Lunes, 15 de septiembre de 2008 | Hoy
Cuando era chica y mi mamá tenía la edad que yo tengo ahora, era fanática de un programa al que ponía a todo lo que daba el volumen viscoso del viejo televisor que transmitía blanco y negro que una le tenía que imaginar los colores; juro que yo podía. En la emisión aparecía un señor con cara de nene grande. Se parecía al ángel con rulos, como el del famoso cuadro, y tenía una sonrisa a prueba de realidades, presentaba un show de tango y de tantas cosas que eran una verdadera lección de cultura. Mi mamá miraba y escuchaba esos shows fanatizada pero con aires de nostalgia. Con sabor a esos tiempos que, supo, no iban a volver. Después de todo, a ella le encantaba escuchar, bailar esa música arrabalera, pero papá era tan pata dura para el baile que nunca pudo sacarle viruta al piso, así que hubo de conformarse con que solamente esos compases le alegraran el oído y el espíritu también. Así que los días del programa, este señor y su creación se adueñaban de la atención de mi mamá. Y era como que a través de la pantalla le tendiera la mano, como todo un caballero, y la invitara a otros mundos a los que ella no podía acceder. Le otorgaba una silla y una mesa imaginaria en su gala televisiva y le daba por compañera de mesa a la imaginación. Y ahí estaba mamá, con sonrisa pícara recordando quién sabe qué ilusiones que no volverán. Hace 11 años que mamá se fue, mas no lo hicieron con ella sus recuerdos; algunos que me pertenecen, como éste, se suman entonces a este modesto homenaje a Bergara Leumann que le alegró muchos días de su vida. Y la hizo conocer paraísos de gala de finos brillos zurcidos con ensueños. Gracias, señor, y adiós. Y sepan usted y sus deudos que de ahora en más, yo, mujer grande, me pregunto dónde buscar a un señor tan grande de espíritu y tan embebido de cultura, a un ángel que me diga y me demuestre que en la vida también hay de todo, como en Botica. El sabio nombre con que bautizara a su programa de tantos años.
Mónica Beatriz Gervasoni
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