Vie 27.11.2009
soy

Pongamos que me enamoro de una mujer

› Por Patricia Suárez

Pongámoslo de esta manera. Conozco en algún sitio a una mujer que me gusta y me enamoro de ella. Tengo bien sabido que nada es más lábil que el deseo, así que podría suceder. Me gusta cuando me toca el antebrazo, haciéndome saber que me quede tranquila. Me gustan cosas singulares de ella, sus gestos, su cuerpo. De pronto, quiero que venga a mi casa. Quiero enseñarle el anaquel donde están mis libros preferidos, quiero cocinarle el arroz como a mí me gusta. Un día, le pido que viva conmigo. Convivir significa compartir el patrimonio diario, la cara de loca del lunes a la mañana, el sexo a mano cuando te asalta el deseo, la desazón del domingo. Entonces pasa un tiempo largo. Por experiencia, sé que el matrimonio es una institución perimida. Que mantiene dos elementos básicos: regula las leyes de herencia y es rito simbólico. Si te casás, jugás el partido del otro lado. Y, por supuesto, una vez que entraste vas a querer salir. Pero, a su vez, es el símbolo con el que dos se hacen uno para la sociedad. Es el juramento del para siempre, aunque de entrada uno sepa que el siempre en boca de un humano es pura prepotencia. Es el anillo en el dedo del corazón y, sobre todo, es la inscripción de dos nombres en un libro –el nombre de ella junto al mío– que tomaron la voluntaria decisión de unirse. Cuando te casás, tu amor por el otro –si te casás por amor, claro– se vuelve un hecho histórico. Es como en el nacimiento: tu nombre está en un libro, debajo del nombre de tus padres y esto significa: estos dos se unieron para darte vida, hacerte su familia. En el matrimonio: estos dos se unieron voluntariamente para hacerse uno. Los nombres se perpetuarán por años o por siglos –siempre que no se pierda la partida– en los anales del Registro Civil argentino. Después es probable que ella y yo, en algún momento, nos separemos. Hoy en día todos sabemos que el amor no es eterno. Quizás ella deje de quererme (tengo mal carácter). O a mí se me pase (me aburro con facilidad). Hasta tal vez nos divorciemos; habrá que contratar un abogado, ir a audiencias, etcétera. Pero en un libro, entre las telarañas de una oficina gubernamental donde se plumerea poco, quedó la memoria de que ella y yo una vez nos amamos. Nadie puede quitarnos eso. A nadie debería prohibírsele la posibilidad de contraer matrimonio.

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