Domingo, 21 de septiembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › UN AMBITO RARAMENTE CALMADO EN MEDIO DEL HURACAN FINANCIERO DE LOS MERCADOS MUNDIALES
La caída de Lehman Brothers fue, para los colegas locales, “las Torres Gemelas, de nuevo”. Pese a todo, en la rueda local parece impuesta la idea de que todo esto ya lo vieron de cerca en el 2001. Nostalgias y teorías conspirativas.
Por Emilio Ruchansky
Todos hablan como si supieran algo más. No lo dicen, pero quieren que el otro sepa que tienen un secreto. Lo que no convierte a inversores, productores y agentes de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires en personajes oscuros ni nada por estilo. De hecho son tipos afables, confianzudos. Inspiran admiración por momentos, como cuando monologan acerca de las personas detrás de números y porcentajes, de los empleados que perderán su trabajo por el reciente crac financiero de los bancos estadounidenses. Pero también infunden pánico. Algunos aseguran, por ejemplo, que la única salida a la bancarrota es desatar la Tercera Guerra Mundial. PáginaI12 tanteó la Bolsa en medio de la depresión existencial de quienes la habitan, un mundo de hombres trajeados que ahora se replantean los límites entre predecir y especular.
“Cuando hay un bombardeo lo mejor es quedarse quieto.” Esta estrategia, aconsejada por los productores a los inversores, fue la primera explicación a la asombrosa falta de nerviosismo en el recinto tras una semana de derrumbe bursátil. Por lo bajo, algunos socios de la Bolsa admitieron que desde la crisis del 2001 hasta ahora se mueve el mismo volumen de dinero, que se acabó la euforia financiera que generó el menemismo y que los grandes capitalistas nacionales operan en otros centros financieros. Los que se quedaron lo hicieron a fuerza de cumplir con la regla de las tres P: Plata, Paciencia y Pelotas.
Pero lo que verdaderamente lamentan los habitués es que la Bolsa ya no sea el corazón de la city. “Es un cementerio”, confiesa off the record un empleado jerárquico. La aparición de Internet facilitó y expandió las posibilidades de los operadores, pero los alejó del recinto. “Los que vienen lo hacen por tradición o porque buscan conocer gente experimentada –asegura la fuente–, es como lo que pasó desde que se transmiten los partidos por la tele. A nadie le dejó de gustar el fútbol, pero mucha gente no va más a la cancha.”
Garbarino promedia los 40 y pasó la mitad de su vida moviendo sus inversiones en la Bolsa. Prefiere mantener en secreto la identidad de su agente, con quien ha pasado varias crisis financieras. La primera fue en 1989 durante la hiperinflación. “Tuve mucho miedo porque no sabía cuánto iba a durar”, recuerda. “Te destruye las expectativas, en ese momento yo quería cambiar mi auto y mi departamento, y me tuve que guardar mis acciones hasta que se recuperaran.”
El siguiente crac fue en 1995 durante el famoso “efecto tequila”. Pero aquella crisis resultó una oportunidad. Compró acciones de la ex Sidarca a muy bajo precio y un año después las vendió tan bien que no necesitó “cambiar de casa”: se terminó comprando una nueva sin sacrificar la suya. Tres años después, recibió su primera paliza. “Fue la primera vez que en una crisis perdí parte de mi patrimonio. Normalmente, si uno no vende las acciones no pierde plata, pero necesitaba plata para un emprendimiento y no pude esperar...”
La revancha llegó en 2002, en medio de la peor hambruna que conoció la Argentina. Garbarino invirtió en Acindar. Compró a 80 centavos y un año y medio después podía vender a 3,70 pesos. “Lo peor son las sorpresas”, reconoce. Por eso, no sufrió tanto el último derrumbe de las Bolsas. “Era algo que se venía venir y me agarró invirtiendo adentro y afuera del país pero no quedé tan mal parado”, dice el economista, sentado a pocos metros de la sala principal de la Bolsa, donde sólo hay 15 agentes operando.
Ansioso ante el nuevo panorama que dejará el crac financiero, Garbarino devela su estrategia. “Más que quedarse parado hasta que no caigan más bombas, lo que hay que hacer es sacudir el árbol hasta que caigan las frutos maduros y después levantarlos”, dice el empresario, que mientras habla nunca pispea los monitores donde aparecen las cotizaciones. No hay nada que enoje más a los que invierten en la Bolsa que se los trate de timberos, pero es inevitable pensarlo. Además de esas pantallas que viejos trajeados y alguna que otra abuela miran hipnotizados como si fuera un bingo, en la Bolsa se charla en voz baja, al oído, como un burrero que confía a un amigo el nombre del caballo que saldrá ganador.
“Hay azar en esto –desliza Garbarino–, pero tu apuesta es una inversión positiva porque esas empresas tienen empleados y si te va bien a vos también les va bien a ellos.”
La Bolsa opera entre las 12 y las 17. No se puede hablar con agentes ni productores hasta que suena la campana final y salen de su corralito. Ellos son los que sufrieron en carne propia una especie de doble efecto dominó: el derrumbe de los bancos y empresas norteamericanas, y la avalancha de llamados furtivos de todos los clientes, los de corto, mediano y largo plazo. Hugo Issa, productor de una sociedad de bolsa, explica que en estos momentos su trabajo es transmitir voluntad y “contener emocionalmente” a los inversores.
“Yo soy conservador en esto y siempre planteo que es más importante la seguridad que la rentabilidad”, comenta este experimentado consejero (hace más de treinta años que trabaja en la Bolsa). Issa afirma que todas las crisis enseñan y ninguna enseñó más y mejor que la del 2001. “Nuestro sistema financiero comenzó a pedir más garantías, se volvió más seguro. Los bancos nacionales, por ejemplo, evalúan mucho más a la hora de dar un crédito que antes”, repasa.
Más allá de su pericia para transmitir tranquilidad, Issa confiesa que el crac le hizo pensar, por primera vez, “que todo es posible”. Para él, mirar el derrumbe del banco de inversión Lehman Brothers (el lunes pasado) fue como ver “la caída de las Torres Gemelas después del atentado, en serio, es una empresa centenaria que sobrevivió a todas las crisis, me descolocó”.
Claro que en este negocio, advierte, “se multiplica y se divide”. Pero el productor sufre tanto como el inversor al que representa cuando hay una pérdida grande. Al menos eso dice Issa, que aclara que el mercado está manejado por personas. “No tenemos piel de cocodrilo”, resume con una sonrisa amarga y tira un ejemplo: “(Eduardo) Constantini fundó el Malba y acercó el arte a un montón de gente, George Soros tiene una fundación de caridad”.
El primer síntoma de la crisis fue la dolarización de su cartera de clientes, el famoso “refugio”, el segundo (y el que más le interesa) es la aparición de nuevos inversores interesados en entrar a la Bolsa. Un fenómeno que podría acrecentarse en esta especie de “crisis de confianza” de los grandes accionistas.
Desaforado, inquieto y con más ánimo de tirar bombas que de atajarlas, Jorge Compagnucci habla en voz alta desde el lobby de la Bolsa soltando profecías. El hombre es analista de renta plus argentina y periodista part time y afirma que todas las crisis financieras conllevan cambios radicales en la política de cada país. “Te doy un ejemplo, a (Fernando) De la Rúa lo volteó el crac de las punto.com en el 2000. O sea, casi dos años después”, suelta.
La crisis actual, según Compagnucci, no pegó tan fuerte en Argentina porque el mercado financiero ya estaba golpeado, pero el futuro cercano del país está en riesgo. En este sentido, este financista y socio de la Bolsa descree del lema “Crisis es oportunidad”. “Esta no es una crisis, es un colapso financiero.”
–¿La Presidenta podría correr la misma suerte que De la Rúa?
–Si sube el riesgo país a 1500 puntos, se cae el Gobierno.
–¿Para tanto?
–Pensá que Estados Unidos salió de esa crisis haciendo guerras: invadió Afganistán y después Irak. Esto no es nuevo. Para salir de la crisis del ’29, los norteamericanos realizaron la Segunda Guerra Mundial.
Lo peor que podría pasarle a la Argentina, premoniza, es volverse un blanco bélico por tener agua y comida. Por lo pronto, Issa aconseja “mirar hacia dentro”, invertir en el mercado interno, poner plata en bancos nacionales y andar con cuidado. “Lo que se quebró es la confianza”, concluye este analista que jura sentirse “moralmente y psicológicamente aplastado”.
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