Martes, 21 de enero de 2014 | Hoy
Por Alejandra Zina
Lo trajo una noche sin avisar. Se habían encontrado en la estación Carlos Pellegrini; como en las películas, los dos caminaban en direcciones opuestas y chocaron de frente. Cosas del destino. Vivir en la ciudad más grande del país y de pronto encontrarse bajo tierra con gente que no vemos hace siglos.
Los dos hombres estaban en la puerta de la cocina, esperando a que cerrara la canilla y se acercara a saludar.
–¿Te acordás de Morin? Estuvimos juntos en Puerto Belgrano –Ismael rodeaba el hombro de un tipo de su altura pero más fibroso, piel mate y ojos verdes, como muchos provincianos agringados.
Angela se secó las manos en el jean y caminó hacia ellos. No, no se acordaba, pero asintió con sonrisa franca. Cuando sonreía, sus ojos grises se ponían brillosos y el iris se encendía amarillento como los gatos. Con la cara enrojecida por el calor del horno, sus ojos brillaban todavía más. Sintió el contraste de temperatura cuando besó su mejilla, el contacto con el frío de la calle y cierto alivio inesperado.
–¿Hace falta comprar algo? –preguntó Ismael.
Angela negó con la cabeza y fue a vigilar cómo iba el pollo. Justo ese día había puesto uno entero. Lo habitual era que cocinara una presa para cada uno, dos patas muslo con mucho limón, un rulo de manteca, rodajas de cebolla y tiritas de morrón colorado.
En un momento, Ismael se puso a contar anécdotas de cuando estuvieron en la Base; era el único lazo que los unía y que ahora se desenterraba, como un objeto perdido hace mucho tiempo. Pero eso fue después de comer el pollo al horno con papas, después de tomar las dos botellas de Norton que los hombres habían comprado antes de subir al departamento, después de pelar tres manzanas rojas y rebanarlas en un plato como postre improvisado, después que el invitado contara la vuelta a la casa de los viejos en Posadas (donde nadie lo esperaba), después que Angela se diera cuenta quién era Morin.
–¿Te acordás, amor? –a veces las preguntas de Ismael tenían un tono examinatorio, como si le estuviera haciendo un test de memoria y concentración.
–¿De qué? –Angela puso el manojo de cubiertos sucios sobre la pila de platos y se levantó de la silla.
–Del colimba que se mató.
–Qué horror.
–Si ya te conté, ¿no te acordás? Que estábamos de centinelas, que recibió la carta de la novia diciendo que lo dejaba.
Morin bajó la cabeza pensativo.
–A las 12 pasó el correo y media hora después se pegó el tiro, ¿no? –Ismael tocó el codo del compañero.
Morin asintió mientras sacaba un cigarrillo del bolsillo de la camisa, lo tuvo todo el tiempo en la mano sin encender.
–Quién puede decir por qué se mata una persona... –Angela apoyó la pila de platos que sostenía en el aire.
–Lo que un marino dice, es cierto; lo que promete, se cumple; lo que hace es digno –recitó Ismael con una solemnidad sobreactuada–. Grabado a fuego –dijo, dándose unas palmaditas en la frente.
Morin observó de reojo la expresión impaciente de Angela: quería escucharlos y, a la vez, terminar de levantar la mesa. Morin corrió la silla hacia atrás y se dio impulso para levantarse.
–No, no, no, yo me arreglo –Angela lo volvió a sentar, apoyando una mano en el hombro.
–Su guía le lamió la sangre.
–¿Qué guía? –preguntó Angela, alzando los platos otra vez.
–El perro con el que hacía la guardia. Cuando llegabas a la Base, te asignaban un perro, un ovejero alemán. Lo tenías que entrenar, darle de comer, llevarlo al canil. Vos cuidabas al perro y el perro te cuidaba a vos. Así era la cosa, ¿no? –preguntó Ismael, tocando el brazo de Morin.
Morin asintió con la mirada perdida en el mantel, los agujeros de la nariz se dilataron, como si estuviera a punto de soltar una emoción.
–Pobrecito –puchereó Angela–. Lo que daría por tener uno.
–¿Un perro? –se sorprendió Ismael.
–Sí –gritó Angela desde la cocina.
–¿Un perro acá? –preguntó Ismael, levantando el tono de voz.
–¿Por qué no? ¿Café? –Angela asomó la cabeza en el pasillo.
–Morin quiere. Yo también –contestó Ismael sin variar el tono.
Los dos hombres se quedaron callados, atentos a los ruidos que llegaban de la cocina: el chorro de agua repicando en el fondo de la pava, la pava sobre la hornalla, la fricción del fósforo en el borde de la caja, el zumbido del gas abierto.
–Estamos buscando –dijo Ismael mientras enrollaba la servilleta de tela hasta formar un tubito que se doblaba sobre sí mismo, como un fideo de plastilina naranja.
Morin andaba en otra cosa.
–Ya tuvimos bastante tiempo para nosotros, nos dimos todos los gustos. Bah, todos los que pudimos. Ya era hora de ponerse en campaña. ¿Y vos?
¿Y él? Nada. Nadie.
Desde el pasillo miró al amigo de su marido: tenía el físico de alguien que trabajó en el campo. Cuando le tocó el hombro para que volviera a sentarse, sintió su contextura; también sintió otras cosas. Como si hubiese tocado hielo seco, algo que enfría y arde a la vez. A primera vista parecía mucho más joven que Ismael. Sin canas, sin entradas, sin patas de gallo. Pero había algo en su forma de mirar, algo antiguo.
–Angela, te estoy hablando.
–Sí.
–¿Qué estás haciendo? –preguntó Ismael conteniendo la tentación–. Ella es así –se justificó con Morin.
Angela estaba parada en el pasillo que unía el living y la cocina, rígida como una estatua, la boca abierta y la vista hacia el techo. Como sumergida en un estado de trance o de revelación. Ismael tomaba esos momentos con humor. Pensaba que el problema era que se le ocurrían demasiadas cosas a la vez, y se atoraba. ¿Cuántos hombres están casados con una mujer que los divierte de verdad? Pocos. Menos de los que imaginamos. El era un privilegiado. Además estaba seguro de que iba a ser buena madre, aunque la familia pensara lo contrario.
–Hay que prestar atención a ciertas cosas –contestó Angela, peinándose el pelo con ambas manos y caminando hacia su silla–. Ah, escuchen esto: el otro día leí una historia increíble. Resulta que un hombre estuvo 40 años lavándose la cara en el bidé. Un día, viendo un programa de televisión, se dio cuenta de que llevaba 40 años equivocado y que nadie le había enseñado cómo usarlo.
Ismael volvió a tentarse. Morin también sonreía.
–No puede ser.
–El tipo declaró que si su esposa y sus cinco hijos nunca le dijeron nada, sabiendo lo que hacía, si lo dejaron meter la cara donde ellos habían puesto lo que ya saben, es que estaba completamente solo en el mundo.
–¿Y se fue de su casa? –preguntó Ismael, como para alargar el juego.
–Sí, se mudó a una pensión sin bidé, a reponerse como un animal herido.
Ismael explotó con una carcajada y corrió para el baño diciendo que se meaba. Morin agarró el vaso lleno hasta la mitad y de un trago se terminó el vino. Angela miró hacia donde había corrido su marido, inclinó el pecho sobre la mesa y habló con calma y un dejo de malicia.
–El también tarda en darse cuenta.
Morin se relamió el bigote de gotitas color borgoña y sonrió como un chico al que descubren acurrucado en su escondite.
–Supongo que viniste por algo.
Morin la miró con curiosidad. Mientras hablaba, Angela marcaba cruces de cementerio en el mantel.
–En el placard tenemos una caja donde guardamos los secretos más importantes de cada uno. Los escribimos en papelitos, los leemos en voz alta y los guardamos. Fue idea de Ismael; él dijo que así nuestro amor iba a ser más fuerte. Los secretos sabidos y bien guardados. Estoy segura de que tu nombre no está en la caja. Pero estás acá y no sé por qué. ¿Te debe algo?
Morin hizo rodar el cigarrillo sobre la mesa y lo atajó antes de que se cayera. Ella le apretó el dorso de la mano.
–Decime.
Morin empezó a negar con la cabeza, pero terminó mirando en dirección al baño. Ismael venía acomodándose la camisa dentro del pantalón.
–Por Dios, casi me muero.
La pava tembló en la hornalla, Angela se levantó de un salto y corrió a la cocina. Mientras colaba el café, acercó la nariz y respiró lentamente el aroma torrado. También podía ser un reencuentro entre viejos amigos, un ataque de nostalgia, nada más. Acomodó el juego de café en una bandeja con manijitas de bronce. Muchas cosas se vuelven lujosas con el paso del tiempo: eso había pasado con ese juego de porcelana marrón heredado de su abuela. Parecía una reliquia.
Angela volvió haciendo equilibrio con la bandeja.
Ismael tenía la silla alejada de la mesa, el cuerpo rígido, los ojos clavados en su viejo camarada. Como si acabara de enterarse de algo que todos sabían menos él.
Mientras Angela servía el café se escuchó un golpe fuerte en la parte baja de la puerta del departamento, parecía una patada hecha con la puntera de un zapato duro, una patada con envión. Los tres se miraron. Ismael se levantó de la silla en cámara lenta. De pronto la noche se hizo muy larga. ¿Hacía cuánto que estaban en la mesa?
–Voy a ver.
Cuando abrió la puerta, se encontró con el paisaje de todos los días: la luz automática encendida, el mosaico color jengibre, la alfombrita gastada del departamento de enfrente, el ruido del ascensor frenando y arrancando. Ismael cerró de un portazo y se quedó a esperar. El golpe volvió a repetirse. Puso el ojo en la mirilla y vio todo negro. Apoyó la oreja a la altura de la cerradura y oyó el jadeo, las uñas arañando el piso, el ladrido que retumbó en el pasillo.
Abrió la puerta y presionó el botón de la luz: a unos pasos, el ovejero alemán lo miraba con la lengua afuera y la panza inflándose y desinflándose como un fuelle. Parecía que había subido cincuenta pisos por escalera y no cinco. Ismael miró en dirección al living. Angela estaba parada con la cafetera en la mano, alelada, como si no pudiera creer lo rápido que se le había cumplido el deseo de tener una mascota.
El perro se coló por entre las piernas de Ismael y entró patinando en el parquet. Avanzaba como una tromba, cayéndose y levantándose, ladrando y gimiendo, mientras su cola plumereaba como loca. Esquivó las piernas de Angela como si fuera una silla que le interrumpía la corrida.
Morin estaba de pie para recibirlo. Ya lo estaba viendo, ya lo estaba sintiendo. Cómo se le tiraba encima, apoyando las dos patas en sus hombros para lamerle la cara con devoción. Los mismos lengüetazos desesperados que le dio aquel mediodía en la garita. Despidiéndose entonces, y ahora dándole la bienvenida.
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