Miércoles, 8 de enero de 2014 | Hoy
Por Alejandra Laurencich
El cuento nació de un impacto, una frase que me sacudió. Era el verano del 2008, tenía a mi papá internado y toda la logística de mi hogar alterada, pocas horas de sueño, llamados inesperados en medio de la noche, la agenda cargada con nombres de farmacias, consultorios médicos donde conseguir autorizaciones, el trabajo amontonándose en el escritorio, poco contacto con los míos, que se las arreglaban solos, sin problemas, pero a los que yo añoraba demasiado. Cuando hablábamos por teléfono escuchaba los ruidos cotidianos de mi casa y sentía que la vulnerabilidad de mi ánimo era llevada a su punto extremo. Frente a mí, papá. Un hombre que hasta hacía poco tiempo había sido viajero, independiente, un tipo bueno al que todos veían disfrutar de la vida, adorar a sus nietos, llevarlos a pasear o cocinarles sus platos preferidos, a merced ahora del mundo hostil, despersonalizado de la sanidad. En la televisión del cuarto veíamos las imágenes del mar en esos programas que transmiten directo desde la costa balnearia. Ni papá ni yo decíamos nada, pero supongo que ambos recordábamos cuántos eneros habíamos estado ahí, esperando las olas, tostándonos al sol. Era muy angustiante pensar en eso: seguramente no íbamos a volver a vernos juntos en una situación similar, la cuesta abajo en la vida de papá había comenzado y no era reversible. Yo trataba de pensar en otra cosa, para no enfrentar sus ojos clavados en el televisor, pero adónde mirar: ¿al goteo del suero?, ¿a la ventana por la que entraba el sol de tarde y las risas de los chicos en la plaza de enfrente?, ¿a la cama contigua, donde un pobre hombre respiraba apenas sobre un colchón neumático? Para pasar las horas, a veces me ponía a conversar con la hija del señor. Ella había sido médica de la institución, las enfermeras la llamaban doctora. Me contaba que su padre había tenido un boliche, tradicional, bohemio, al que solían ir grandes figuras del tango y la canción popular. Yo imaginaba las risas, las ginebras compartidas, las trasnoches de ese hombre que ahora parecía un pájaro agonizante. Ella decía: Papi era tan vital, tan divertido. Yo lo espiaba de reojo, me preguntaba cómo podía aguantar ese mal chiste en el que se había transformado su vida. ¿Cómo podía tolerarlo la hija? Hacía meses que esa mujer asistía a aquel agonizar lento, irremediable. Yo recién comenzaba a sentir los efectos de la internación de un familiar y a ella se la veía tan estoica. Pero una tarde la vi quebrarse. Lloraba, apretando un pañuelito contra la boca, de pie junto a la pared de la entrada al cuarto, para que su padre no pudiera verla. Me acerqué a preguntarle qué le pasaba y salimos al pasillo, me dijo que al viejo le amputarían la cadera, acababan de decidirlo en una junta médica. Ella sabía que era la mejor opción, pero que igual le era difícil de tolerar, dijo. Yo me quedé sin palabras ¿Cómo se vive sin cadera? Pensé. Y el espanto me llevó a pensar esta historia, en la que se mezcla también la férrea ilusión que me enseñó mi padre, sus ganas de vivir a pesar de todo, las que un año después, dos días antes morir, internado en otra clínica y ya siendo la sombra de lo que había sido, lo llevarían a murmurarle a uno de sus nietos: Cuando salga de acá vamos a ir los dos a Mar del Plata, ¿querés? Por eso le dediqué el cuento.
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