Miércoles, 10 de febrero de 2016 | Hoy
Por Juan Pablo Bertazza
Aun cuando se le haya sacado el jugo de manera indiscriminada, me parece muy atractivo y rico el vínculo entre las comidas y los relatos. Hay montones de películas (y también novelas, por supuesto) que sirven de ejemplo de esa gran combinación: La fiesta de Babette (el libro de Isak Dinesen llevado al cine por Gabriel Alex), La gran comilona, Soul Kitchen, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, Comer, beber, amar, entre muchas otras. Lo que me parece interesante es que cada una propone una especie de poética de lo que significa la comida, de lo que significa comer: hay historias bulímicas, historias repletas de gula, historias que se mantienen en ayuno.
Lo otro que tuve en cuenta al escribir este cuento que, a pesar de ser bastante viejo mantiene su título por lo menos inexacto, es invertir un poco el orden más usual y conocido de los discursos que encuentran todos los defectos y desgracias en la ciudad y en la naturaleza, por el contrario, todas las bondades y curas.
Me interesaba, de hecho, pensar en un paisaje (el cuento transcurre, creo, en algún lugar del sur argentino) donde la naturaleza fuera una amenaza y la ciudad –incluso, la gran ciudad– el único horizonte de salvación.
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