VERANO12

El limbo de los niños

 Por Virginia Feinmann

Vanina deslizó la mano por el acolchado de matelassé hasta sacarla de su propia cama, atravesó el frío del medio, tocó el acolchado de matelassé de la cama de su hermana y le tomó la mano, que hervía como la suya.

–Ya va a ir bajando la fiebre, señora –decía el doctor Levy mientras cerraba la puerta del dormitorio y se alejaba con la madre por el pasillo– es muy poco... Pero a Vanina y a Lucía les latían las sienes y el corazón les retumbaba con cada paso del médico sobre el parquet. Si no se agarraban de las manos, flotarían hasta el techo como los globos metalizados del circo y nadie iba a poder traerlas de vuelta.

–Mis reinas –Carmen entró rápido al cuarto y su voz sonó como agua. Les puso un pañuelito mojado sobre la frente a cada una, se sentó a los pies de la cama de Vanina, se secó los ojos con la punta del delantal– mis reinas...

–¿Qué? –Lucía apretó fuerte la mano de su hermana.

–No sé... que si les pasa algo...

Quedaron un rato en silencio. El velador con cara de payaso parecía latir también, y daba su resplandor amarillento con un pequeño zumbido.

–Si les pasa algo –Carmen retuvo el aire– ustedes están infieles. No tienen el bautismo ni la comunión. Si se mueren, Dios no lo permita, van a quedar para siempre en el limbo de los niños.

Sin soltarse, escucharon la explicación. El limbo de los niños no era el cielo ni el infierno. Era un lugar en el medio. Allí quedaban todos los niños fallecidos que no eran hijos de Dios. Los renegados, los bautizados en martes 13, los que comulgaron en pecado y en especial los fetos muertos. Flotaban, como algodones, sin brazos ni pies. Y al atardecer, desde el infierno, venían los demonios y los usaban para divertirse. Se los tiraban unos a otros como pelotas, les clavaban clavos oxidados o los colgaban boca abajo sobre piras hasta que se les incendiaban los cabellos. No había salida del limbo de los niños.

Carmen sopló los pañuelos para refrescarlos y volvió a ponérselos sobre la frente, apagó el velador de payaso y cerró la puerta con suavidad.

***

Amanecieron sin fiebre, pero estaban decididas. Fueron hasta el sillón donde la madre pasaba siempre su día. Los almohadones de terciopelo verde eran como una parte de su cuerpo, o como una gran pollera o una bata. Cuando la veían parada o vestida de colores sentían que le faltaba algo.

Estaba recostada con un libro en las manos, pero no lo miraba ni pasaba las hojas.

Por suerte el padre ya había salido para el estudio. Tenían miedo de que se opusiera porque era judío. Esa mezcla, el padre, la madre, el abuelo Abraham y la abuela Esther, el abuelo Américo y la abuela Francisca, era lo que las había dejado infieles y sin religión.

Vanina rascó con un dedo el terciopelo verde y dijo.

–Mamá, queremos ser católicas. Queremos tomar la comunión.

Ella enfocó la mirada, suspiró. Le apoyó el dorso de la mano en la frente a una y después a otra. Volvió a suspirar.

–¿Por qué? –preguntó–. ¿Por algo en especial?

Carmen lustraba copas de cristal y las acomodaba en el modular de madera. Dejó de lustrar por un segundo la que sostenía.

–Porque sí –contestó Vanina–, porque unas chicas del colegio ya la tomaron y nosotras también queremos.

–Bueno –la madre se restregó los ojos–. ¿Vos también? –a Lucía.

–Sí –dijo ella, de la mano de Vanina.

***

Primero había que pasar las vacaciones. Era Reyes, y recibieron exactamente lo que habían pedido. Vanina su álbum para coleccionar estampillas. Lucía, el bebé rubio de la propaganda.

Junto con el álbum venía un sobre de papel manteca que Vanina abrió con mucho cuidado. Iba a ser filatelista. Iba a preparar una parte del álbum por países y otra por temas, plantas, animales, reinas. Sacó las primeras estampillas del sobre con una pincita de punta dorada. Lucía daba vuelta el bebé y lo hacía llorar.

–A ver, chicas, que tenemos que hablar –dijo el padre y acercó una silla a la mesa donde trabajaba Vanina. La madre y Lucía se acercaron también.

–Daniel, por favor –la madre apoyó una mano sobre la mesa. El le arrimó otra silla y esperó a que se sentara.

–Papá se va a ir a vivir un tiempo a lo de la abuela Esther –les dijo él entonces–... un tiempo nomás, para probar...

Lucía miró a Vanina, miró al padre. Hizo llorar el bebé rubio. Después lo dejó caer al piso. El bebé hizo un ruido raro, como de radio mal sintonizada, hasta que se apagó.

–Mirá qué linda ésta, con la mariposa –el padre le alcanzó una estampilla negra y rosada a Vanina, pero ella no la agarró. Se movió un poco hasta apoyarse en la falda de la madre, que se cubría los ojos con una mano. Lucía se apoyó también. Desde ahí miraron al padre, que se paró y les dijo.

–Voy a venir a buscarlas todos los viernes.

***

El portero eléctrico sonaba cada vez más seguido y Vanina no lograba encajar su pie en la bota de goma amarilla. Tenía que ponérsela si quería salir a despedir a Carmen.

–Es mi hermano, señora, voy bajando –le dijo ella a la madre, y tomó las manos que le tendía desde el sillón.

–Gracias por todo, querida.

Vanina destrabó el talón y sintió el impacto de la bota contra la planta del pie, había entrado por fin. Bajaron a acompañarla.

Aunque el bolso de Carmen pesaba, Lucía insistió en llevarlo. Llovía a cántaros, y ya había un camión rojo en la esquina, con una lona verde empapada como techo, esperando.

–No te vayas –Lucía cerró sus puñitos sobre la tela de la blusa de Carmen. Ella la desprendió con cuidado. Corrió hasta el camión bajo la lluvia con sus dos bolsos. Alguien los agarró desde adentro. Volvió, llevó las tres bolsas que le quedaban y también las subió. Cuando volvió por última vez tenía la cara mojada y se reía, pero también parecía que lloraba. Se secó las mejillas con la mano y las abrazó.

–Mis reinas. Dice mi hermano que parecen ángeles con esos rizos rubios. Me voy tranquila, porque sé que van a tomar la comunión y Dios las va a proteger, ¿sí?

Corrió de nuevo, subió al camión, las saludó desde ahí. Vanina y Lucía se quedaron mirando cómo el camión avanzaba, daba la vuelta y se perdía por la avenida entre miles de gotitas.

***

La iglesia San Pablo Apóstol estaba llena de velas y no quedaba lugar en los bancos. Había una fila de nenas envueltas en seda, puntillas y cintas de raso blancas. Sus madres las alisaban, les inflaban las faldas o les ajustaban un moño del pelo. En la otra fila estaban ellas. Iban a bautizarse y tomar la comunión al mismo tiempo. El cura viejo recorría el pasillo, desde la puerta hasta el altar y desde el altar hasta la puerta. Tenía nariz como de pájaro y anteojos chiquitos. Alto, las manos en la espalda, y una sombra larga, larga, que abarcaba todo el pasillo y que él mismo iba pisando. De pronto las vio sobre un costado y las señaló con el dedo. Empezó a caminar hacia ellas.

–Ustedes son las que... ¿Dónde están sus padrinos?

Vanina corrió a buscar a la madre, que había pedido una silla porque el olor a incienso la mareaba y esperaba sentada en el patio.

–Mamá, hay que ir a buscar a Carmen a Misiones –le dijo agitada–, hay que tener padrinos –Lucía la había seguido y ahora le tomaba la mano.

La madre suspiró. La madrina –les explicó– era la abuela Francisca. Y el padrino el tío Hernán. Era mejor tener padrinos parientes y no empleados, ya que se trataba de algo para toda la vida. Y el tío Hernán las quería mucho.

–El tío Hernán no me gusta de padrino –dijo Vanina. Lucía le prestó mucha atención.

Después, cuando ya habían pasado al frente y les habían mojado el pelo, cuando ya les habían dado vino y un círculo blanco que se les pegó al paladar y volvieron y se sentaron en un banco de madera que parecía de piedra, Lucía le dijo a Vanina:

–A mí tampoco me gusta el tío Hernán.

***

“David entró en la casa de Dios, siendo Abiatar sumo sacerdote, y comió los panes de la proposición, de los cuales no es lícito comer sino a los sacerdotes y aun dio a los que con él estaban.” Vanina se había prometido memorizar tres renglones de la Biblia por día. Era viernes y el padre ya había tocado el portero para que bajaran. Ella se había puesto el vestido de corderoy azul y se había peinado el flequillo con secador. También se pellizcó las mejillas para tenerlas rosadas.

La madre estaba recostada en el sillón, sin leer el libro. Miraba la alfombra del piso.

–Están lindas –dijo pero siguió mirando la alfombra. Se acercaron para darle un beso–. Abran ustedes abajo, por favor –le dio a Vanina una llave grande de bronce y se volvió a recostar.

Fueron a la heladería Rímini. Pidieron cucurucho de chocolate con pasas de uva con baño de chocolate. Lucía se volcó la mitad sobre el vestido, pero el padre no se dio cuenta. Miraba mucho por la ventana y hacía bollitos con los papeles de la mesa. De pronto tiró todos los bollitos con un solo movimiento de la mano.

–¿Quieren ir al cine y al circo de Moscú?

Cuando salieron del circo era de noche y el padre las llevó al Palacio de la Papa Frita. No levantaba la carta ni elegía la comida. Volvía a mirar por la ventana y después su reloj. Vanina recordó que en las vacaciones comían Suprema Maryland, pero no se animaba a llamar al mozo.

–Perdón... –dijo una mujer alta y rubia de ojos muy pintados.

–¡Hola! Sentate, sentate –el padre se levantó para correrle la silla–. Chicas... ella es Silvia, una amiga de papá.

La mujer sacudió el pelo y salió un perfume dulce y fuerte mezclado con olor a cigarrillo. Tenía un lunar negro encima del labio. Les sonrió.

–Me moría por conocerlas.

***

Desde que el tío Hernán era el padrino se quedaba más seguido a dormir. Iba hasta el bargueño y le ponía hielo a un vaso ancho de borde dorado, después se servía whisky sacudiendo la botella con golpes secos.

Vanina sabía que todo era muy breve. Oía los hielos que se entrechocaban por el pasillo largo. El tío que abría la puerta y se recostaba por detrás. Su respiración en la nuca. Y de nuevo los hielos chocando por el pasillo hasta que se alejaba.

***

Los miércoles era el día de confesión. Las llevaban hasta la parroquia y tenían que contarle sus pecados al cura viejo. Los pecados eran la desobediencia a los mandamientos. Casi todo era pecado, pero ese día no encontraban nada para decir.

Vanina repasaba una lista. Creía que quizás había envidiado a la rubia de Zabala por lo bien que saltaba al elástico.

Lucía no sabía, hasta que recordó la pulsera de Silvia. Silvia misma se la había puesto en la muñeca cuando ella lloró en el cine. Después se olvidó de devolvérsela, y al llegar a la casa la escondió para que la madre no se sintiera mal. Entonces había robado.

–Y, sí.

–Pero cómo le digo al cura quién es Silvia... quizá le parece más pecado...

–Una amiga de... no... no sé.

Finalmente Lucía dijo que le había robado a una señora, sin dar detalles. El cura viejo la hizo arrodillar en el banco que parecía de piedra y la dejó rezando después de hora.

Vanina esperaba en la puerta de la iglesia junto con Raquel, la chica que había reemplazado a Carmen. Raquel era muy flaca, de pelo lacio largo y cara huesuda. Miraba para todas partes y se rascaba los codos. Se quería ir de ahí.

–¿Por qué tarda tanto? –le preguntó a Vanina, que salvaba hormigas caídas en un charco de agua.

–La dejaron rezando.

–Pendeja –Raquel chasqueó el piso con el taco de su bota puntiaguda.

***

Esa noche la madre se quedó dormida temprano. Raquel les hizo huevos fritos de cenar. Pidieron más y les dio, hasta que comieron cuatro huevos fritos cada una. Después Raquel prendió un cigarrillo y se lo puso a Lucía cerca de la cara.

–¿Querés probar?

Ella dudó.

–¿Querés hacer como yo? Mirá –sacudió su pelo largo para un costado, hizo un gesto de beso con la boca y pitó hondo su cigarrillo. Después tiró el humo para arriba y guiñó un ojo.

–No me va a salir –dijo Lucía.

–Sí, mirá, yo te enseño –le corrió el flequillo, le puso el cigarrillo en la boca y le dijo–: chupá.

La punta del cigarrillo se puso naranja brillante y empezó a crecer. Lucía estaba pálida. Raquel le indicó: ahora tragá. Tragó pero se ahogó, tosió, le lloraron los ojos y se fue corriendo al baño.

–¡Con la garganta no! –chilló Raquel–. ¡Como la comida no! ¡Es un pucho, no un pancho! ¡Qué pendeja! –y se rascaba los codos, se reía, se agarraba la panza y daba pataditas en el aire con sus botas de taco.

***

Cuando salieron del colegio, Vanina y Lucía se sentaron en el cordón de la vereda. Raquel siempre llegaba un poco tarde y ya sabían que tenían que esperarla.

Miraron un papel de caramelo que flotaba por el agua hacia la boca de tormenta. Los edificios muy altos, los chicos que se iban a la casa de la mano de sus padres. Las nubes que empezaban a ponerse oscuras.

Pasó un auto rápido, cerca del cordón. Lucía se asustó y se echó instintivamente hacia atrás. Volvió a toser. Le había quedado un poco de tos desde que tragó el humo como comida. Se reacomodó en el cordón. Miró los autos que seguían pasando.

–No me siento muy bien –le dijo a su hermana.

Ella le tomó la mano. Asintió suave con la cabeza. Después suspiró.

–Al menos no estamos en el limbo de los niños.

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