Miércoles, 4 de febrero de 2015 | Hoy
Por Samanta Schweblin
¿Cómo nace la idea de un cuento? Es algo que me encanta saber de mis autores preferidos, y es algo que me gustaría entender en mi propia escritura. Con el tiempo fui afinando algunas hipótesis y, de todos los cuentos, “Irman” fue el que me dio la pista más visible. Por lo general, lo primero que ocurre es que tengo un sentimiento o una sensación muy puntual. Algo que de verdad me molesta, o me duele, o me llena de furia: por ejemplo, hace unos años, de pie frente al mostrador de un locutorio, vi algo muy tonto que me partió el corazón. Dos empleados revisaban la cartera de un hombre, evidentemente olvidada. Hurgaban de mala manera, y sacaron un caramelo de menta hecho polvo, unos papelitos de notas arrugados y una medalla de plástico. Uno de ellos dijo que semejantes porquerías sólo podían pertenecer a un desgraciado, y el otro tiró la cartera al tacho de basura. Me dio culpa no haberme metido, me dio pena pensar que podrían ser los objetos más valiosos de un hombre al que ya no le quedaba nada, y me dio –también hay que decirlo– mucha curiosidad. La imagen de esas pertenencias profanadas me persiguió durante muchos días, pero todavía no encontraba ninguna excusa para sentarme a escribir.
Unos días más tarde Maxi me contó cómo le fue el fin de semana. Condujo con un amigo trescientos kilómetros hasta un remate rural, no consiguieron lo que buscaban y de regreso, muertos de sed, decidieron descansar un momento en un parador rutero. El sitio estaba completamente vacío. Llamaron, aplaudieron, y hasta se asomaron a la barra para ver si desde ahí veían a alguien. Entonces apareció un hombre muy petiso. Maxi y su amigo pidieron dos gaseosas, pero el hombre, en lugar de contestar, dijo: “Mi mujer se desmayó, y es muy gorda. No la puedo mover”. Pidió ayuda para sacarla de la cocina. Y yo enseguida me puse a escribir en silencio: en mi cabeza, la mujer que estaba en el piso ya estaba muerta, y el hombre petiso era un enano que, sin la asistencia de su mujer, ya no podría llegar a las alacenas altas de la cocina.
Cuando lean el final de “Irman” entenderán con más precisión la conexión entre estas dos historias, y quizá descubran también lo mismo que entendí yo escribiendo las últimas líneas. Que el argumento es anecdótico: sólo es un conductor de algo mucho más profundo y pesado. Un puente atractivo y bien iluminado que conecta al escritor con el lector. Exorciza al primero de algo amargo que ya no podía sacarse del cuerpo, y encanta al segundo con el descubrimiento de esa amargura que, compartida, se digiere de otra manera.
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