Lunes, 9 de enero de 2006 | Hoy
Por Guillermo Lanfranco
Confieso que el boxeo no está entre mis prioridades deportivas. Ni seguir sus figuras, ni practicarlo. Apenas lo hice ocasionalmente -en alguna esquina y con resultados decepcionantes- en la escuela secundaria. Pero entre la una y las dos del domingo me atornillé frente al televisor por una pelea que se disputaba a miles de kilómetros, viviéndola como si me hubiera transportado al viejo ringside del estadio Rosario Norte en la década del `50. Carlos Baldomir, un ausente en las páginas de deportes hasta hace un par de días atrás, más que una lección pugilística dio una lección de vida en el mítico Madison Square Garden. Sí, en el estadio que es el templo simbólico del boxeo, que reaparece cada tanto para decirle a Las Vegas que se quede nomás con las luces de neón y alguno con guantes haciendo payasadas antes de subir al ring. Que del boxeo se ocupa el viejo de Manhattan.
Baldomir, aunque poco tiene que ver con él en lo pugilístico, remite a Monzón: es santafesino, hincha de Colón, viene de cuna pobre -en la previa el diario La Nación rescató su oficio de vendedor ambulante de plumeros-, lleva el mismo nombre y, casi como un homenaje, ganó el título welter el día en que se cumplió el décimo primer aniversario de la muerte de "Escopeta".
Y si Baldomir, como uno supone, logró tener pendientes a tantos santafesinos (para el caso olvidemos la disputa norte-sur y entonces es santafesino, es decir nacido en esta provincia), en plena noche de calor insoportable, hay que adjudicárselo a un fenómeno tan viejo como David y Goliath: la identificación del espectador con el más débil, el humilde, el menos pensado para quedarse con el oro o el moro.
Ese empecinamiento del director de cámaras de la pelea por seguir el rincón del ahora ex campeón Zab Judah, como sí fuera el único protagonista; un árbitro que en ningún momento protegió al retador de los evidentes cabezazos del yanqui; un ring todo pintado con el logotipo de Don King, el manager que casualmente ya tenía planificada una "pelea del siglo" (aunque hace una por año) para Judah con Floyd Mayweather el 8 de abril próximo, por una bolsa millonaria; la sospecha de que es necesario marcarle toda la cara y el cuerpo también al campeón para que el jurado dé al desafiante una pelea ganada por puntos. Todo estaba armado para que Baldomir no estuviera en la vereda de los "winners", esa que forma parte del ser nacional estadounidense. Pero Baldomir no se conformó con ser simple partenaire y saltó a protagonista. La hombría con que encaró la pelea, parándose siempre en el centro de la lona, dejó mal parado a Judah hasta en lo discursivo: antes de la pelea el morocho había prometido darle "al muchacho de la Argentina cuatro rounds de fama para que conozca un poco al público de Nueva York". Vaya si lo conocieron. Baldomir se las arregló para sumar ocho rounds más y un triunfo al deseo del ex campeón.
Cada golpe de Baldomir, los que dolieron y los que se perdieron en el aire, iban cargados de una sensación de última oportunidad para el argentino. En los ganchos y directos se jugaba la carrera, porque a los 34 años el boxeo no suele dar segundas oportunidades. Y si de edades hablamos, en el rincón estuvo Amílcar Brusa, quien a los 83 años sigue demostrando que -al igual que aquí Don Angel Zof- viejos son los trapos y -como hizo en los `60 y `70 con Carlos Monzón- está en condiciones de seguir sacando campeones.
Baldomir, el que vino de abajo, el que casi en la edad del retiro tuvo su gran oportunidad, el que llegó en silencio y no perdió la humildad, el que enfrentó a los poderosos, el que puso todo lo que tenía y lo logró, en el que pocos creían. Salud, campeón.
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