Martes, 14 de enero de 2014 | Hoy
Cuando le conté que iba a estudiar Letras, un amigo que estaba por terminar la carrera me dijo que antes de empezarla tuviera escritos, por lo menos, diez cuentos buenos. Porque todo ingresante deja, al menos por un tiempo, de escribir. Algo de razón tenía: la cuestión se planteaba en varios sentidos a lo largo de esos años que nunca son cinco: en las clases de teoría literaria, en los debates de los centros de estudiantes, en las charlas en el patio. Recuerdo a varios profesores tomar posición: algunos decían que los textos de teoría literaria otorgaban un placer distinto pero tan gratificante como el de la literatura, otros, por el contrario, decían inspirar su ficción con la lectura de Barthes, Foucault o Derrida.
A mí me pasó esto último una única vez. En una visita a la casa de mis viejos, me puse a leer la Poética del espacio, de Bachelard, mientras un ovejero con el que había convivido en la adolescencia se me acercó como si nunca me hubiera ido. Dejé el libro para mirarlo, y me acordé de mi infancia con perros. Entonces se me ocurrió contar la desintegración de una familia a través de la historia de sus perros, o más precisamente, a partir de lo que sucedía exclusivamente en los paseos con esos perros. Aunque no abundan las referencias concretas, el cuento está localizado en la década del ’90.
Tal vez esa sensación tan recurrente de derrota antes de empezar el partido que padecen, en general, los nuevos (o ya no tanto) narradores, tenga que ver con cierta desidia para elegir qué contar. Quizá, precisamente, por haber leído tanto posestructuralista y la muerte del autor y el todo está dicho. Uno de los temas que para mí vale la pena son los años noventa. Los escritores de otras generaciones lo trabajaron y mucho, pero desde otra dimensión: el cambio tecnológico que significaron los contestadores automáticos, la resaca de los maravillosos y, a la vez, graves años ochenta, la pérdida de la conciencia política. Sin embargo, los que nacimos en democracia tenemos otra conexión con los noventa. Quizá no cambien las conclusiones pero sí, y mucho, la manera de abordarlo, y eso solo implica una resignificación. Ese gran lujo que era vulgaridad coincidió, en nuestro caso, con nuestro propio menemismo existencial, con la edad mítica de la infancia. Lo mismo sucede con el Mundial de Italia ’90: mientras para los escritores de cuarenta años o más se trató de un torneo mediocre, con un promedio bajísimo de gol, y realmente patético comparado con México ’86, para nosotros fue un mundial inolvidable: la mejor canción (Eduardo Sacheri lo advirtió en su relato “Un verano italiano”), la alegría brasileña de los leones de Camerún, los penales milagrosos de un desconocido Goycochea, la energía eólica de Caniggia y sus goles agónicos ante Italia y Brasil, los épicos insultos de Maradona con camiseta alternativa escudándose de los misiles nucleares lanzados desde el poder y el abuso de localía.
Todo eso que Menem no hizo y que, en definitiva, también forma parte de los años noventa.
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