PLáSTICA › REEDICION FACSIMILAR DE LOS TEXTOS DE UN CRITICO OLVIDADO

¿Debería quemarse el Louvre?

En una reciente edición facsimilar del inhallable libro Críticas extemporáneas, publicado originalmente en 1921, se rescata del olvido al notable crítico de arte Julio Rinaldini que vivió entre 1890 y 1968.

Por Julio Rinaldini *

L’Esprit Nouveau ha abierto una encuesta a propósito de si debe quemarse el Louvre. La iniciativa, además de su posible éxito editorial, responde a una preocupación ordinaria de los que se atribuyen el patrimonio del nuevo espíritu. Según ellos, el pasado estorba el libre desarrollo del porvenir, la germinación de lo nuevo.
Pero ¿si ese pasado subsiste a pesar que pasado, no es por lo que tiene de presente y de porvenir, no es por lo que hay de perennemente nuevo en su viejo organismo? El tiempo no destruye obras, sino que su vida se consume en el tiempo. Puerilidad es creer que nosotros podemos decidir que una de esas vidas ha terminado, que nuestro gesto puede detenerla en su libre curso. ¿Debe quemarse el Louvre? Sí, quememos el Louvre; pero, ¿habremos destruido el inmenso legado espiritual que encierra, habremos suprimido el pasado, su “perniciosa” influencia, ya que de eso se trata? No, y la inofensiva pregunta de la flamante revista parisiense no puede haber alterado el sueño de ningún ánimo sereno.
Se destruye lo que no vale el trabajo de ser destruido, lo caduco. Lo demás, las obras dignas de tal nombre, que llevan en sí un germen multiplicable de vida, se suplantan, se sobrepasan, no se destruyen. Si la suerte de las obras del espíritu es variable hasta el infinito, su vida, en cambio, está fijada de antemano, sólo que esto escapa a nuestra percepción. La confusión de estos dos términos puede explicarnos las preocupación incendiaria de los nuevos espíritus.
Quemar el Louvre sería un arrebato inútil. De mil hombres que han sufrido la influencia de un espíritu, diez apenas, conocen su obra y basta el testimonio eventual de un hecho histórico para que ese hecho influya en infinitas generaciones. También las obras de arte son hechos establecidos y en lo que se refiere a su influencia, como a su valor histórico, la materialidad de esas obras es un símbolo, la representación tangible de esa influencia imponderable. Croce cita el caso de un artista que ilustró magistralmente La Odisea y cómo un sabio helenista, sorprendido de la penetración que sus imágenes revelaban del espíritu homérico le interrogara, el artista no supo decir sino que las había hecho inspirado en una novela de un tal Homero. El ignorante artista estaba más cerca de Homero que el sabio helenista; la influencia se ejercía por una afinidad indestructible, ajena a la existencia de la obra misma. Aquel hombre sentía a Homero a pesar de Homero. El poema milenario fue un encuentro natural en su vida ordinaria. Nacidas de una voluntad aislada las obras triunfan, subsisten por lo que contienen a través del tiempo de aspiraciones comunes, su vida se regula por las afinidades que atraen. Pero esas afinidades las obras no las crean, las descubren. Destruida la obra, las afinidades subsisten, prontas a revelarse. Nuestra sensibilidad, como la Bella Durmiente, despierta por lo general al impulso de algún príncipe encantador, pero no sólo el príncipe no ha creado a la Bella Durmiente sino que es necesario, para que el sortilegio se produzca, que sea el mismo príncipe que ella esperaba. Se forma el gusto colectivo, organización por lo demás falaz, pero el gusto individual, el del artista que crea, el de la elite que ha de juzgar siempre de las obras del espíritu, que absorbe, conserva y transmite su prestigio, es inalienable. El artista, como todo ser, sufre innumerables influencias más o menos superficiales, pero que en este caso nada tienen que ver. Las que importan son las que imprimen carácter a su vida o a su obra.
Es fácil advertir cómo en el fondo de estas tendencias demoledoras se mezclan y se confunden el criterio social y el criterio estético. Los fanáticos del espíritu nuevo –literatura, música, artes plásticas– van a la vera de los exaltados de la ciudad futura. Los maximalistas rusos tienen su arte oficial, que es una adaptación del cubismo. El criterio puramente político de esta adopción es evidente y no puede extrañar a nadie. Pero aun lejos del dominio bolshevike se pretende imprimir al arte el mismo ritmo evolutivo en que ha sido arrebatada la vida social. La idea de un arte comunista germina en más de un cerebro y el dadaísmo, más terminante, confiesa que su fin no es crear sino destruir, negar en lugar de afirmar, para dar paso a nuevas afirmaciones que no se preocupan de revelarnos. Sin embargo, las necesidades del arte, su evolución, están ligadas a causas muy distintas, si no opuestas a las necesidades sociales y su transformación. El arte oscila siempre alrededor de un temperamento, único en su género; tampoco sigue una evolución regular. El gusto quizás, pero las obras originales independientes del gusto. Los problemas sociales son una consecuencia natural del medio, de las necesidades de la vida colectiva. En la vida social son las mayorías las que le imprimen carácter y todo organismo social tiende a suprimir al individuo; en la vida del espíritu el individuo es el medio y el fin. Un mismo período artístico comporta temperamentos absolutamente diversos; todo período social tiene un color dominante. Artísticamente el Renacimiento italiano abarca a Giotto, Leonardo, Miguel Angel, cientos de mundos aparte; su vida político-social tiene, desde los albores hasta la decadencia, un tono uniforme, rojo malva como los atardeceres del Arno. Rembrandt, Rubens, Velázquez, vivieron bajo un mismo régimen social; Lecomte de Lisle, Verlaine y Mallarmé, Degas y Carriére, fueron contemporáneos, ciudadanos de una misma ciudad democrática.
La clasificación y agrupación de las obras es un hecho posterior. En el momento de la producción no son sino personalidades aisladas. Dentro de un mismo grupo (como en el caso del Impresionismo) existe tan sólo una afinidad ideológica; los temperamentos son diversos, las obras desde luego. En el dominio de lo espiritual la anarquía es el estado ordinario, constante; la vida social tiende siempre a organizarse. La anarquía es dentro de ese dominio un estado de transición entre dos órdenes semejantes. En tal caso la imposición de un espíritu nuevo o la supresión del espíritu viejo, resulta irreflexión de jóvenes a divagación de incapaces.
Y ¿en qué consiste lo nuevo? Porque es bueno no confundir lo nuevo, que puede ser de todos los tiempos, con lo novedoso, de cuyo mezquino aporte se alimentan por ahora, en general, la literatura, la música, la pintura, la escultura. Si es en holocausto de lo nuevo que espera quemarse el Louvre, no estará de más recordar que dentro están representados los pocos espíritus nuevos que cuentan en el penoso camino de las artes plásticas, los raros creadores de formas, los escasos temperamentos originales. Ellos son los espíritus eternamente nuevos y si es difícil destruir su obra, más difícil aún es aumentarla. Pero esta segunda dificultad es la que vale la pena ser vencida. La otra, por lo menos en su forma aparente, está al alcance de cualquier necio.

* Texto tomado de la edición facsimilar del libro Críticas extemporáneas (Fundación Espigas, 2004), publicado originalmente en 1921.

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Portada de la reciente edición facsimilar del libro de Rinaldini.
 
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