Domingo, 21 de septiembre de 2008 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
El 17 de septiembre se cumplieron dos meses de una desobediencia histórica. La de Julio Cleto Cobos. Este hombre de perfil bajo, de cara bonachona, que entraba en un Gobierno que era expresión de un partido que no era el suyo, que entraba como amable aliado, casi como curioso, metido ahí vaya uno a saber por qué cálculo pavorosamente equivocado de los estrategas de eso que se llama kirchnerismo, este hombre de provincias, sencillo, apegado a su familia, sin nada que trasluciera ambiciones desmedidas, sino la aceptación mansa, serena, de un papel secundario, el de llenar un espacio institucional que se ha llenado casi siempre sin problemas (el que lo llena se sienta al frente del Senado y modera las cosas, dirige el tránsito), este hombre con cara de bueno, de sonrisa fresca, incluso contagiosa, rompió todo, se mandó la desobediencia más estruendosa de lo que va del siglo XXI y probablemente de lo que resta. Tiene un antecedente: el vice de Frondizi, Alejandro Gómez, se fue de su puesto y empezó a hablar inconveniencias del gobierno. Pero al lado de Cobos era Pulgarcito.
La desobediencia, sin embargo, no lo esperó a Alejandro Gómez: viene de lejos. Tiene un antecedente ilustre, acaso demasiado ilustre. Fue San Martín el que le dijo al Directorio de Buenos Aires: “No, señores. Yo no me meto en dislates internos. Si ustedes tienen problemas con los caudillos federales, arréglenlos. Pero el Ejército de los Andes está para cosas mejores. Es mejor liberar a Chile, a Perú, que ponerse balear montoneras gauchas. El Ejército de los Andes está para la gloria, no para convertirse en policía de los intereses de Buenos Aires. Cuando un Ejército se transforma en policía interna, deja de serlo. Me voy a liberar los pueblos. No les hago caso, señores. Los desobedezco. Ya se encargará Lavalle de transformar al Ejército de los Andes en policía interna. Para entonces, estaré en Boulogne-Sur-Mer, dispuesto a darle consejos a mi hija”. (San Martín no dijo esto. Hemos puesto palabras en su boca. Pero esas palabras expresan con rigor lo que hizo. Palabras más, palabras menos, no hay quien no sepa o deba saber que el triunfador de Maipú y el derrotado de Guayaquil dijo: “Jamás desenvainaré mi espada en luchas entre hermanos”.) El gobierno de Buenos Aires, en manos de Rondeau, queda atónito. ¿Cómo se atreve un militar a desobedecer al poder central, al gobierno de su país? Ese célebre episodio se conoce como “la desobediencia de San Martín”. Fue muy evocado en otra ocasión, en otro siglo y para justificar una infamia. Ocurrió el 27 de febrero de 1974. Gobernaba el teniente general Perón. El país se debatía en una lucha contra esos personajes a los que Perón llamaba “trotskos con la camiseta peronista”. Al frente de la provincia de Córdoba estaban Obregón Cano, de gobernador, y Atilio López, de vice. Los dos habían sido elegidos democráticamente, y habían ganado con holgura. Pero, para la derecha peronista, que se devoraba el país, eran trotskos, zurdos. Ya Perón se había quitado de encima a Oscar Bidegain porque el ERP se lo sirvió en bandeja de plata al atacar la Guarnición de Azul, en enero 19. Ahora, por primera vez, el veterano líder se calzó el uniforme de teniente coronel, se puso frente a las cámaras de TV y le cortó –políticamente hablando– la cabeza a Bidegain. Pero en Córdoba ningún grupo guerrillero le daba ninguna excusa. Había que hacer algo. Lo hizo el jefe de policía, un caballero de nombre Antonio Domingo Navarro, al que meses después la policía encontrará en un campo de la provincia, junto con otros mercenarios de primera línea, practicando tiro. Navarro les dirá que se trata sólo de un pasatiempo. Lo saludan y le piden disculpas. Ya era parte de la Triple A y se preparaba para matar zurdos a granel bajo las órdenes del sanguinario brigadier Lacabanne, un hombre de la estirpe de Ottalagano y López Rega según se dice en un célebre texto de Mariano Grondona que lleva el exquisito título de “Meditación del elegido” y fuera ya analizado algún tiempo atrás (título del texto: “Los que hacen la tarea”) en este espacio. ¿Qué hace Navarro? Se manda otra célebre desobediencia histórica. Subleva a la policía y desconoce la autoridad de Obregón Cano y Atilio López, a quien la Triple A, al año siguiente, destinará ochenta y tres balazos. Navarro apela a San Martín: él, Navarro, como el Padre de la Patria, incurre en la desobediencia. Toma por asalto la gobernación y tiene como rehenes al gobernador y al vice. Perón arregla todo. Envía al ministro del Interior, Benito Llambí, que destituye a Navarro, pero... no entrega sus legítimos cargos a Obregón Cano y Atilio López. No: también los destituye. Y les da Córdoba a los peronistas fachos.
La desobediencia histórica de Cobos (a quien, de aquí en más, como a un hermano, llamaremos por ese nombre tan simpático que tiene y lo caracteriza, además de prestarse a muchas rimas atractivas: Cleto) es distinta de la de San Martín y de la de Navarro. Confieso algo: hace tiempo deseaba escribir algo sobre Cobos. Lo he venido observando desde que, desplegando valederas dotes de narrador, confesó al Senado ciertos avatares desangelados de su vida, con un rostro sensible, a veces triste, a veces incluso al borde del llanto. Me sorprendió, luego, verlo volver –-esa misma noche– a su provincia en auto, deteniéndose en cada pueblo, algo que en avión no habría podido hacer. Ahí ya se lo vio contento. Alzaba los brazos. Sonreía. La gente lo vivaba. De la desobediencia nos había nacido un héroe. Propiamente como San Martín. Después el hombre se mostró desafiante: “No voy a renunciar”. Raro que no haya recordado a San Martín. Que no haya acudido a ese ejemplo ilustre de la desobediencia. Pero no. Siguió adelante. Puntualicemos algo: San Martín no pertenecía a la estructura del gobierno. No le había dicho a Rondeau: “Juro acompañarlo”. No había hecho con él ninguna fórmula. No había llegado a la jefatura del Ejército de los Andes por Rondeau. Cobos, sí. Fue vicepresidente porque Cristina Fernández (“Wilhelm”, como le agregan los antisemitas, los que dicen que, además de todo, por si fuera poco, es “judía”) lo eligió, lo puso ahí, como su compañero de fórmula. Ahora, el hombre ha instalado un gobierno paralelo. Recibe a los ruralistas. A quienes les entregó el triunfo. Y hace chistes: “Voy a votar por lo más positivo”. O sea, los va a ayudar en sus reclamos. La foto lo muestra en la cabecera de la mesa, piernas cruzadas, manos cruzadas, cara de estadista, de hombre con poder que escucha las nuevas quejas de los ruralistas. Que se remiten siempre a lo mismo: ganar más dinero. El Estado también piensa lo mismo. Piensa recaudar 11.000 millones por las retenciones que aplicará en el 2009. ¿Pasaremos el 2009 agobiados por otro aquelarre entre “el campo” (y sus medios de comunicación afines: casi todos) y el “kirchnerismo”? Dios o el Demonio o San Cayetano nos libren de esa pesadilla. A propósito del conflicto con “el campo”, anoten esto: la sublevación de medio país, encabezada por los violentos tractores y camiones de los ruralistas y por la verborragia incontenible de los medios que les son afines facilitó (como antecedente) el golpe a Evo en Bolivia. Hay que lograr que los presidentes de América latina comprendan la gravedad del caso argentino y, no bien el descalabro rural, clases altas, clase media alta y los medios de comunicación en su casi totalidad se lancen a otra aventura, si no destituyente (¡se ofenden cuando oyen esta palabra que tan bien los describe!), sin duda erosionante de la autoridad del gobierno y, por consiguiente, de la legalidad institucional, de la democracia, se reúnan nuevamente (tal vez en Buenos Aires) y pidan a los revoltosos retirarse de las rutas, no desabastecer el país y no tener esa soberbia irritante de saberse los dueños de la tierra y, por ende, de la patria, símbolos incluidos, bandera, escarapela, Himno, etc. (Créase o no: ya salieron dos libros sobre el pintoresco Alfredo De Angeli, y en editoriales prestigiosas.) Pero vuelvo a Cleto y me voy. Póngase una mano en el corazón. Piénselo. Porque tal vez no lo pensó. Pero, ¿usted se asociaría con Cleto? ¿Pondría con él una fábrica de zapatillas, de calzoncillos, de camisas de manga larga y corta? ¿Viviría tranquilo? Y usted, que es político, ¿confiaría en Cleto? Digo yo: ¿su nombre no quedó demasiado unido al acto poco prestigioso de la traición? Decía el Negro Fontanarrosa en sus aforismos: “Si un amigo te clava un puñal en la espalda, desconfía de su amistad”. Vean, voy a confesar algo: durante los años de mi infancia, en ese universo de la pureza, había un chiste algo pícaro. Era así: un pibe le preguntaba a otro, con carita de inocente, “¿Vos sabés jugar al teto?” Sé que muchos lo recuerdan. A este chiste ingenuo que viene del pasado, digo. El otro contestaba: “No, ¿cómo es?” Y el primero, gozoso, decía: “Vos te agachás y yo te la meto”. Cuidado entonces. Cautela, políticos, empresarios, diplomáticos, comerciantes. Si un día lo ven a Cobos y Cobos les pregunta: “¿Quieren jugar al Cleto?”, no le pregunten ¿cómo es? Ya lo saben. Y si no lo saben, apréndanlo. Sólo tienen que agacharse. El Cleto hará el resto.
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