soy

Viernes, 18 de diciembre de 2009

Sus ojos se cerraron

Al día siguiente de morir su madre, el 25 de octubre de 1977, el semiólogo francés Roland Barthes empezó a escribir una especie de diario de duelo para y por esa mujer con quien vivió, en la salud y en la enfermedad, hasta que los separó la muerte. La señora que tal vez haya signado el modo tan pudoroso con el que Roland se entregaba a sus amores reaparece aquí para la posteridad con la fuerza de la ausencia. La editorial Paidós acaba de publicar en la Argentina estas notas inéditas donde Roland Barthes intenta lo imposible: no hacer literatura, no gozar, detener el mundo que sigue andando.

 Por María Moreno

–¡No ha conocido usted el cuerpo de la Mujer!

–Conocí el cuerpo de mi madre enferma, luego moribunda –es la segunda entrada de Diario de duelo, 26 de octubre de 1977-15 de septiembre de 1979 de Roland Barthes. Menos por falta de imaginación que por ceder golosamente a los señuelos estilísticos del autor, las reseñas han insistido en la cita de esa defensa altiva de que hay un conocimiento más radical que el de la carne, que es el de la carne prohibida y, al mismo tiempo, de la carne en retirada.

Diario de duelo ha sido escrito en hojas divididas en cuatro, quizás un hábito de ahorro de quien fuera hijo de una viuda de guerra –su madre, Henriette Binger, se casó a los veinte años con Louis Barthes, quien resultó muerto durante un combate naval en el Mar del Norte tres años después–; son notas fechadas y hechas con tinta o con lápiz y que juntas, según precisa Nathalie Léger en el prólogo, no forman un libro acabado sino “una hipótesis de libro” que ella infiere deseado por el autor. François Whal, editor de Seuil en los años noventa y a quien Barthes habría dejado a cargo de su obra póstuma, no estuvo de acuerdo con la publicación de esas notas demasiado íntimas y en donde alguien muerto, por un accidente de tránsito en 1980, no tuvo la oportunidad de corregirse. Michel Salzedo, hermanastro de Roland Barthes, hizo una declaración ritual: “Después de 30 años nadie puede erigirse en dueño de la obra de un autor”. Pero, de hecho, él es el dueño. Y en el mismo Diario de duelo habría una indicación precisa: “Vivo sin ninguna preocupación por la posteridad, sin ningún deseo de ser leído más tarde (salvo financieramente por M –M es Michel Salzedo–), la perfecta aceptación de desaparecer completamente, ningún deseo de ‘monumento’ –pero no puedo soportar que sea así para mamá (tal vez porque ella no escribió y porque su recuerdo depende totalmente de mí)”.

En el mismo párrafo contrae una deuda de responsabilidad –con ese otro con el que comparte la sangre de ella– y con un libro que vendría a sacarla del olvido. Si en Diario de duelo Barthes anota “esta mañana, con gran pesadumbre, retomando las fotos, trastornado por una donde mamá niña pequeña, dulce, discreta junto a Philippe Binger (Jardín de invierno de Chennevières, 1898)./Lloro./Ni siquiera deseos de suicidarse”, en La cámara lúcida escribe: “Así yo mirando, solo en el departamento donde ella acababa de morir, bajo la lámpara, una a una, esas fotos de mi madre, volviendo atrás poco a poco en el tiempo con ella, buscando la verdad del rostro que yo había amado. Y la descubrí. /La fotografía era muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en ella había apenas dos niños, de pie formando grupo junto a un pequeño puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces cinco años (1898), su hermano tenía siete. Este apoyaba su espalda contra la balaustrada del puente, sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: ‘avanza un poco, que se te vea’, había juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran a hacer los niños, con un gesto torpe. El hermano y la hermana unidos entre sí, como yo sabía, por la desunión de sus padres, que a poco tiempo después se divorciarían, habían posado uno al lado de otro, solos, en la abertura del follaje y de palmas del invernadero (era la casa en que había nacido mi madre, en Chennevières surMarne./Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre”.

La escena es la misma pero no es una pasada en limpio ni una reescritura, en Barthes la nota no es nunca un borrador sino una marca que fija lo que se repite o, todo lo contrario, lo irrepetible pero también lo gratuito, lo que no se sabe por qué. En Diario de duelo la nota cae bajo una vigilancia triste pero firme: que no haga literatura, que no goce.

Demás deudos

La escritura no puede nada. Pero, ante una pérdida irrevocable, muchos insisten en escribirla, sabiendo que es imposible y que no hay consuelo, ni siquiera el de que, de no haberlo hecho, hubiera sido peor, puesto que, si se escribe ¿cómo se sabe que, de no hacerlo, hubiera sido igual o peor de terrible?

En el matrimonio blanco con la madre, ella puede pretender sobreponerse a la fatalidad biológica y acompañar al hijo hasta el final de éste: ese horror preferible a dejarlo solo. Leonor Acevedo lo intentó hasta que las fuerzas le faltaron e hizo público, ya sobre los noventa años, en infinitas protestas ese durar que ya no era vida. El mito dice que ella escuchaba, disentía, comentaba cada argumento del hijo con más inteligencia y razón que la que utilizaba en poner en fuga a sus rivales. Un vestido lila apoyado sobre su lecho de manera que evocara su forma viva se erigió en monumento blando a La Lectora, ante la que Jorge Luis Borges habría rumiado quién sabe qué oraciones de agnóstico. Claro que una esposa con la que se han llevado sesenta años en común también puede provocar la ilusión, como con la madre, de ser uno con ella, de “llevar una comunidad física y psíquica total” sólo interrumpida por la muerte como la de Sandor Marai con Ilona Matzner. Si Roland Barthes planeaba hacer de su notoriedad una prórroga de la memoria de Henriette Binger –“quizás un día la escriba, con el fin de que, impresa, su memoria dure por lo menos el tiempo de mi propia notoriedad”, insistió en La cámara lúcida–, Marai vivió el duelo por su esposa Ilona, la experiencia casi opuesta. Cien agendas minuciosas, de ella que no escribía, le permitieron seguir oyéndola con los ojos: “Durante décadas lo anotó todo sin excepción, los acontecimientos cotidianos, ya fueran importantes o irrelevantes. Es su regalo desde el más allá. Como si todos los días recibiera una carta de ella”. (Sandor Marai, Diarios 1984-1989.) Horror o maravilla: que dos, uno de los cuales está muerto, puedan cotejar recuerdos.

Su Roland

El recuerdo más penoso –hay otros pero éste es el que se repite y parece punzar más profundo– que registra Diario de duelo es el de la madre gritando en las últimas “¡Mi Roland, mi Roland!”. Quien en agonía pronuncia un posesivo sugiere querer arrastrarse fuera de la vida con las manos llenas, una vuelta a la nada pero rompiendo la soledad con un trofeo. A menos que ese nombre sea la última pertenencia, la fundamental antes de la separación, aquello que Henriette Binger se verá obligada a soltar para siempre cuando pronto no haya yo para utilizar gramática alguna.

Si Roland Barthes no renegara a veces del psicoanálisis hasta el punto de preferir la “aflicción” al “duelo”, si pudiera pensar esa exclamación en detalles como le gusta hacerlo con cualquier otra, tal vez advertiría en ella el mordisco del vampiro. ¡Oh, pero maman no era así! No era así es lo que Roland escribe de mil modos de su Henriette, aun cuando todavía no escribió definitivamente si es que esto es posible: al creer una y otra vez en su inocencia soberana “si se quiere tomar esta palabra según su etimología que es ‘no sé hacer daño’”, esa que reconoce en la foto del invernadero, la de la madre niña –el relato de cualquier cualidad tentativa– sólo podría hacerse en negativo.

Pero si Henriette Binger muere declarando que él es de ella, su ausencia, en medio del dolor que produce, tiene una cualidad suplementaria: hace, por primera vez, ligero el peso de los muchachos:

“Durante todo el tiempo del duelo, de la Aflicción (tan dura que: ya no puedo más, no me sorprenderé, etc.), seguían funcionando imperturbablemente (como mal educadas) costumbres de flirts, de enamoriscamientos, todo un discurso del deseo, del yo-te-amo-que por lo demás caía muy rápido y volvía a empezar sobre otro” (12 de junio de 1978).

Entonces, afligido en su máxima expresión, escribe que tiene mejor talante para el discípulo adorador de la frase –y Roland era un brujo de la retórica, ahí, a los sesenta era él el más bello–, pero atacado de un súbito déficit de atención si se lo invitaba a la cama, para el virgen sensato al que le molestaba la diferencia de edad, para al chongo inamovible en su sistema de toma y daca que jamás consiente en el “vuelto” de un abrazo, de un deshago fuera de tarifa (la enumeración corre por cuenta propia).

Pero a esa soltura, Roland la encuentra árida. “No solamente no abandono ninguno de mis egoísmos, de mis pequeños apegos, continúo sin cesar ‘dándome preferencia’, más aún, no llego a entregarme amorosamente a un ser, todos me son un poco indiferentes, incluso los más queridos. Pruebo –y es claro– la ‘sequedad del corazón’ –la acidia–”, había escrito el 27 de abril.

En Incidentes, otro de sus libros póstumos, en una anotación posterior a la fecha en que escribe el diario, los muchachos han recuperado su peso aplastante: “Ayer, domingo, Oliver G. vino a comer; dediqué a la espera y al recibimiento el especial cuidado que revela, por lo general, que estoy enamorado. Pero, ya mientras comíamos, su timidez o su distanciamiento me intimidaron; ninguna euforia en la relación, ni de lejos. Le pedí que viniera a mi lado, a la cama, mientras dormía la siesta; acudió muy amablemente, se sentó en la orilla, leyó en un libro ilustrado; su cuerpo estaba demasiado lejos, cuando alargué mi brazo hacia él, no se movió, encerrado en sí mismo: ninguna complacencia; y acabó por marcharse a la otra habitación. Me invadió como una desesperación, tenía ganas de llorar. Me pareció evidente que iba a tener que renunciar a los chicos, porque no existe ningún deseo de ellos hacia mí, y porque yo soy demasiado escrupuloso, o demasiado torpe, para imponer el mío; creo que éste es un hecho indiscutible, avalado por todas mis tentativas de flirt, que mi vida es triste, que, bien mirado, me aburro, y que es necesario que expulse este interés, o esta esperanza, de mi vida. (Si repaso mis amigos uno a uno –aparte de los que ya no son jóvenes– descubro un fracaso cada vez ... ¿No me van a quedar más que los taxiboys? He tocado un poco el piano para O., a petición suya, a sabiendas de que acababa de renunciar a él para siempre; tiene bonitos ojos y una expresión dulce, suavizada por los cabellos largos: he aquí un ser delicado pero inaccesible y enigmático, tierno y distante a la vez. Luego le he dicho que se fuera, con la excusa del trabajo, y la convicción de que habíamos terminado, y de que, con él, algo más había terminado: el amor de un muchacho”. ¿Será porque el duelo –18 meses para la muerte de un padre, de una madre, según el Larousse, él lo sabe puesto que es una de las primeras anotaciones de su Diario de duelo– ha abandonado su parte aguda, esa que, según el mito popular, se pacifica cuando en el cuerpo del muerto ya no hay carne y, en correlato, el deudo pasa de un dolor en carne viva a un dolor esencial como el hueso? ¿Entonces la máxima aflicción ya no protege del mismo modo y empieza a dejar pasar los dolores de segundo orden?

Si Roger Peyrefitte hubiera podido leer la escena con Oliver G se hubiera reído de Roland Barthes como siempre lo había hecho de André Gide al recordar que “Nunca practicó, según sus propias palabras, más que ‘el amor frente a frente’ y tuvo este grito de indignación con uno de mis amigos que le confesó sodomizar a los pequeños árabes en Argelia ‘¡Cómo! ¡Usted los maltrata!’”. El hubiera leído en el acudir dulcemente, en el sentarse en la orilla de la cama y en leer un libro ilustrado de Oliver G las artimañas de un pasivo que, sin correrse cuando lo acarician, demanda además que le toquen el piano.

Es probable que Barthes no se equivocara, que en esa escena pudiera leer el fin de un amor y, tras su cola, el de todos los otros. Pero ¿no había una cierta complacencia en ese decoro pequeño burgués con el que nunca se atrevía a romper el velo de ningún pudor en provecho propio, una obediencia al qué dirán que es fácil imaginar muy Henriette Binger? ¿Qué le faltó a ese triste? Un poco de avasallante chabacanería. Un buen mal gusto. Total, de todos modos, era un fracaso cada vez.

Raúl Escari es testigo de Barthes en un París desde donde se partía a Marruecos para visitar un prostíbulo en el que el patrón –un tal Manolo– solía enviar, a través de cualquier cliente, “¡saludo a los profesores! “(Barthes, Foucault.)

–Una vez decidió analizarse con Jacques Lacan. Estaba sufriendo mucho, seguramente por amor. Llamó por teléfono al consultorio de la calle de L’ille y pidió hora para un rendez vous. El secretario de Lacan le dio cita para diecinueve días después. Fue puntual. Comenzó a hablar, Lacan lo cortó en seco: “¡Ah! ¡Viene a verme por un asunto personal! Hubiera debido pedir una consulta no una cita. Lo habría recibido de inmediato”. Barthes habló y habló. Lacan escuchaba en silencio. De pronto dijo: “Aléjese enseguida de ese muchacho”. Barthes nos lo contó a un grupo de amigos más tarde. “Fue raro que palabras tan triviales, tan chatas, hayan podido ejercer en mí un efecto tan inmediato, radical.” Terminó con el chico y se puso a escribir su Fragmentos de un discurso amoroso. Yo estaba presente cuando lo contó.

¿No habría en ese provinciano un regusto de contable: que hasta lo más insoportable fuera a parar al haber del placer del texto? Pero con su Roland, el de Henriette Binger, todas las preguntas psi, las insubordinaciones críticas, las conminaciones de afiliados “¡Vamos, deje de regodearse! Con semejante cabeza ¿no podría haber luchado para ser más feliz?”, se vuelven tautológicas pero además feas: él ya lo calibró todo y lo escribió en bellas figuras.

Cerrados por duelo

El 23 de marzo de 1980 Roland Barthes venía de comer con Mitterrand y planeaba cruzar de un lado a otro la calle de las Ecoles cuando lo atropelló una camioneta de lavandería. Murió casi un mes más tarde. Entonces, el furor de la interpretación, a veces con la huella de su enseñanza, a veces no, comenzó a proliferar en versiones en donde ni el más ignorante comisario, el más pedestre equipo de emergencia, la más dura representante de las ciencias duras, se conformaron con la idea de accidente. Una cosa es señalar la tiniebla oculta en la declaración: “¡Mi Roland”, mi Roland! y otra pensar que Henriette Binger vino a llevarse su propiedad para transportarla allí donde todos sabemos, la muerte no los reunió. Hasta el cínico alegre de Philipphe Sollersedipiza a más no poder. En su libro Mujeres cuenta esa agonía en La Salpetrière en la que el herido, por obra del duelo, deja de luchar y cede, como si se hubiera suicidado. En Internet hay quien se mete con el objeto “camioneta de lavandería” buscando un sentido al cual sacarle el jugo. Y hay quien especula groseramente sobre si en la caja viajaba la ropa ordenada y perfumada de las casas burguesas de entrega semanal, o si, por el contrario, viajaban las sábanas con semen, flujo y chocolate de los hoteles por hora adonde todavía no entraban los homo, los manteles de la francachela derramada y el pañal cagado de las familias que no tienen las buenas maneras de los Barthes Binger. Esa muerte absurda inició la serie amarilla y reaccionaria titulada Paradojas de la razón Cartesiana que continuaría con Althusser asesino y Foucault sadomaso.

Roland Barthes tenía 65 años y había escrito hasta por los codos –que imaginamos protegidos por remilgados pitucones–, sin embargo se lo trataba como a una inversión perdida. La maldad radical del lenguaje hizo que el 23 de marzo de 1980 se recordara que en mayo del ’68 había dicho “las estructuras no bajan a la calle”, entonces los estudiantes le contestaron “Barthes tampoco” ahora, en la calle había sido herido de muerte. Encima, si en la red se busca “muerte de Barthes” lo primero que aparece no es la noticia del accidente sino una noción: la muerte del autor.

¿No hubiera sido el mejor homenaje que los signos de asueto dejaran de producir?: que todos los suyos: amigos, lectores, discípulos se hubieran limitado a difundir un lacónico Barthes “murió en un accidente” en todas partes en donde se usaran palabras y luego de haberle creído simplemente que su pena provenía de “ser ella quien era y es por ser ella quien era por lo que viví con ella”.

Roland Barthes no escribió el libro definitivo sobre su madre, lo dejó en medio entre el querer escribir y el poder escribir, el deseo de escribir y el hecho de escribir sobre los que habló en sus cursos del Collège de France. No hizo más que rodearlo, por ejemplo casi tipiando a la muerta en los objetos que la evocaban: su polvera de marfil, un frasco de vidrio biselado, una silla baja, almohadones (La cámara lúcida). Hasta su propia muerte, no hizo más que poner en todas partes, con una inusual fecundidad, algo de ella –Lo Neutro, La cámara lúcida, La preparación de la novela–. Con más detalle en el segundo de estos libros en donde retoma las notas de Diario de duelo. Pero al Libro de mi madre, lo dejó para después, como si lo atesorara, en eterna preparación lo que fundiría profundamente a Henriette Binger, en idéntico brillar por su ausencia, con ese género fetiche: la Novela.

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