VERANO12

Un libro para Gastón

 Por Mariano Quirós

Entre otras cosas, me dan pánico los accidentes de tránsito. Siento que son la manera –o al menos una de las maneras– más brutal y salvaje de hacerse daño, de matarse. Ese temor me ha servido durante mucho tiempo para justificar mi negación a manejar. Eso, y mi terrible miopía.

Sin embargo, en mi adolescencia hice intentos por aprender, pero mi inoperancia, mi dispersión, mi inutilidad en suma, me impidieron llevar a buen puerto el aprendizaje (y el auto de mi abuelo). Para no amargarme, me refugié en mis ídolos de entonces: Charly García, Calamaro, Fito y Eduardo Galeano, que por distintas razones se vanagloriaban de no saber manejar. Al menos en algo, me dije, yo era como ellos.

Aun así –y como a casi todo el mundo–, me gusta viajar, salir a la ruta. Suelo hacer de copiloto. Quienes manejan no saben, porque hasta ahora nunca lo había confesado, que sufro todo el trayecto, así sean cincuenta, cien, o mil kilómetros. A cada rato siento que estamos a punto de estrellarnos, a punto de volcar. No concibo que haya necesidad de ir tan rápido. Qué nos apura tanto.

Muchas veces, después de un accidente, escuché aquella estúpida frase: “Iba tan rápido que ni se enteró”. Mentira. Qué puta no te vas a enterar. Hay, tiene que haber, al menos, una micromilésima de segundo en que uno se da cuenta de que algo espantoso está por ocurrirle. Así justo en ese momento vayas durmiendo. La posibilidad de pasar a otra vida con esa sensación –o a lo que sea que haya después de esta vida, aun así no haya nada después de esta vida–, simplemente me aterra.

Hace poco más de un año, un gran amigo mío y su papá murieron en la ruta. Por supuesto, fue horrible. Todo lo que suponga una muerte así, incluido el posterior proceso velatorio, es horrible. Cansa y frustra. La muerte cansa y frustra.

Supongo que todo eso –a lo que agregué falsos dilemas literarios que me divierten– me sirvió al menos para escribir este cuento.

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