Viernes, 18 de diciembre de 2009 | Hoy
ES MI MUNDO
Convertido en fetiche mediático tanto por prepotencia de su fortuna como por exhibir ese cuerpo cyborg hecho a imagen y semejanza del estereotipo gay viril y agresivo que inmortalizó Tom de Finlandia –sumun de la “musculoca” vernácula–, Ricardo Fort hace gala de sus gustos heterosexuales a la vez que se muestra rodeado de muchachos a los que llama “mis gatos”. Todo vale para construir esa ficción de súper macho que tan bien factura.
Por Patricio Lennard
Si, como él mismo no se cansa de decir, Ricardo Fort es un artista; si es cierto que bajo esa mole de músculos hecha a base de gimnasio y cantidades de anabólicos late (¿retumba?) el corazón de un artista, no es tanto porque cante o baile más o menos bien en el programa de Marcelo Tinelli (o porque planee montar en Mar del Plata este verano una revista que acaso lo confirme como la mejor vedette de 2009), sino porque un buen día comprendió que le bastaba con ser quien es para convertirse en celebrity.
En este sentido, se puede decir que la fama de Ricardo Fort es su verdadera obra: la deliberación con que supo construirse de la noche a la mañana en estrella. Una empresa que tuvo un origen –fallido– en una fugaz presentación que años atrás hizo en un programa de Carmen Barbieri, en donde el consabido heredero de la fábrica de chocolates Fel Fort quiso lanzarse como cantante, y que este año tuvo su primera rectificación en una entrevista que le hizo Chiche Gelblung y en la que Fort contó –así rezaba el videograph– “todo lo que usted quiere saber sobre un millonario en serio”. Esa fue la chispa que activó la maquinaria. Y si bien la popularidad recién llegó con su protagonismo en “El musical de tus sueños” y en cuanto programa se hizo eco de su rutilante presencia, la pieza clave de su plan fue su reality show (Reality Fort), que unos meses antes él había subido a Youtube y que luego pasó a formar parte de la programación de Canal 13 (lunes y miércoles a las 2 de la madrugada), incluso antes de que Tinelli lo convocara.
Allí, se lo ve a Ricardo Fort disfrutando del lujo y las comodidades de hoteles en distintas partes del mundo, rodeado de su harén de modelitos musculosos (menos que él, por supuesto) y de sus cuatro guardaespaldas (una modalidad de neutralizar ¡premonitoriamente! el acoso de cholulas y cholulos). Una intimidad que incluye sesiones de gimnasio, noches de discoteca, desfiles de moda, idas al shopping, dolce far niente y más sesiones de gimnasio, y que además de ser la exposición desembozada de la rutina de un millonario y sus caprichos, es la performance de alguien cuyo deseo de ser famoso lo llevó a no reparar en gastos para llegar a serlo.
Si es cierto, como dicen, que Fort pagó de su bolsillo el espacio en la madrugada de Canal 13 para darle otra circulación a su reality (lo que, juzgando por el horario que le dieron, es bastante posible), lo que hay detrás de todo no es otra cosa que una muy efectiva estrategia de posicionamiento de imagen. Y no hace falta remontarse al menemismo para hallar un correlato epocal e idiosincrático: Ricardo Fort es al mundo del show business lo que al mundo de la política es Francisco De Narváez.
Nadie duda, pues, de que el dinero puede comprar horas de pantalla y atención mediática. Y sería genial que a Fort se le hubiera ocurrido (como murmuran las malas lenguas) contratar o directamente comprar el call center que le permitió asegurarse los votos telefónicos necesarios para seguir y llegar hasta las últimas instancias en El musical de tus sueños. Porque allí, en ese deseo de notoriedad que apenas si encubre la prepotencia del dinero a partir de la cual Fort maneja el mundo de marionetas que lo circunda, está el núcleo conceptual de su experimento. Más allá de que su amor propio y su pretensión de ser “artista” (¡de ser querido por la gente!) no le permitan ver (y mucho menos asumir, ahora que ya es famoso) el costado cínico del asunto. Porque si algo demuestra Fort con su reality (que no es otra cosa que la pose extendida de alguien que se pretende rich & famous antes de serlo; esto leído retrospectivamente) es que la fama también puede comprarse. Que es una mercancía más, como los Rolls Royce que atesora en Miami o las cirugías estéticas que acumula en su rostro. Y esto sin hacer mella de su talento ni de su carisma, o incluso de lo que el público pueda ver en él en cada pico de rating. Más allá de que lo difícil, como dice el refrán, no sea llegar sino mantenerse. Sobre todo una vez que el reloj ha marcado los quince minutos de fama tras los cuales nos volvemos, otra vez, Cenicienta.
Pero no es tanto la moral hedonista y materialista puesta al servicio del show (algo en lo que Mariana Nanis fue pionera indiscutida en la Argentina de los años ’90) ni el componente “aspiracional” que tantas veces nos lleva a admirar el estilo de vida de los ricos y famosos, lo que hace de Ricardo Fort un personaje tan atractivo. Es su cuerpo, su presencia escénica, la puesta en escena que es su propio cuerpo, su carácter mutante (¿son 27 o 28 las cirugías que se hizo? ¿Se operó los talones para elevar su estatura?), lo que llama la atención cada vez que aparece. Exponente acabado de la muscle queen (o de lo que en buen criollo se denomina “musculoca”), Fort viene a ser algo así como el Arnold Schwarzenegger que le hacía falta a la farándula rioplatense. Con la salvedad de que su look de “súper macho” (algo que lo acerca al imaginario híper viril de Tom de Finlandia) está más del lado queer que de lo estrictamente sexy.
El fisicoculturismo (“esa masturbación asexuada en la que toda la musculatura simula ser un tejido eréctil”, como lo definió brillantemente J. G. Ballard) alcanza o es condición fundamental para que la comedia heterosexual que Fort viene protagonizando en los medios se sostenga. Posando de heterosexual y explotando, a su vez, la duda de si es o se hace, Fort evita caerse de bruces en el lodo del freak show y le suma, de paso, interés e inteligibilidad a cualquier escándalo mediático que de ahora en más protagonice. Menos un gesto de hipocresía que una estrategia de autopreservación, la veladura de la cuestión gay parece ser, en su caso, un modo de mantenerse en el centro del prime time televisivo sin que lo bizarro lo salpique del todo y sin que lo grotesco empalague a los televidentes. Aunque parezca un contrasentido, Fort (la imagen de Fort) responde hasta tal punto a un estereotipo gay que hasta resulta lógico que se las dé de hétero. Es parte de la performance a la que su cuerpo lo obliga. De esa teatralidad que lo acerca, si se lo mira bien, a la figura del travesti (el género masculino es aquí pertinente).
Por más que la corrección política indique que no hay que preguntar por la sexualidad de alguien (¡y menos en el programa de mayor rating!), la duda, la ambigüedad en la que Fort se instala en su derrotero mediático (¿quién, si no él, puede pasar sin solución de continuidad de cantar un tema de Valeria Lynch a coquetear con la idea de “robarle” la novia a otro de los concursantes?) es un enigma, parte esencial del culebrón que no busca sino atrapar televidentes. Más allá de que su sexualidad haya sido tema de debate tanto en el programa de Tinelli como en sus repetidores, está claro que eso ya no tiene peso de acusación (a nadie escandaliza que Fort sea o no gay, y quienes en otro tiempo lo hubieran escrachado hoy salen en su defensa). De ahí que sacar del clóset a Ricardo Fort no sea un buen negocio, ni tampoco algo que tenga demasiado sentido. Después de todo, no se trata de ventilar lo que él mismo no ha querido ventilar (o tanto sólo ha ventilado a medias) sino de ver el modo en que su propio show consiste en un juego en que la verdad y la ficción de confunden permanentemente.
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