Miércoles, 2 de febrero de 2011 | Hoy
Por Esther Cross
Escribí este cuento hace varios años, en una época en la que iba muy seguido de noche al centro. El taxi avanzaba por Libertador o Santa Fe. Las avenidas apuntaban directo al Kavanagh, y cada vez que lo veía era un flechazo. Había que acercarse a ese vértigo en potencia, a esa hora, para saber de qué hablo. La torre de hormigón se te venía de pronto encima y después no la veías porque ya estabas muy cerca. Si me bajaba del taxi, podía tocar las paredes (decían que eran gruesas como veinte paredes normales) pero esa cercanía te dejaba igual afuera: era como entrar en confianza con una caja fuerte. La calle, que de día era un infierno de gente, se había vaciado. Ahí estaban los fantasmas de Florida y sus restos, que se ven mejor de noche. El bar de toda la vida con su barra incandescente. La joyería italiana. El armazón de Harrods. Caminar por la peatonal era como bajar a la bodega de la infancia con una linterna. La memoria entraba en foco y podías ver la historia de ese mundo abandonado.
Empecé a poblar ese edificio de la única manera posible para mí: escribiéndolo. Un día escribí la historia de una pareja unida por el alcohol que vivía en un piso alto y enseguida hubo otros hombres y mujeres en pleno rodaje de su vida en otros pisos. Ahora, al llegar al centro, no sólo me acercaba con el taxi a mi edificio preferido, también me aproximaba a la matriz del rascacielos que estaba escribiendo. “En la escritura, al igual que en el mar, tuve que aguardar a que llegase mi oportunidad”, leí, esos días, en la Crónica Personal de Conrad. Era ver la proa del Kavanagh en vivo y en directo, o imaginarla más tarde, de madrugada, en la pantalla, cuando me sentaba a escribir, para entender a qué se refería. Una mezcla de premonición y chance, de avance y suerte.
Me acuerdo exactamente del momento en que se me ocurrió la historia. Estaba en un restaurante, hablando sobre Conrad –no me pregunten por qué, eran cosas que pasaban–, sobre el hecho de que siendo polaco escribiera en inglés –era un comentario poco original pero igual interesante–, y de pronto la historia íntegra de este traductor un poco melancólico se instaló en mi cabeza como un descubrimiento. No me gusta contar lo que voy a escribir porque lo agoto antes de estrenarlo pero las cosas que se imponen tienden a comunicarse. Por eso mentí y dije: “Estoy escribiendo un cuento que se llama ‘El traductor de Conrad’, cuenta la historia de un príncipe polaco venido a menos que se dedica a traducir a Conrad del inglés al polaco.”
Después escribí el cuento porque no me gusta mentir aunque no había mentido estrictamente, sólo había forzado un poco los tiempos. De alguna manera el cuento ya estaba en el aire. En la bodega de la infancia, donde la imaginación cree que recuerda, los personajes posibles salían como frenéticos insectos de la oscuridad por culpa de la luz, y el príncipe polaco en el exilio era uno de ellos. La historia es un poco triste pero me hizo feliz escribirla; es lo mejor que puedo decir de ella. Es difícil describir el origen de un cuento sin inventar otro. Lo que pasa es que “a lo mejor, la vida es sólo eso: un sueño y un miedo”, como dijo el mismo Conrad, en una frase que ya ha sido traducida a todos los idiomas.
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