Miércoles, 8 de enero de 2014 | Hoy
VERANO12 › ALEJANDRA LAURENCICH
A Maximiliano Laurencich
Sentada en el borde de uno de los sillones de la clínica, tomaba un café y miraba a los dos cirujanos reunidos con su marido. Hacía una media hora que estaban ahí los tres, de pie en el medio de un pasillo, como seguramente habrían estado cuando eran jóvenes, en el hospital donde habían hecho la residencia: guardapolvos abiertos, manos en los bolsillos; pero ahora mesándose los bigotes, echándose hacia atrás el pelo que empezaba a ser canoso, los zapatos lustrados, hablando y hablando. Ella trataba de captar algo de lo que decían, pero las frases se le escapaban. Su cabeza parecía un tanque de agua sucia, cada palabra vertida ahí se contaminaba. Mejor dejar que Arturo llegara con la decisión.
Le hubiera gustado estar el aire libre, fumar un cigarrillo. Trató de imaginarse frente al mar, sentada bajo una sombrilla, mirando la línea del horizonte mientras sus pies jugaban con la arena. Cerró los ojos pero enseguida se le abrieron, como si no pudieran abandonar el alerta. Ellos seguían en esa postura de funcionarios de la ONU. Quizás era el agotamiento de esos cuatro meses lo que le hacía mirarlos con sospecha. Pero su marido había asegurado que eran eminencias. Tu viejo está en buenas manos, quedate tranquila. Entonces por qué ahora él le daba la espalda, como si no quisiera mirarla, ni siquiera de reojo, como la observaban cada tanto los otros dos. Terminó el café y buscó el cesto para tirar el vasito. Se fue a parar contra la puerta de la habitación, se apoyó en el marco, se cruzó de brazos. Arturo se dio vuelta. Ella le hizo señas con la mano. Voy, dijo él, y le volvió a la dar la espalda. Les dijo algo a los médicos que se quedaron allí, esperándolo, y se le acercó.
–¿Qué decidieron? –preguntó ella.
Escuchó el largo monólogo de su marido sin parpadear. Cuando él terminó, se quedaron mirándose en silencio.
–¿Me podés traducir? –dijo ella finalmente, sin reconocer su propia voz.
–Qué querés que te traduzca, si ya entendiste todo.
Lo miraba fijo, esperando.
–Rechazó otra vez la prótesis, ya no hay chance –dijo Arturo–. Lo mejor es amputarle la cadera.
Ella sintió que no iba a poder seguir de pie mucho tiempo más.
Arturo intentó acariciarle el brazo. Pero como si lo hubiera detenido alguna cosa antes de tocarla, señaló a los colegas:
–Voy a terminar de arreglar los detalles de la intervención.
Ella abrió la puerta y entró al baño del cuarto, sin mirar la cama donde, desde hacía 126 noches con sus días, estaba tendido su padre. Lloró, mirándose al espejo, tapándose la boca con las dos manos, como cuando era una nena y se subía a un banquito para ver la tristeza que le deformaba la cara. Cuando sintió que el pecho ya le había quedado vacío, se lavó la cara, se secó y apagó la luz.
Se fue a sentar al lado de la cama, acomodó los pliegues de la sábana, para no ver esos ojos que, intuía, estaban esperándola. Le tomó la mano. La encontró más caliente, transpirada. La infección no cedía. Por un momento creyó que podría decirle la verdad, pedirle que se negara. Pero si no se animaba siquiera a mirarlo a los ojos, cómo podría decirle que a partir de mañana o pasado su cuerpo ya no tendría cadera, que toda la lucha de esos meses había sido inútil, un nuevo infierno se desplegaría lentamente bajo esas baldosas brillantes, arrollándolos en una ola imparable hasta la despedida. Porque qué duda cabía ahora, su padre se iba a morir en una cama. Un final injusto para el hombre que le había enseñado: la vida es movimiento. Se puso a revisar el medidor del colchón neumático, sin soltarle la mano. Y entonces sintió la presión, apenas, con las pocas fuerzas que le quedaban a esa mano huesuda. No tuvo más remedio que enfrentar su mirada.
–Quedate tranquilo, papi. Todo está bien.
Papi. Cuánto hacía que no lo llamaba así. Mientras veía que los ojos de su padre se hundían un poco más bajo los pelos largos de las cejas, quizá para no ver las humillaciones a las que volvería a ser sometido, a ella le cruzó la memoria una imagen de su infancia. Las piernas fuertes de su padre camino a la playa. Los músculos de las pantorrillas, torneados por andar siempre en la bicicleta, la piel dorada y brillante. Tuvo ganas de arrancarle las sondas, levantarlo de ese colchón que lo mantenía flotando, cada vez más ingrávido, menos humano. La imagen volvió a aparecer: su padre llevaba la sombrilla de hierro, descolorida. Iba silbando algún bolero. Su madre al costado, con la sillita de lona y la canasta, conversando de cualquier cosa, a veces riéndose, a veces en silencio. Ella detrás, siguiendo la huella de su padre como si fuera el único camino posible al mar. Escuchaba el ruido de las hebillas de esas sandalias gruesas, cada paso acompañado del sonido metálico que se unía al de las suelas sobre el asfalto caliente. Papi, me pesa la lona. Su padre se reía, sin volverse: Caminá, que te hace bien.
Cerró los ojos para no ver ese hundirse desacompasado de los pulmones que tenía frente a ella, pero no fue mejor lo que vio bajo sus párpados cerrados: una zona vacía sobre esas piernas que alguna vez fueron pilares, subyugante movimiento guiándola hacia el mar. Dos eminencias habían pronunciado el dictamen: su padre no volvería a caminar por ningún asfalto del mundo.
Abrió los ojos, y allí estaba esa mirada, transmitiéndole todo lo que no podía pronunciar. Meses de postración, de infecciones, pinchazos y transfusiones y antibióticos para nada. Ella abrió un poco más los ojos.
–Qué pasa, papito.
Hasta qué grado de imbecilidad llegaría en los modos de disimular, llamándolo como no lo había llamado nunca, como si pudiera en diez minutos nombrarlo de todas las maneras que le hablaran de lo que él le había dado, de los juegos bajo el sol, la mano, seca y fuerte llevándola al murallón, las piernas, siempre tostadas, la paciencia frente a los miedos nocturnos que la despertaban, los deberes en la mesa de la cocina, el paraguas con que la fue a buscar ese día de la lluvia torrencial, cuando salía de inglés. En qué se había convertido ese hombre. Miró hacia el costado, la almohada que ella acomodaba a veces con mucho esfuerzo bajo su nuca, tratando de incorporarlo como a un enfermo normal, sin escuchar el zumbido odioso del mecanismo de la cama. Pero por más que paseara su vista por todos los objetos de la habitación, de las cortinas americanas, de los relojes digitales, los caños cromados y las botellas de agua, sentía el imán de esa mirada que no la abandonaba.
–Sabés que todo va a estar bien, ¿no, papi? Que voy a cuidarte como me cuidabas vos. Animo.
Lo vio parpadear una vez, la cara inclinada hacia el costado donde ella estaba sentada. Y esa mirada. Los ojos negros, ya velados por una especie de tul amarillento, se habían encendido de un modo extraño. Se puso tensa. ¿Era posible que su padre le estuviera pidiendo morir? La mano de ella había empezado a transpirar. Lo vio cerrar los ojos, el gesto de su frente más aliviado ahora, parecía decirle que había comprendido. Ella le apretó la mano, queriendo despabilarlo, preguntarle, pero los párpados siguieron cerrados, como si le diera permiso para agarrar la almohada y ponerla no debajo de la cabeza sino encima. Imaginó por un instante el gesto interrogante de Arturo al entrar. ¿Qué hiciste? Loca estaba, muy loca. Cómo podía siquiera pensar que esa idea estúpida provenía de la mirada de su padre. El agotamiento termina enloqueciendo a los parientes, había dicho la enfermera de la noche. Trató de disimular lo que estaba pasando. Porque era eso lo que estaba pasando, ¿o no? Se le había cruzado la posibilidad de terminar con las atrocidades de una vez por todas, las sondas, la sangre, el olor a podrido de las escaras, la esperanza inventada en los demás. No era la mirada de su padre lo que la atraía ahora sino esa almohada, ubicada contra el fin de la cama inmensa, más allá de esas prominencias que formaban los pies.
Se ordenó calmarse. Respirar hondo y dejar vagar la mente por imágenes bonitas. Volvió a pensar en el balneario de la costa, cuando jugaban a taparse de arena, extendidos sobre la playa. Era tan difícil cubrir los pies de su padre sin que se agrietara la capa de arena alisada sobre los dedos. El esperaba a que terminara de tapar todo y empezaba a mover el dedo gordo. Rascame que me pica, decía, me pica, me pica. Y todo volvía a empezar, los juegos, la risa. Ahora sus pies eran dos lomaditas insignificantes, inmóviles hacía meses.
Miró hacia la copa de los árboles en la calle; afuera se adivinaba una tarde de viernes, soleada y primaveral. ¿Por qué no?, se escuchó pensar. ¿Por qué no? ¿Por qué no soltar la mano y ponerse de pie? Arturo tardaría un tiempo antes de volver a la habitación, lo conocía bien. Comprobó la hora. No era el horario tampoco de ronda de médicos, ni recambio de sábanas ni nada. Un buen momento. ¡Pero un buen momento para qué, Dios!, dijo y soltó la mano de su padre. Se puso de pie. Buscó el celular en la cartera, podría llamar a alguno de sus hijos, preguntarles si habían almorzado ya, si Rosario había rendido bien. Si habían pasado a buscar las sábanas por el lavadero. Marcó el número de la casa, una, dos, tres llamadas. Cortó. Su otra mano estaba tocando la punta de la almohada. ¿Cómo había llegado hasta ahí?
Miró a su padre. La boca un poco ladeada, la frente cubierta de transpiración, los ojos cerrados.
–Papito lindo –dijo, y odió ese tono de miedo infantil, una nena despertándose en medio de la oscuridad. El cuco anda cerca y me quiere llevar. Tenía la almohada apretada entre sus brazos ahora. Su padre no la había escuchado. Avanzó un paso hacia él. Las lágrimas se lo desdibujaban convirtiéndolo en una figura difusa. Otro paso. Le ardían las mejillas. Pensó si sería justo morir un viernes de sol. Alzó un poco la almohada. Cerró los ojos.
–Gracias por todo, papi –dijo, pero tenía los dientes apretados. Tragó saliva y volvió a decir, más fuerte–. Gracias.
Alzó un poco más la almohada. No podía fallar. Abrió los ojos para ser más precisa. Vio dos manchas oscuras, fijas en ella. Su padre la estaba mirando. Escuchó algo, un murmullo que salía de esa boca torcida. Se limpió los mocos contra la almohada.
–¿Qué dijiste?
La voz de su padre fue un silbido: –Cantame.
Se quedó parada, mirándolo. La almohada apretada fuerte contra uno de sus pechos. Escuchó la puerta que se abría a su espalda.
–Yo vendo unos ojos negros –entonó sin volverse y carraspeó para sacarse la ronquera–, quién me los quiere comprar. Los vendo por traicioneros...
–Qué pasa acá –Arturo miraba con asco.
–Rascale ahí, que le pica –ordenó ella, y acomodó la almohada, con suavidad, bajo la nuca de su padre.
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