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“La última jugada”, dos pícaros sinvergüenzas según Paul Auster
Trece años después de su estreno, se edita la adaptación de un cuento del famoso escritor neoyorquino. Dirigida por Philip Haas, es una historia moral y metafísica, pero siempre ambigua.
Por Horacio Bernades
Reciente visitante de la Argentina, a donde llegó para dictar un seminario sobre cine y literatura, Paul Auster es –además de uno de los pocos escritores contemporáneos cuya fama logró trascender más allá de los círculos de entendidos– dueño de una producción constante y caudalosa. Sin embargo, hasta ahora su relación con el cine ha pasado más por la condición de co-creador de ciertas películas de culto (Smoke y Blue in the Face, ambas de mediados de los ‘90) y por un debut en la realización que no fue recibido precisamente con aplausos (Lulu on the Bridge, 1998; aquí editada directamente en video). De su voluminosa producción novelística, que incluye clásicos contemporáneos como La trilogía de Nueva York, La invención de la soledad y El palacio de la luna, sólo uno de sus títulos fue adaptado hasta el momento para el cine. Se trata de La música del azar, filmada poco después de su publicación en 1990, con guión vigilado de cerca por el propio Auster y jamás estrenada en cines en la Argentina. Apenas había podido vérsela en la televisión de cable y de modo bastante furtivo. De manera sorpresiva, el sello Primer Plano Video acaba de editarla con el título de La última jugada.
Con un elenco sumamente atractivo, La última jugada (The Music of Chance, en el original) es la opera prima de Philip Haas, especialista en adaptaciones literarias que más tarde haría lo propio con la novela de A.S. Byatt, Angeles e insectos; y con Up at the Villa, de Somerset Maugham, conocida aquí sólo en video. Fiel al original más allá de ajustes, traslaciones y condensaciones, La última jugada es un cuento entre moral y metafísico cuya moral y metafísica flotan, por suerte, en la mayor ambigüedad. Ex bombero, padre abandónico y ligeramente culposo, después de divorciarse de su mujer y dejar a su hija en casa de unos parientes, Jim Nashe (Mandy Patinkin) se dedicó a vagar durante un año a bordo de su BMW. “La velocidad era esencial, la felicidad de sentarse en el asiento y lanzarse hacia adelante, a través del espacio”, dice la novela que en castellano publicó Anagrama. “Mientras manejaba, no llevaba ningún lastre, ni la partícula más pequeña de su vida anterior venía a estorbarlo. No quiere decir que sus memorias no estuvieran vivas en él, pero ya no parecían traer nada de la vieja angustia.”
Escrito por el realizador junto con su esposa Belinda Haas, el guión de La última jugada toma a Nashe en el momento de su encuentro con Jack Pozzi, fullero profesional que sangra al costado del camino, producto de un desafortunado encuentro con unos tipos pesados. Desaliñado, con el pelo lloviéndole sobre la frente, bigote y barbita estilo D’Artagnan, James Spader se sale de sus habituales papeles de buen chico reprimido, interpretando a este pícaro italoamericano. Para salir de perdedor, Pozzi necesitaría 10 mil dólares. Con eso podría aceptar la invitación al poker que le hicieron dos ricachones, a los que inevitablemente tiene que esquilmar. Sin nada que perder, Nashe se ofrece a ser su socio capitalista, y allá viajan los dos hasta Pennsylvania, donde sientan sus reales los excéntricos Bill Flower y Willie Stone, que se hicieron desaforadamente ricos al ganar la lotería. Ambos vestidos de un blanco entre impecable e inquietante, Flower y Stone son, según Pozzi, “El Gordo y El Flaco del poker”.
Lejos de ello, la sonrisa torcida de Flower (el genial Charles Durning, cuyo vientre siempre parece a punto de estallar) y los ojitos penetrantes de Stone (el reaparecido Joel Grey, inolvidable maestro de ceremonias de Cabaret) hacen sospechar que se trata de un par de demonios de la perversidad. Cuando deban cobrarse una deuda lo demostrarán, obligando a Nashe y Pozzi a pagar con un trabajo no sólo ciclópeo e inútil sino progresivamente kafkiano y pesadillesco: la construcción de una muralla, monumento que uno de ellos concibe como definitivo homenaje a sí mismo. De allí en más, lo que parecía una historia de pícaros entre El golpe y Casade juegos toma un desvío metafísico, con los dos socios cargando piedras como Sísifos, y Nashe aceptando el trabajo con la aquiescencia con que el pecador recibe la punición. Cíclica como toda pesadilla y con la aparición del propio Auster cerrando el círculo, La última jugada logra transmitir un malestar difuso e impreciso, como esos malos sueños cuyo sentido y progresión se nos escapan, sospechosamente luminosos en medio de la noche.