Jueves, 5 de septiembre de 2013 | Hoy
CARTAS DE LECTORES › EL MONSTRUO, COMO METAFORA DEL SUJETO EN LA MODERNIDAD
Frankenstein, el monstruo que se engendra a sí mismo, es, para el autor, “el arquetipo del hombre moderno”, cuya base es “el cientificismo y el racionalismo” y cuya conciencia “desea dominar su cuerpo como si fuera una marioneta sin vida”.
Por Miguel Benasayag *
La figura del individuo moderno no puede separarse del proyecto central de la modernidad, cuya base es el cientificismo y el racionalismo; es el paradigma del sujeto autónomo en lucha por dominar el mundo. Según este ideal, la conciencia, como forma del sujeto de racionalidad, se opone a su enemigo permanente: la materialidad, la naturaleza, y a su representante más inmediato y cotidiano que es el cuerpo, el mismísimo cuerpo de cada uno de nosotros. Para esta óptica, cada uno es portador de esa “condena”, ese desafío que constituye el hecho de poseer un cuerpo. “Poseer un cuerpo”: he ahí, en la misma formulación, el contenido profundo de la cosmogonía que la articula: esta instancia consciente considera que posee un cuerpo exactamente como podríamos decir que poseemos un auto o una casa, y en la exacta medida en que existe algún tipo de identificación entre el objeto poseído y el sujeto que lo posee. Porque el cuerpo es, para cada conciencia individual, el desafío que coloca en cuestión su poder yoico.
La instancia consciente, que ya no se llamará más “alma” sino “yo consciente”, debe dominar a este lastre que se empeña en recordarle que no todo es posible, o que los posibles que el pensamiento piensa no son compatibles con el cuerpo. La conciencia desea dominar su cuerpo como si fuera una marioneta sin vida, que –como todo lo real, como el conjunto de lo que el hombre moderno llama “la naturaleza”– debe atenerse al poder de transparencia del yo consciente, ideal del individuo. El hombre de la modernidad inventa así la naturaleza, designando de esta manera un exterior de sí que es un conjunto de fenómenos regidos por simples leyes de la mecánica; es el mundo desencantado.
El mito de Frankenstein ilustra este sueño de dominación como ideal de la libertad humana. Surgió de la genial imaginación de una muchacha que en ese momento no tenía 18 años, Mary Shelley –entonces, en 1818, todavía era Mary Godwin–. El doctor Frankenstein encarna el paradigma del hombre moderno, para quien el ensueño de la razón se estaba convirtiendo, visto con los ojos de la joven novelista y de sus amigos revolucionarios-románticos, en la pesadilla del espíritu.
Para el racionalismo moderno, esa dominación de lo real debe efectuarse a través de la razón, que en el espíritu occidental está ligada al determinismo. La razón y el cientificismo determinista se ubican en el lugar de comando: se proclama racional todo aquello que es analíticamente previsible, y la razón sale en su cruzada en pos de la transparencia total. En su conquista del “continente negro” –lo real, la naturaleza o la mujer–, la representación deviene más importante que el mundo que ella supone representar, porque el mundo persiste en el pecado por opacidad y complejidad, como resistencias al proyecto cientificista.
Todo esto entraña el ideal totalitario y totalizante: desplegar lo real, comprender lo real, para poder modificarlo a voluntad. Una visión fija de lo que podríamos entender como la figura de “un ingeniero”, ese que sabe cómo se construyen las cosas, conoce hasta el más mínimo de sus componentes, entiende cómo montarlas y desmontarlas, y, porque ellas le obedecen, se convierten o se intenta convertirlas en transparentes y modificables. La vida, ante los ojos del ingeniero positivista, es un mecanismo, a veces complejo, pero que al fin de cuentas puede rearmarse y recrearse a voluntad. Un mecanismo que puede y debe ser transparente a la razón.
Pareciera que el punto fuera dejar de lado todo misterio o, al menos, transformar todo misterio u opacidad en un “enigma”. La diferencia entre misterio y enigma es mucho más que una sutileza semántica. El concepto de misterio sugiere un imposible estructural, un pliegue que no puede desplegarse: algo de un sistema complejo resiste a su representación. En el misterio hay un no saber infranqueable, que no tiene nada que ver con oscurantismo, que no es ignorancia sino que, bien por el contrario, es indispensable como condición de todo saber. Esto no es nuevo. La función fundadora del misterio está en el “sólo sé una cosa, que no sé nada” de Sócrates, así como en el taoísmo y en el budismo. Y, en la ciencia, da origen a la teoría de la incertidumbre de Heisenberg y a los teoremas de Gödel. Este no saber no es entonces un defecto del conocimiento, sino la fuente de la que el conocimiento surge. El no saber de la verdad no es un error, sino un motor para todo saber que existe. Este imposible no implica una interdicción sino, al contrario, en el seno de la tradición socrática, es el imposible que funda los posibles.
El enigma, en cambio, parte del postulado por el cual un saber puede ser consistente y completo al mismo tiempo. Esto es lo que significa la famosa frase de Kepler para quien lo que diferencia a Dios de los hombres es que el primero conocía desde la eternidad todos los teoremas, mientras que los segundos no los conocen todos todavía. Ese “todavía no” evidencia el espíritu del hombre de la modernidad: hay enigmas, hay “puntos ciegos” que deberá y podrá conocer –y dominar– como un conjunto de verdad. Si, como establece Galileo, el universo está escrito en lenguaje matemático, el conocimiento de todos los teoremas nos dará la llave de la dominación del universo. Lo real será así racional, y la razón real.
Así, la temporalidad emerge como la base de la modernidad: es el tiempo necesario para el advenimiento de la época final: sea época del espíritu o materialista como en el “comunismo científico”, el tiempo será la base del ser. En ese fin de la historia, el mundo, lo real, la naturaleza debían revelarnos el enigma de sus principios fundamentales, todas las preguntas encontrarían sus respuestas. Fuerza es de reconocer, que por el momento al menos, se ha fracasado en la búsqueda del mecanismo fundamental de la vida.
La pregunta ilustrada por el mito de Frankenstein, a principios del siglo XIX, era: ¿pero de qué está hecho un hombre, de qué está hecha la vida? ¿Y cuáles son entonces los elementos, los módulos que hace falta articular para que “la cosa” funcione? Dos siglos más tarde, un hombre es una cantidad de metros cuadrados de piel, una cantidad de metros de intestinos, canalizaciones diversas, músculos, gran cantidad de agua, etcétera. Para tener acceso a la base del enigma, se lo desarma en partes. El conocimiento de esos elementos agregados es lo que nos permitirá actuar y dominar la realidad. Pero Leibniz (Monadología) afirmaba: “Ahí donde hay seres por agregación no hay seres en absoluto”.
En 1818, la joven Mary no podía conocer los trabajos que unas cuantas décadas después darían origen a la genética y a la biología molecular. Por eso en su cuento Frankenstein o el Prometeo moderno, el doctor Frankenstein no puede servirse de la técnica de clonación. Deberá contentarse con restos humanos todavía frescos que recoge en el cementerio. Pero no se mueve a ciegas: dos siglos de eugenistas lo preceden, y por eso, de entre los restos mortales, elige a los “bien nacidos”. La selección y el sueño eugenista –“mejorar la raza” en nombre del bien de la humanidad– no aparecen como un producto del desarrollo científico. Como lo muestra la novela, es la búsqueda del eugenismo lo que motiva la investigación, y no a la inversa. Los científicos deberían dejar de ser “inocentes” para ser como mínimo “ignorantes”.
Por otro lado, eso que se ha creado debería ser transparente a los ojos del creador, tanto como los hombres que cuando buscan conocer sus propios secretos miran hacia Dios. El hombre intenta ser transparente para sí mismo a través de la creación de otro hombre: el monstruo, entonces, no nace sólo del ensamblado de pedazos de cuerpo, sino –pequeña concesión a la trascendencia– del encuentro de éste con un relámpago que le dé la energía necesaria. El monstruo inventado no va a tener nombre, es la “criatura”. Pero el devenir y la historia hicieron bien las cosas porque, con el paso del tiempo, terminamos por identificar a la criatura con su creador y se habla del monstruo Frankenstein.
El monstruo es el arquetipo del hombre moderno, en la medida en que es, a la vez, la criatura y el creador; un mismo ser. El ideal del individuo de nuestros días es heredero de esta profecía novelesca. El cuerpo humano es visto como un conjunto de órganos que deben ser utilizados al servicio de una instancia superior, el “yo”, así como la naturaleza y el mundo deben seguir ese camino de devenires transparentes y construibles. Las experiencias genéticas, mezclas extrañas de especies, trasgresión sistemática de todo lo que hasta hace poco ordenaba nuestro mundo, aparece como un camino inocente, una combinación inofensiva de progresos técnicos y científicos que no corresponderían a ningún fantasma o ideología.
Este pasaje de misterio a enigma puede pensarse también como un trasvasamiento de código: desde un conjunto de valores y órdenes de una cultura dada, a una combinatoria que construye un código desacralizado. Un agregado –contrariamente al funcionamiento de una estructura orgánica– se compone de elementos intercambiables sin cualidad alguna: una sociedad fundada sobre un constructivismo agregativo es una sociedad serializada al extremo, desterritorializada. Cada elemento o individuo debe estar casi vacío, en una suerte de igualitarismo masificante; y la vida en sociedad está inspirada por un mito de autonomía total, donde autonomía quiere decir des-racimado, sin cualidades.
En una sociedad donde los hombres creen que las leyes y los principios no son creados o no deben crearse por nada que no sean los propios habitantes de esa sociedad, el hombre deviene el creador y para él todo es posible, o todo debe ser posible; ningún límite estructurante debe impedirle su progreso, en su camino de autodivinización.
Los mecanismos de desacralización consisten precisamente en negar u oponerse a la concepción por la cual hay principios o leyes necesarias a partir de las cuales una sociedad puede existir, que son condiciones mismas de su existencia. Como dijo Borges, “la puerta es la que elige; no el hombre”. Estos principios no son “universales” en el sentido moderno del concepto, que cae en el universal abstracto; constituyen, en y para cada situación, un “universal concreto”.
Frankenstein, como los técnicos y científicos de nuestro tiempo, considera que todo límite a la autonomía, a la dominación del hombre sobre la realidad, debe ser abolido. La totalidad no será más que la suma –ciertamente compleja pero suma al fin– de partes, que deben todas ser conocidas en el camino hacia el dominio total. Promesa profética de un hombre-dios, creador creado, en un mundo sin alma, sin misterio, sin opacidades, Frankenstein es el padre de la sociedad panóptica.
* Psicoanalista argentino residente en París. Director del Proyecto Laboratorios Sociales en Argentina en red con Brasil, Francia, España e Italia. Texto extractado de El mito del individuo, de reciente aparición (Ed. Topía).
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