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El cuento por su autor

El relato sobre Saramago en Lanzarote, esa isla sorprendente, surgida de la bruma y del fuego de volcanes submarinos. Lo hice por razones utilitarias, como un acto de ayudamemoria, para no perder algunos detalles de lo que fue esa semana de 1997, debe haber sido por abril o mayo. No busqué hacer ese viaje: mi objetivo en ese momento eran otros lugares, un encuentro en Francia, en una universidad de nombre imponente, Michel de Montaigne, con un viejo y querido amigo en la región que vio nacer a D’Artagnan, un ingreso a España, otras tareas más propias de un viaje largo para, finalmente, antes de regresar ir a ver a Saramago que me había invitado a su casa, para charlar, decía, para que viéramos dónde y cómo vivía, para respirar el aire del Atlántico y ver, si podíamos apreciarlo, los camellos que se prestan dócilmente para que los turistas se sientan en los desiertos de la vereda de enfrente, o sea del Africa.

La invitación vino como culminación de diversos intercambios, cartas, libros, comentarios, y de correlativos encuentros, en México, donde Saramago era objeto de invocaciones reverenciales y afectuosísimas, en Buenos Aires, escenario de un culto mayor y, la primera, en La Habana en 1992, precisamente en un enero frecuentado por esa tormenta tropical llamada bondadosamente “El Niño”.

Fue en esta ciudad, y en esas tormentas, donde lo conocí; no me atreví a abordarlo antes de terminar de leer Alzado del suelo, en una pésima traducción y edición cubana, pero me bastó para proponerle una conversación pretenciosamente, de mi parte y por razones de timidez, literaria. Nos encerramos en una pieza del Hotel Presidente, antes de que se inundara, y ahí le dimos a preguntas y respuestas que luego recuperé en “Conversación en La Habana”, un texto que publiqué luego en varios lugares. Respondía con interés y cordialidad, de modo tal que pensé, sentí, que la relación podía progresar en un terreno un poco más personal. No me equivoqué. Cuando un par de años después vino a Buenos Aires me animé a buscarlo –extremadamente requerido– y lo invité a mi casa a comer. Pilar aceptó entusiasmada, quizá quería conocer una casa argentina en su interior no investida de parafernalia literaria, y después de la comida José quiso, y lo obtuvo, dormir una siesta. Creo que eso fue definitivo. Me empezó a mandar sus libros a medida que salían, hubo cartas cordiales y hasta familiares, puedo decir que se había convertido en un amigo en quien se podía confiar y que quería confiar. Al leer sus libros en portugués me pasó algo extraordinario: quizá por fatiga de la propia lengua sus textos me llenaron de frescura, me recuperé de ese cansancio de la lectura que nos suele paralizar, supongo que a muchos les pasa, después de transitar por incesantes obligaciones, el oficio tiene ese aspecto triste.

Después nos encontramos muchas veces, en diversos escenarios: Cátedra Julio Cortázar en Guadalajara, Premios Clarín en Buenos Aires, con Carlos Fuentes en Providence, la patria de Poe y de Lovecraft, en casa, en restaurantes porteños que, presuntamente, les ofrecerían trozos de vacunos cuyo prestigio solemos presentar como sinécdoques de la vera identidad argentina. En México me propuso que fuéramos, Tununa y yo, a pasar unos días con ellos en Lanzarote. Y eso es lo que he intentado relatar. Creo que él conoció este relato; si no fue así la cosa ya no tiene remedio. Y si lo publico ahora es como si me estuviera despidiendo de él, como de tantos amigos que en estos tiempos han optado por dejarme solo. También me pregunto por qué esta relación se produjo. Me imagino que algunos sospecharán: yo tengo una respuesta y una explicación, la inolvidable frase de Alberto Vanasco: “Lo mejor de la poesía es la amistad de los poetas”.

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Imagen: Rafael Yohai
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