Miércoles, 6 de agosto de 2008 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Barcelona es una de las ciudades más ruidosas de ese universo conocido como Tierra y así fue como meses atrás –huyendo de su centro absoluto y del ruido blanco de los coloridas turistas– nos alejamos Monte Tibidabo arriba en busca de paz y silencio. Cosas que no demoramos en encontrar, pero que volvemos a perder cada noche de sábado de este verano de crisis. Porque desde el otro lado de un pequeño valle, en los jardines de una biblioteca y club social, exageradamente amplificados, disfrutamos de los largos conciertos amateurs de un par de individuos a los que definiría como unos Simon y Garfunkel fugados de un frenopático. No llego a verlos desde mi balcón, pero los oigo a la perfección desmembrar canciones famosas con un par de guitarras acústicas. Lo que le hacen a “Losing My Religion” de REM, a “Wish You Were Here” de Pink Floyd, o a “Strawberry Fields Forever”, de Los Beatles es, seguro, algo condenable por Amnesty International y por el Tribunal de La Haya. Como no los veo, nada me cuesta imaginarlos con ese look de médico alternativo con el que se disfraza algún que otro genocida. Y lo peor de todo es que uno de ellos no para de exclamar “Oh, yeah!” mientras golpean con saña a esos hits. Y sépanlo: un español exclamando “Oh, yeah!” da tanta vergüenza ajena como un norteamericano lanzando un “¡Y olé!”. Ellos, por supuesto, tan felices y conversando entre tema y tema como si fueran los más cool mientras su público –que, por los aplausos, no parece muy nutrido pero sí muy entusiasta– no deja de vitorearlos. Supongo que alguna vez, todos juntos, habrán ido al mismo colegio y estos dos no paraban de jurar y prometerse que, cuando fueran grandes, serían músicos de éxito. Está claro que no han cumplido su sueño, pero, al menos, se las han arreglado para convertirse en mi pesadilla.
DOS Así que puse las noticias y subí el volumen. Cualquier tragedia planetaria era más soportable que mi via crucis privado. Y yo quería saber más sobre el suicidio del científico del ántrax o la demanda de los templarios al Papa. Pero me encontré con el anticipo de una entrevista que publicaría El País al últimamente un tanto cacofónico vicepresidente del gobierno y ministro de Economía y Hacienda, Pedro Solbes. A mí el hombre me caía bien. Me gustaba la parsimonia con que iba desmantelando los agoreros pronósticos de los hombres de Rajoy y del Partido Popular. Y hasta me preocupé por la salud de un ojo que tuvo entrecerrado por una enfermedad durante buena parte de la pasada campaña electoral. Ahora me doy cuenta de que Solbes en realidad estaba guiñando un ojo y que todas sus certezas en cuanto a que no habría crisis se convierten –con una curiosa mezcla de sinceridad y cinismo– en dichos del tipo “Nosotros pensamos que iba a ir algo más lento y al final ha ido más rápido” o “Hay programas electorales, pero luego la realidad es la que es” o “La promesa del pleno empleo yo siempre la vi más bien como una ambición que como una análisis técnico” o “La situación económica es peor de la que preveíamos todos”. Inquietud: ¿quiénes son “nosotros” y “todos”?, ¿yo estoy incluido?, ¿Simonet y Garfunkall también? Una cosa está clara: los votantes pueden disculpar a quienes predican un Apocalipsis que no llega pero –y así es como, cuatro meses después de las elecciones, PSOE y PP están cabeza a cabeza en las encuestas– jamás perdonarán a quien promete una Tierra Prometida que no figura en el mapa porque no existe. Y no recuerdo dónde leí que –de haber tenido un más afinado sentido de la orientación y no andar por ahí oyendo voces en zarzas inflamables– Moisés podría haber llevado a los suyos a su destino en algo así como cuatro o cinco meses máximo en lugar de tenerlos dando vueltas por 40 años en el desierto mientras declaraba, tal vez, que “nosotros pensamos que iba a ir algo más rápido y al final ha ido más lento”.
TRES Y, de pronto y sin aviso, la CNN local alteró su curso y conectó en directo con una conferencia de prensa de Cristina Fernández. ¿Qué pasó esta vez? ¿Cenizas volcánicas? ¿Humo? ¿Estampida de vacas locas? ¿Invasión de soja trífida? Argentino hasta la muerte, me preparé a recibir una nueva muestra de la ocurrencia de mi país a la hora de la catástrofe. Pero no. No era para tanto. En realidad, no entendí muy bien el motivo de la conexión, pero agradecí la oportunidad de ver un poco a mi presidenta live. Y es que no la he visto mucho. Aunque la vi más que a De la Rúa de quien –en la distancia– no conservo ninguna postal presidencial y a quien siempre pensé como el mejor Alfred para Batman. Muchos me dicen que soy un tipo con suerte. Descubrí la pasión de Cristina Fernández por toquetear microfonitos cuando, a finales del año pasado, pasaron las imágenes de su victoria y entonces recuerdo haber pensado: “A esta mujer no sólo no le gusta perder, tampoco le gusta que ganen otros”. Después, los despachos de la tolkienística guerra campo/Gobierno me la mostraban en breves fragmentos como contrapunto de esas manifestaciones nuestras que siempre me parecieron como loops y samplers de una misma y eterna manifestación original, con bombo o bombín, marchando desde el principio de los tiempos. Y otra vez la vi caminando por París, con boina muy Rive gauche, en una caminata por la liberación de Ingrid Betancourt. Ahora –noche de sábado– Cristina Fernández me recordaba a una especie de Jacinta Pichimahuida en versión dominatrix al comenzar reprendiendo a los periodistas por no informar bien acerca de la fecha desde la que no se producían conferencias de prensa presidenciales en la Argentina o algo así. La Presidenta les mostraba los dientes a los periodistas con una sonrisa torcida y contestaba utilizando muchas palabras y diciéndolas muy rápido. Zapatero –cuya sonrisa cada vez se parece más a un rictus de replicante– demoraría horas en recitar una respuesta de esta presidenta con su dicción estilo cada palabra es una oración o una idea, me dije. Rajoy ni siquiera lo intentaría. Pero lo que más me impresionó fueron los paneos de cámara sobre los periodistas allí reunidos. Sentaditos como en aula y –muy back to the future– con un look tan pero tan años ’70. Busqué a Etelvina, busqué a Cirilo, busqué a Efraín, busqué a Caballasca y esperé a que levantara la mano para ser examinado por la mandataria y, al no saber la respuesta correcta, exclamar aquello de “¡Me hirve la cabeza!”. No los encontré. Y de pronto –tan abruptamente como había comenzado– la transmisión se cortó y me imaginé a los productores de la CNN española diciéndose “acá no pasa nada” y volvamos a nuestro flamante pesimismo y Dios nos ayude en las Olimpíadas para seguir distrayéndonos como con Nadal y con la Eurocopa y con el Tour de Francia y que Alonso regrese pronto a los podios, ¿sí? Y yo –que recientemente disfruté de la miniserie John Adams de la HBO, donde se cuenta cómo fue y cómo no fue la independencia norteamericana– me dije que la política moderna es como esos covers mal cubiertos, como una versión torpe o maquillada de aquellos clásicos, como Obama jugando a JFK o a MLK, como el pequeño ruido nocturno que hace la música luminosa en boca de los que más que cantarte el Top 40 te cantan las cuarenta.
Afuera, por entre los árboles y bajo la luna, llegaba hasta mí algo que sonaba como el “Imagine” de John Lennon acribillado a quemarropa. A la mañana siguiente la panadera me informó que ésta había sido la última de las veladas musicales, pero a mí todavía me zumbaban los oídos con la febrícula del sábado por la noche. “Imagine there’s no heaven” gruñían esos dos y la verdad que, entonces, nada me costaba imaginar la inexistencia del paraíso. Luego se despidieron y, supongo, ya van camino de Guantánamo para cantarles a los prisioneros, darles una manito a esos interrogadores a los que no les gusta que les hagan preguntas, y a volar, blancas palomitas, oh yeah.
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