VERANO12

Robert L. Stevenson X MARCEL SCHWOB

 Por Marcel Schwob

Recuerdo claramente la especie de inquietud en la que me sumergió el primer libro que leí de Stevenson. Se trataba de La isla del tesoro. Lo había llevado conmigo para un largo viaje hacia el Midi. Mi lectura comenzó bajo la luz vacilante de una lámpara de ferrocarril. Los cristales del vagón se teñían del rojo de la aurora meridional cuando desperté del sueño de mi libro, como Jim Hawkins, con el gañido del loro: “Pieces of eight! Pieces of eigth!”. Tenía ante mis ojos a John Silver, “with a face as big as a ham - his eye a mere pinpoint in his big face, but gleaning as a crumb of glass”. Veía el rostro azul de Flint, estertoroso, ebrio de ron, en Savannah, en un día caluroso, la ventana abierta; el trocito redondo de papel, recortado de una Biblia, ennegrecido con ceniza, en la palma de Long John; la cara de color candela del hombre a quien le faltaban dos dedos, el mechón de cabellos amarillos flotando al viento del mar sobre el cráneo de Allardyce. Oí los dos jadeos de Silver clavando su cuchillo en la espalda de la primera víctima, y el canto vibrante de la hoja de Israël Hands clavando al palo el hombro del pequeño Jim; y el tintineo de las cadenas de los ahorcados sobre Execution Dock; y la voz delgada, alta, temblorosa, aérea y dulce elevándose entre los árboles de la isla para cantar lastimeramente: “Darby M’Graw! Darby M’Graw!”.

Entonces supe que había sentido el poder de un nuevo creador de literatura y que mi espíritu estaría obsesionado de ahora en adelante por imágenes de color desconocido y por sonidos nunca oídos. Y sin embargo este tesoro no era más atractivo que los cofres de oro del Capitán Kidd; conocía el cráneo clavado sobre el árbol en El escarabajo de oro; había visto a Blackbeard beber ron, como el Capitán Flint, en el relato de Oexmelin; reencontraba a Ben Gun, convertido en hombre salvaje, como Ayrton en la isla Tabor; me acordaba de la muerte de Falstaff, agonizando como el viejo pirata, y de las palabras de Mrs. Quickly:

A parted even just between twelve and one, e’en at the turning o’the tide; for after I saw him fimble with the sheets, and play with flowers, and smile upon his finger’s ends, I knew there was but one way; for his nose was as sharp as a pen and a babbled of green fields... “They say, he cried out of sack.” “Ay, that’a did.”

Había oído este mismo balanceo de los ahorcados ennegrecidos por el aire seco y caliente en la balada de François Villon; y el ataque de la casa solitaria, en la mitad de la noche, me recordaba el cuento popular “The Hand of Glory”. “Todo está dicho, desde que hace seis mil años que hay hombres, y que piensan.” Pero esto fue dicho con un nuevo acento. ¿Por qué y cuál era la esencia de este poder mágico? Eso es lo que me gustaría intentar mostrar en estas pocas páginas.

Se podría caracterizar la diferencia del antiguo régimen en literatura y de nuestros tiempos modernos por el movimiento inverso del estilo y de la ortografía. Nos parece que todos los escritores del siglo XV y del XVI empleaban una lengua admirable, cuando en verdad escribían las palabras cada cual a su manera, sin preocuparse de su forma. Hoy que las palabras son fijas y rígidas, con todas sus letras, correctas y pulidas, en su ortografía inmutable, como invitadas de gala, han perdido su individualismo de color. La gente se vestía con telas de diferentes colores: ahora las palabras, como la gente, se visten de negro. Ya no las distinguimos muy bien. Pero todas están perfectamente ortografiadas. Las lenguas, como los pueblos, llegan a una organización de la sociedad refinada de donde se han proscripto los abigarramientos indecentes. No es diferente de las historias ni de las novelas. La ortografía de nuestros cuentos es perfectamente regular; los elaboramos siguiendo unos modelos exactos.

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