VIDEOS › EL PRECIO DE LA VERDAD, UN EJERCICIO SOBRE LA ETICA PERIODISTICA
El reportero que no permitía que la realidad le arruinara una nota
Basado en un caso real, el film de Billy Ray radiografía el mundo de los medios, indagando en los límites entre periodismo y ficción.
Por Horacio Bernades
En los últimos años, varios casos de graves violaciones a la ética periodística pusieron en aprietos a varios de los más importantes medios estadounidenses, no quedando fuera de ello ni el señero The New York Times. En todos los casos se comprobó que periodistas del staff habían falseado datos, cuando no lisa y llanamente inventado sucesos, nombres o fechas. Más allá de permitir reflexiones serio-cómicas sobre los límites entre periodismo y ficción (y de echar un grueso manto de sospecha sobre esa institución del periodismo estadounidense que es el chequeo de datos), la súbita epidemia fabuladora registrada entre los reporters obligó a esos medios a publicar disculpas y justificaciones públicas. Eso, luego de haberlos echado de una patada en el traste.
The Fabulist se llamó justamente el libro en el que –ni lerdo ni perezoso– uno de ellos contó su saga de crímenes periodísticos. Se trata de Stephen Glass, redactor estrella de la prestigiosísima revista The New Republic, que hacia fines de la década pasada terminó confesando haber inventado la mayor parte de las notas publicadas, a lo largo de más o menos un lustro. Con el título de Sha- ttered Glass (ingenioso juego de palabras entre el apellido del joven genio y la expresión “vidrio roto”) y producida por la compañía de Tom Cruise, el año pasado se estrenó en Estados Unidos una película que reconstruye el apogeo y caída del muchacho. Ahora, el sello LK-Tel la edita en video, rebautizada como El precio de la verdad.
“No estaremos entre los medios de mayor tirada, pero somos la revista de cabecera en el Air Force One”, se consuela, en una escena, uno de los redactores de The New Republic, medio tradicional de la más alta alcurnia estadounidense. “Bajo la actual administración, podría asegurarse que la revista más leída en el avión presidencial dejó de ser The New Republic, para convertirse en Sports Illustrated”, ironizó recientemente un cáustico observador. Sin embargo, en 1998, cuando el affaire Glass salió a la luz, todavía se leía TNR en esa nave: George W. Bush no había llegado al sillón presidencial.
Según lo muestra El precio de la verdad, las reuniones de sumario de TNR se paraban cada vez que el baby face Stephen Glass (25 años, semisonrisa seductora, anteojitos y camisa Oxford) proponía su nueva nota. Esta podía ser tanto sobre fiestas de alcohol, drogas y prostitutas entre jóvenes republicanos, como sobre su propia experiencia haciendo de falso santón radial. A algunos de sus compañeros de redacción (entre ellos Chloë Sevigny, la rubiecita de Kids y Los últimos días del disco), Stephen les parece un chico brillante, capaz de vestir con altas dosis de color una publicación tan, tan pero tan seria, que no se permite ilustrar sus páginas con alguna que otra foto. A otros, en cambio, el lucimiento del muchacho (y sus colaboraciones con otras veneradas revistas, como Rolling Stone, George o Harper’s Bazaar) los pone verdes de envidia.
Este último es el caso de Chuck Lane (el ascendente Peter Sarsgaard, que siempre da la sensación de que está por ponerse a llorar), un tipo tan sobrio y contenido como el medio en el que escribe. Un día, alguien duda de cierto dato y el jefe de redacción (Hank Azaria) se ve obligado a chequearlo. Con su mejor sonrisa de buen chico, Stephen reconoce un pequeño desliz y su superior lo cubre. Pero poco más tarde asume un nuevo jefe de redacción, que resulta no ser otro que aquel que miraba torcido a Glass. Bastará que a éste se le vaya la mano con sus licencias poéticas para que el círculo de la sospecha, de la ignominia finalmente, comience a cerrarse sobre él. Casi de modo periodístico (lo cual, a la larga, es indiscutible), El precio de la verdad se limita a reproducir los hechos, cambiándolos lo menos posible y sin pretender tampoco trascenderlos ni complejizarlos demasiado.
Hay, sin embargo, algo perturbador en la película dirigida por el debutante Billy Ray (que también participó del guión, basado, como no podía ser menos, en una nota periodística). Es el hecho de que todos sus compañeros de redacción amen al bueno de Stephen. Según se sugiere, esto es consecuencia directa de su eficacia como fino manipulador, condición que el rubio Hayden Christensen transmite de modo inmejorable. Christensen no es otro que el Anakin Skywalker de Star Wars Episodio II: El ataque de los clones. Con lo cual, el carácter ladrilláceo que muchos le atribuyeron allí queda desmentido. Convendría tener en cuenta, al respecto, que a la hora de dirigir actores George Lucas nunca fue Ingmar Bergman, precisamente.