VERANO12 › MARIA MORENO

Alcides Zubarán

Mi abuela golpeó a la puerta. Nada. Mi abuela golpeó de nuevo mientras sacudía la bolsa de las compras. Yo vegetaba sobre el último peldaño de la escalera. Hacía pasar de un carrillo a otro aquella masa rosada llamada fruna. Mi abuela miró hacia abajo frunciendo el entrecejo. Dos hombres esperaban. Eran policías, pero lo supe mucho después. Aún hoy me pregunto por qué me dejó asistir a toda la escena, si no se dio cuenta de que era peligroso: no era probable que me estuviera dando una lección. Tal vez, pienso ahora, la angustia la hizo olvidarse de mí. O carecía de una idea de infancia protegida de la visión de la desgracia. La luz que se colaba por la banderola del departamento cinco se apagó. Nos quedamos totalmente a oscuras porque yo no había encendido el automático. Pregunté si ya eran las siete y busqué con la mirada el banquito rojo que me permitía alcanzar la caja de la luz, pero mi abuela no lo había traído. Ella se encogió de hombros. Iba a buscar un martillo para golpear con él la puerta cerrada, dijo en voz alta. La violencia de su voz me sorprendió un poco. Algunos vecinos se asomaron desde la planta baja al hueco de la escalera. Miraban a mi abuela, que desde el segundo piso miraba la banderola del departamento cinco. Detrás de la puerta cerrada se escuchó el crujido de la cama, luego el ruido del depósito del inodoro. Los dos hombres que esperaban en el zaguán le ordenaron a la gente que volviera a sus departamentos. Luego subieron de dos en dos la escalera: mi abuela los había llamado con un gesto de la mano. No recuerdo que hasta ese momento algo tuviera sentido para mí. En el cinco vivía Alcides Zubarán, el nombre más largo en los sobres de la correspondencia que yo entregaba, piso por piso, todos los días. No pensaba que era malo, que la policía vendría a buscarlo. Que de los dos lados habría armas. Me puse delante de mi abuela apretándome con las dos manos a su batón estampado. A lo mejor tenía miedo y no me acuerdo. Mi abuela señalaba y explicaba primero la luz, luego la oscuridad en el marco de la banderola. Los dos hombres no la escuchaban. Uno de ellos buscó en el interior de su impermeable. El otro hablaba a gritos para el que estaba adentro. Gritaba y con el codo empezaba a calcular el peso, la resistencia de la puerta cerrada. En ese momento, creo, fue que me asusté, pero la tranquilidad de mi abuela debió tranquilizarme. Era como cuando temía la forma de una mancha de humedad y ella o mi madre me la “explicaban”. Mi abuela señaló una ranura de luz que se deslizaba a la altura del zócalo. Se abrió la puerta. Alcides Zubarán estaba vestido como para salir pero tenía la corbata floja y los ojos inyectados en sangre. Se había puesto violáceo a fuerza de apretar la mandíbula alrededor de su cigarrillo apagado. El músculo iba y venía por su sien y él, con el cuerpo, impedía el acceso al cuarto. Miró sin ver a mi abuela y dijo ¡adelante! Se hacía el chistoso porque los dos hombres lo habían empujado para entrar. El miraba las manos de mi abuela sobre la correa de la bolsa. Su expresión no decía nada o, mejor dicho, decía que no la juzgaba: en su comunidad de pobres, los valores se rendían ante cualquier chapa, de nada valían a una ex sirvienta los encocores de portería. Mi abuela, como todos los días, depositó sobre la mesa un pan flauta y 100 gramos de salame. Los hombres dieron vuelta el cochón y descubrieron en el elástico de la cama un polvo blancuzco que guardaron en una cajita de metal. Alcides Zubarán se rió tapándose la boca.

–Es cucarachicida –dijo. Debajo de la cama asomaba una escupidera cubierta con una revista de fotonovelas. Se sentó en la silla de mimbre pintada de verde en donde el sargento Vera –su compañero de pieza– armaba cigarrillos mientras él preparaba la comida: fideos o polenta sin salsa. Los dos hombres sacaron del ropero una gorra, una cartuchera con la pistola y la cachiporra con que el sargento Vera golpeaba el pasamanos cuando volvía borracho.

–Nena ¿por qué no te vas a tu casa? –dijo uno de los hombres. A mi abuela pareció molestarle que me diera órdenes en lugar de ella. Yo era su territorio y ella, en él, la única ley. Mi abuela dijo que saliera y salí pero antes presté atención: creí que Alcides Zubarán alargaba las manos para ser golpeado con una regla sobre las uñas que solía lustrar delante de mí con esmalte transparente, pero le pusieron las esposas. Ahí sí, sentí el miedo en el sudor de las manos y la debilidad en las piernas.

Atravesé de un salto el umbral oscuro y bajé las escaleras. El corredor estaba desierto. Un vecino escuchó mis pasos y salió de su departamento para preguntar por qué no habíamos prendido el automático. Me senté ante la mesa de la cocina y esperé a mi abuela con la cabeza entre las manos. ¿En qué pensaba? Cuando entró yo estaba en babia.

Un, dos, tres, cuatro. Los granos que mi abuela hacía saltar en el interior de una ensaladera luego de sacarlos de sus vainas me recordaban el ruido de las goteras. El diario estaba abierto sobre la mesa. Mi abuela solía cortar los diarios en el doblez de los pliegues y alisarlos para poner en el baño. Pero con éste no lo hacía. Plegarlo y cortarlo para ponerlo junto a los otros pareció entristecerla. Entonces fingió necesitarlo para envolver las vainas vacías. Se decidió. Su alianza de oro, gruesa como la argolla de una cortina, brillaba sobre las vainas y se cubría de un jugo verdoso que se desprendía para caer sobre el diario. Yo protestaba. El jugo verdosos cayó sobre el rostro joven de Alcides Zubarán, manchó su traje de alpaca gris que yo conocía, manchó también la noticia de su deshonra. Mi abuela me decía “el pelo largo envejece. De qué sirve el pelo largo cuando se tiene más de treinta años: habría un sueldo más en la casa si no se lo trenzara dos veces al día”. Yo no sabía de quién hablaba pero me parecía injusta, porque ella no recordaba su propia trenza que le llegaba a las nalgas y que ahora había aprendido a ocultar bajo un turbante en forma de rosca de reyes.

Cuando bajaba, cuando lo veía aparecer por el cono de luz que yo le hacía llegar hasta su piso, cuando apoyaba su mano blanca en el pasamanos de la escalera y hacía brillar todavía en la semipenumbra su anillo de sello rojo, yo sufría por el escalón carcomido que se adelantaba al umbral de la puerta y que todos saltaban indignamente. Alcides Zubarán pedía poco. Pedía que al salir él de su departamento en el segundo piso, que carecía de iluminación, yo encendiera el automático de la planta baja, para que pudiera ver, luego de “hacer de memoria” la primera parte del recorrido a lo largo de las puerta del 3 y del 4 y el hueco de las escaleras.

El cerraba con doble llave su puerta mientras imitaba con la boca el sonido de una flauta. Entonces yo arrastraba hasta la caja de electricidad el banco rojo de mi abuela y bajaba la palanca, primero la roja de la planta baja, luego la blanca que funcionaba al azar, correspondiente al primer piso. Veía a veces una mano manicurada y sin vello adornada por el anillo con una piedra roja que llevaba inscripto en su interior un nombre masculino que no era el suyo. Veía la punta de unos zapatos de dos colores, con las punteras agujereadas como un colador, decorados con dientes de perro y cuyas suelas mostraban su color natural entre el taco y la delantera porque su dueño tenía treinta pares de zapatos. Veía también una gabardina azul en verano, una alpaca gris en invierno y unos tiradores que yo había visto antes, cuando Alcides Zubarán consentía en que le alcanzara el diario. Por capricho combinaba camisas oscuras con corbatas bordadas que hacían reír a los vecinos cuando lo miraban pasar, aunque no lloviera, apoyado en un paraguas negro de mango de caña, mientras eludía cuidadosamente las raíces que rompían el embaldosado de la cuadra.

Alcides Zubarán, me parecía, tenía ojos de poeta. Yo me quedaba a mirarlo salir pero antes le hacía un homenaje: subía a la baranda de la escalera por el lado de afuera que apenas dejaba sitio para un pie colocado detrás del otro, hasta llegar a la cornisa que sobresalía sobre la instalación de gas. Alargaba las manos hasta la pared de enfrente y, luego de colocar una de mis piernas en la cornisa vecina, soltaba las manos para imitar la compleja actitud de una bailarina acróbata. Alcides Zubarán tenía la delicadeza de dar la vuelta, en vez de salir directamente a la calle, para acercarse a la puerta de nuestro departamento, fingir haber venido de allí y verse obligado para abandonar el edificio –a pasar bajo ese puente de penoso equilibrio–, yo unía bajo mi entrepierna los bordes de mi pollera cuando él pasaba.

Mi pasión por Alcides Zubarán no era secreta. –Basta –me gritaba mi abuela cuando yo quería hacer mandados en el segundo piso. Si llevaba el diario decía que tenía que volver porque me había olvidado de cobrarlo. Volvía porque Alcides Zubarán pedía el vuelto. Volvía porque tenía que decirle que iba a estar ausente por dos días porque mis padres me llevaban de vacaciones. Una vez me había confiado “El sargento Vera se prueba mis trajes cuando yo duermo, se prueba mis corbatas, mis zapatos, mis alfileres caros y de imitación. Yo me pruebo su uniforme. Sé de que me disfrazo pero él no sabe”. Porque se lo pedí me mostró sus corbatas: una, a la que decía “importada” con una sirena en relieve, otra decorada con hipocampos de tela brillante, otra cuyo color cambiaba según el punto de vista. También me mostró un burro que largaba por el culo cigarrillos encendidos, hecho que me persuadió de no pisar durante algunos días su departamento.

Las arvejas caían en la ensaladera para que sus vainas ensuciaran el rostro del ausente. ¿Cómo sabía que había un paquete oculto en el ropero, un paquete a mi nombre? Fingía desmayarme, me arrancaba mechones de pelo, trataba de caer al piso con violencia para abrirme las rodillas. Las arvejas seguían cayendo en el interior de la ensaladera mientras mi abuela me amenazaba con levantarse y darme una paliza. Escondida en el baño, agarré una hojita de afeitar y me corté los pómulos y la frente. Me senté después frente a la silla de mi abuela que, impasible, se puso a contar las arvejas. Luego se levantó lentamente. Trajo el paquete. Lo abrí; adentro había una bolsa de hilo trenzado con argollas forradas en rosa y blanco. Preso, Alcides Zubarán había aprendido a tejer.

A los quince años he derrapado en el colegio. La figura del surmenage justificaba mi sueño prolongado, mi mugre, la lecturas variadas, nunca completas, y la pose agresiva pero débil que se satisfacía con un encogimiento de hombros y la repetición con aire extraviado de un “te odio” que no impresionaba a mi madre. En una casa atea y conventillera no se cultivan modales y la falta de respeto es un mal menor, puesto que he dejado el colegio y pinto con tinta china unos retratos de pordioseros que copio de la revista Life. Las figuras tienen los ojos de bambi de los modelos de Carlos Alonso, el cuerpo cabezón y los miembros rígidos, ya que desconozco el cuerpo humano y mi trazo no tiene gracia ni destreza en esa línea negra con que lo envuelvo todo para diferenciar planos monocordes y borroneados y que engroso caprichosamente o afino sin seguridad; en esa línea está mi impericia de tímida que aspira al arte de denuncia y no copia del natural por su incapacidad para conseguir modelos vivos, quienes no se atreverían a atravesar la puerta de una doctora en Química y, de acceder a posar, pedirían plata. Sin embargo me exhibo yendo a dibujar al bar de la esquina en donde tomo ginebra a escondidas porque el dueño ha bebido durante toda su infancia –su padre era viñatero y pensaba que la fuerza, la alegría y el sueño fácil no debía negarse a los niños: la gradación debía equilibrarse con el tamaño del vaso y el agua–. El me servía ginebra en un vaso diminuto, lleno hasta la mitad, nunca dos veces y sin agregar agua, como lo hacía su padre en el vino de su infancia que, originalmente rojo y grueso, se volvía rosado bajo el chorro de soda y lo sumergía en la siesta sin que él llegara a pasar del banco a la cama. Yo tomaba a fondo blanco con repugnancia pero ya disfrutando del fuego áspero en la garganta y de una calma embotada, agradable. Entonces no me emborrachaba sino que tomaba coraje para aceptar la compañía de los otros: comerciantes judíos que venían a hacer un alto en sus tareas de sastres y zapateros, viudos dispuestos a llegar hasta el final del olvido y había que arrear de las mesas cuando ya se habían bajado las cortinas, calaveras sin plata para viajar al centro. Ellos sabían que estaba matando a mi madre porque había dejado el colegio y no me dignaba a trabajar. Su oscuro resentimiento a la mujer con título les hacía sentir pena por mí. Les gustaban mis dibujos porque eran tristes y cosmopolitas –chinos mutilados y cubiertos de harapos, negros que lloraban abrazados unas lágrimas gruesas como de glicerina, viejos dormidos junto a perros esqueléticos en cuyos cuerpos frotaba mis crayones hasta romper el papel y lograr el efecto pústula–, rasgos que todos ellos asociaban al arte.

Un día entra al bar un viejo bien vestido. Los saluda, ellos retroceden pero poco a poco se van interesando en lo que dice con grandes ademanes ya entonados por tragos anteriores al que le alcanzan de ginebra Llave. Conozco a Alcides Zubarán pero le tengo miedo. La edad ha creado un tabú entre nosotros. Cuando me recuerda que le hacía el “puente de bailarina”, para que él pasara debajo, me sonrojo. Me habla como hace seis años, imita el sonido que hacía con la boca desde su piso para que yo encendiera el automático. Y me invita un vaso de ginebra luego de echar una mirada a mi cuerpo, al pulóver que no me marca nada porque no hay nada que marcar. Bebo la ginebra despacio y me doy cuenta de que comienzo a resistir. Alcides Zubarán dice que mi abuela lo mandó en cana y todos se ríen porque es tal cual, no una metáfora. No dicen metáfora sino “el refrán”. Yo también estoy equivocada porque considero “mandar en cana” un refrán, salvo cuando mi abuela mandó a dos de la Federal al departamento cinco. Alcides Zubarán bebe una ginebra tras otra y cuenta historias en voz baja y los hombres acodados en el mostrador se ríen, silban o dicen qué barbaridad, qué bestias. De pronto Alcides Zubarán se da vuelta, me señala con el dedo y dice “no placé”. Me sobresalto. No comprendo la injuria pero veo en su mirada vidriosa un odio desconocido pero también la impotencia de quien ha vuelto al cuarto del que se lo sacó esposado y ahora está hecho una ruina pero todavía tiene una bombita central, una cama turca y estufa de querosene. Desconozco los términos del turf, su código plebeyo, pero el “no” pronunciado con malicia le prohíbe a mi cuerpo la deseada belleza, de lo que sea estoy fuera. Ahora la ginebra me protege y explica mi llanto que me limpio con el brazo y firmo con ampulosidad mi dibujo esperando que Alcides, que se ha quedado sin plata y el patrón no le fía, salga para mi casa, que ahora es otra vez la suya. Yo me quedo un rato más. El patrón comprende oscuramente que mi llanto no es por la ginebra y no sé por qué piadosos permisos me da otro vaso lleno al que agrega hielo. En la pasarela de alcohol está esta figura, la de Alcides Zubarán, la única bien trajeada, triste como las otras, pero no amiga, la única que tuvo una pasarela real, de manera que su desfile consistiera en descender mientras yo no hacía otra cosa que iluminarla.

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