Miércoles, 3 de diciembre de 2008 | Hoy
Por Juan Forn
Me crucé de casualidad con esta historia del senador demócrata norteamericano Alan Cranston, que acaba de morir. Nacido en 1914, el tipo se fue a Europa como corresponsal en 1935 y cubrió para la agencia de noticias INS el advenimiento de Mussolini en Italia y el de Hitler en Alemania hasta que se hartó (según contó en un reportaje que le hicieron en su vejez) del aislacionismo norteamericano: el hecho evidente de que la mayoría de sus compatriotas no querían saber lo que estaba ocurriendo en el resto del mundo. De retorno en su país en 1938, vio en un kiosco una traducción de Mein Kampf. Cranston había leído el original en Alemania y, al ver que aquella traducción estaba “lavada” para que fuese más tragable para el público norteamericano, se sentó a hacer él mismo una traducción fiel y completa y pagó de su bolsillo una edición del libro que puso a la venta a diez centavos el ejemplar, con la esperanza de hacer reaccionar a sus compatriotas al menos a través del escándalo. El libro se vendió y vendió hasta que la embajada alemana le hizo juicio a Cranston por violación de copyright.
Leyendo este insólito episodio me acordé de Robert Lowell, el gran poeta loco americano, que solía decir que sus dos libros favoritos eran La Divina Comedia y Mi lucha, y solía ir por ahí con su ejemplar del libro de Hitler oculto por una sobrecubierta de Las flores del mal, de Baudelaire. Con lo obsesivo que era, Lowell respecto de las traducciones (son famosos sus análisis de las distintas versiones en inglés de los clásicos griegos y de la obra de Dante), me pregunto si habrá leído a Hitler en la traducción de Cranston o si se tragó la versión lavada previa. La respuesta puede hallarse en la semblanza de Lowell que hace el gran Joseph Brodsky en su libro de conversaciones con Salomon Volkov.
Como se sabe, Brodsky fue expulsado de la URSS en 1972 (luego del famoso juicio en que, inquirido por el fiscal sobre quién lo había hecho poeta, contestó: “No lo sé; tampoco sé quién me hizo hombre”). Los mejores amigos que haría en Occidente serían cuatro hombres bastante más viejos que él (Brodsky tenía 32 años cuando desembarcó en el famoso festival Poetry International de Londres nomás bajar del avión que lo sacó de Rusia): el poeta británico WH Auden, el ensayista ruso Isaiah Berlin, el poeta polaco Czeslaw Milosz (que más tarde ganaría, al igual que Brodsky, el Nobel) y Lowell. Auden, Berlin y Milosz valoraban la obra de Lowell pero lo despreciaban como persona por esa fascinación insana que tenía con el libro de Hitler. Brodsky, que se caracterizó toda su vida por llevar la contra a toda advertencia sensata (fuese de quienes lo querían bien o de quienes querían joderlo), ignoró olímpicamente el consejo de Auden, Berlin y Milosz y, una vez que se instaló en Estados Unidos, aceptó la amistad de Lowell, y lo visitó un par de veces en Boston hasta la muerte de Lowell, cinco años después (Lowell murió en un taxi que había tomado en el aeropuerto JFK, al volver de la edición 1977 del festival Poetry International de Londres, valga la aclaración).
Lo primero que le sorprendió a Brodsky de Lowell cuando lo conoció fue la atención extraordinaria con que escuchaba a su interlocutor (una característica muy poco frecuente en los poetas). Lo segundo fue la sensación de que ese hombre, que había tenido veinte internaciones en psiquiátricos, podía escribir poesía en cualquier momento, en cualquier situación. Y lo tercero fue precisamente la ignominiosa relación de Lowell con el libro de Hitler. Brodsky dice que venían hablando largamente de La Divina Comedia (“Yo no había tenido oportunidad de hablar así del Dante con nadie desde mis charlas con Ajmátova”) cuando Lowell le confesó de improviso que durante la Segunda Guerra había sido objetor de conciencia, por pacifista, razón por la cual fue condenado a un año y un día de cárcel. Cuando estaba preso, Lowell se preguntó si la obligación moral de combatir al fascismo no era superior al pacifismo, y para saberlo decidió ponerse a leer Mi lucha.
El tema es que Lowell padecía de una variedad de psicosis maniacodepresiva que, de tanto en tanto, le producía ataques que desembocaban en internaciones psiquiátricas. Y que su enfermedad evidentemente hizo contacto con el libro de Hitler porque, desde que Lowell salió de la cárcel, el signo más evidente de que estaba por tener una de sus crisis era que se dejara ver con su ejemplar de Mi lucha bajo el brazo, a veces disimulado por la sobrecubierta de Las flores del mal, otras veces dejando que se viera el nombre de Hitler en la tapa.
Brodsky arriesga después una interpretación. Dice que, cuando Lowell estaba deprimido se sentía tan mala persona que se identificaba de alguna manera con Hitler en cuanto encarnación del mal. Y que esa manía le parece en todo caso más entendible que la de aquellos que se identifican con Napoleón o con Cristo. Hitler es mucho más plausible como pesadilla, y la depresión a fin de cuentas ¿no viene a ser como una pesadilla con los ojos abiertos?
No sé a ustedes pero a mí no me cabe duda de que la versión que leyó Lowell de Mi lucha no fue la lavada sino la completa, la que hizo el futuro senador Cranston y vendió a diez centavos el ejemplar hasta que la Cancillería del Reich le hizo juicio por “apropiación intelectual”.
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