Lunes, 15 de septiembre de 2008 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Walter Mignolo *
Los terratenientes y sectores de la burguesía cruceña y tarijeña se desataron, una vez más, en campañas de destrucción y tomas de oficinas de gobierno, semejante a las protestas lideradas por estudiantes y sectores obreros, en toda América latina, durante la Guerra Fría. En aquel momento el Estado estaba en manos de gobernantes que o bien dependían de instrucciones foráneas o bien les convenía, política y económicamente, ligarse a ellas. O bien eran simplemente dictaduras.
Ahora, en cambio, en Bolivia (aunque también en Argentina durante los cuatro meses de huelga liderada por la Sociedad Rural Argentina con apoyo de los pequeños y medianos propietarios de tierra), es el sector económico fuerte quien se lanza a las protestas, a las huelgas, a la destrucción, al bloqueo de calles que, en Bolivia, iniciaron las y los indígenas y en Argentina los piqueteros y piqueteras. No son ya obreros que piden mejoras de condiciones de vida, ni estudiantes manifestándose contra el imperialismo, sino la clase económicamente pudiente que se lanza a la lucha para defender sus privilegios.
Ambos ejemplos, el de Argentina y el de Bolivia, ponen en evidencia dos realidades que definirán los futuros globales. Una es ya sabida, pero es necesario recordarla: democracia y capitalismo son incompatibles. Esto lo aprendemos, aunque lo olvidamos, cuando leemos por un lado Capitalismo y Esclavitud (1944), del politólogo y ex primer ministro de Trinidad y Tobago y, por otro, el libro de Milton Friedman, Capitalismo y Libertad (1962), cuyas teorías económicas fueron influyentes en Ronald Reagan, Margaret Tatcher, Augusto Pinochet y, más tarde, en Europa del Este en proceso de ligarse a la Unión Europea. La otra es que a la democracia no se llega por medio de planes y planos, en computadoras, para manejar la población. A la democracia se llega por el diálogo y al diálogo se llega poniendo de lado el espíritu global del capitalismo como horizonte de vida. Sin ello, “democracia” seguirá o bien siendo pura retórica o excusa para otros fines.
En Bolivia es también notable, aunque no siempre evidente, que ya no se trata de la derecha económica y la izquierda socialista, siguiendo el esquema de la Guerra Fría. Se trata de otra cosa. Si bien Evo Morales proviene del sindicalismo, fue un momento histórico en el cual la conciencia indígena estaba guiada y subsumida en la conciencia marxista, que corresponde a la subjetividad y la historia de la población de descendencia europea, por sangre o por espíritu.
Tampoco se trata de un proyecto de gobierno de regreso al ayllu, como se suele escuchar en algunas de las críticas de la clase terrateniente y de la burguesía colonial del sur. Estas críticas ocultan sus propios límites: esto es, el hecho de que los conflictos que se presentan hoy en Bolivia son provocados por una etno-clase que defiende su tradición y sus privilegios acusando al gobierno de pretender volver a su tradición. En fin, se trata del conflicto de la tradición sostenible de la modernidad y la tradición que la modernidad construyó como tradición superada, no sostenible. En el camino hacia la democracia, si verdaderamente es allí a donde queremos llegar, es necesario develar esta lógica de poder inculcada en el sentido común.
El gobierno de Evo Morales expulsó al embajador de Estados Unidos. La acusación fue de conspiración con los terratenientes y burguesía colonial de las tierras bajas, para desestabilizar el gobierno. Los medios de Estados Unidos informan que el gobierno norteamericano manifestó que tal medida deteriorará el intercambio bilateral entre Bolivia y EE.UU.
El gobierno de EE.UU. no desmintió que el embajador estuviera en complicidad con los sectores rebeldes contra el gobierno. Ahora bien, dado todo lo que sabemos por informes y libros que se han publicado en los últimos dos años en Estados Unidos y por el nivel de apoyo del presidente George W. Bush (que en este momento se acerca a los índices de aceptación que tenía Alejandro Toledo en Perú en los últimos años de su gobierno), no debería sorprendernos que así fuera.
La lucha del capitalismo contra la democracia es hoy global y llegó a su punto culminante disfrazada de “guerra contra el terrorismo”. Lo cual no quiere decir que no haya que combatir el terrorismo. Quiere decir que los argumentos para mantener el control de la economía capitalista tienen, como uno de sus temas, la lucha contra el terrorismo. Esta confusión fue una de las notables estrategias del gobierno de Bush: uno de cuyos ejemplos ilustres es declarar la guerra contra los terroristas que estaban en Afganistán y atacar a Irak por intereses económicos.
En el espíritu global del capitalismo, las ganancias y el aumento de las riquezas son el horizonte último de la vida. La publicidad para vender esta información como mercancía consiste en que el aumento del capital bruto nacional y global será beneficioso para todo el mundo. En tanto, las consecuencias de vidas humanas y de vida planetaria quedan en suspenso, en segundo lugar, mientras llegue al momento en que “el desarrollo económico nos deposite en el terreno de la libertad”. Una espera semejante al premio del cielo al final de una vida sin pecados.
* Profesor de Duke University (EE.UU.), investigador de la Universidad Andina Simón Bolívar (Ecuador).
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