Ignacio Saux, Juan Carlos Genesio y Raúl Juan Cordini, habilitó el desalojo, en un fallo muy técnico, pero con un inocultable contenido político. “Esperar a que se venza el plazo acordado sin atender ni aceptar la nueva radicación propuesta es pasible de ser amparado por la situación particular, ciertamente miserable de los que así actúan”, argumenta la Cámara, para afirmar que “para ellos no rige el orden, ni les son impuestas las normas que se exige observar a otros grupos sociales y que pueden hacer lo que les parezca porque su pobreza los habilita”. Estos son sólo dos pasajes del imperdible fallo que autoriza a la Municipalidad a continuar con sus planes de expulsión, y que ya fue apelado por las profesionales de CANOA.

En su apelación, Puyol y Condrac responden puntualmente esas manifestaciones. “Creemos que la pobreza no permite ni habilita, más bien impide, obstaculiza, hace que cada uno haga lo que pueda para sobrevivir junto a sus hijos”, afirma Condrac, quien señala: “Una sentencia que avale a la Municipalidad sería terrible, porque dejaría sentado que cualquier habitante irregular puede ser expropiado con una simple notificación. Le daría piedra libre al Estado para demoler, desalojar y reubicar a las personas que resolvieron como pudieron sus problemas de vivienda”. Desde CANOA puntualizan que la vivienda es “un derecho humano, como la salud o la educación”.

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La familia Acebal. Juan y Sara con sus hijos, frente a la casa que levantaron. "Al principio, nos tiraban las paredes reci‚n levantadas hasta que nos instalamos con una carpa".
 
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