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Tarde de clásicos

 Por Juan Sasturain

Estamos en el momento del año en que –en muchos aspectos– se plantean las llamadas “instancias de definición”. Se nos plantean, a todos: personal o vicariamente nos alcanzan coyunturas últimas, filosas situaciones límite, preguntas por el sentido del año, casi casi de la vida misma... De ciertas cosas que pasen en estos días dependerá en gran parte el gusto dulce del redundante pan dulce, el tono enfático o apagado de los brindis. Todo el esfuerzo realizado hasta acá, todos los errores cometidos hasta acá, toda la energía diseminada como un reguero de sudor, de rezos y puteadas, todo el pelotudeo anual del que somos capaces de acusarnos, todo eso confluye en estas semanas clave vísperas de Navidad, en que cada día cuenta, cada fecha cae con la alevosa implacabilidad de una guillotina. Estoy hablando de un par de cosas –cada uno podrá llenar sus casilleros con lo que le toque definir– que sé comparto con mucha gente, argentinos grandes y chicos: el desalmado campeonato y los perversos exámenes.

Es en este doble sentido y doble tironeo que ayer domingo fue tarde (y noche) de clásicos. Toda la jornada estuvo regida por la ansiedad, la expectativa y la preocupación de esos dos temas: clásicos de la literatura universal ante los libros, clásicos de la verde gramilla futbolera frente a la tele. Por imperativos personales éticos y fanáticos (acompañar a mi hija en su inminente prueba de Literatura, acompañar a Boquita en la agonía de la penúltima fecha) fui durante horas con mi atención (mal) repartida, deshilachada e inconstante, de Virgilio al estadio único de La Plata y al Gigante de Arroyito; de Alighieri al Nuevo Gasómetro. Todo junto, mezclado, interpenetrado de sentidos y conexiones.

Un ejemplo: llamado por las exclamaciones del televisor, levanté la mirada del bellísimo y tenebroso Inferno dantesco justo cuando en el canto XVII Dante describía el martirio de los usureros en el séptimo círculo y, entre ellos, el de los codiciosos paduanos Scrovegni. Mientras digería con dificultad la ominosa realidad del tercer gol del fabuloso Tigre, recordé cómo los prestamistas paduanos intentaron paliar su alevosa impiedad cristiana construyendo una capilla que Giotto saturó de obras maestras. La mejor, La resurrección de Lazzaro. Sí, ese mismo Lazzaro que acababa de volver a resucitar en vivo y en directo –tras no hacer un solo gol en todo el campeonato...–, salir de la tumba, del cuadro de Giotto y del mundo de Dante para llegar y tocarla suavecito al palo con todo el arco a su disposición.

Otro: la expulsión de Morel a mediados del segundo tiempo en La Plata me cayó justo cuando el pobre Palinuro, vencido por el sueño, caía en las aguas procelosas del marenostrum virgiliano, a la altura del final del canto IV de La Eneida. Del mismo modo que nuestro irresponsable y dotado lateral se iba por el consabido lateral a las duchas, el desgraciado piloto de la nave de Eneas se desbordaba literalmente para ir a alimentar los peces sin consuelo ni sepultura. Supongo que tal como el héroe troyano encontraba al infeliz Palinuro un par de cantos después, al bajar al país de las sombras, los bosteros recuperaremos al belicoso paraguayo –esperemos que ya no sea tarde– si nos toca una final de desempate con alguno de los arribistas que se nos encaramaron, se nos subieron al lomo como el viejo Anquises a la espalda de Eneas.

El toque final fue a las nueve en punto de la noche, cuando –tras un largo repaso argumental de las dos obras clave de la tradición latino–cristiana– volví en un respiro frente al televisor sólo para ver –en el verdadero clásico de la fecha– cómo llegaba el cuarto de San Lorenzo, tras gran jugada colectiva y toque final del Pitu Barrientos. Ahí sí apagué, no quise saber nada más. Pero entonces fue cuando mi hija volvió para preguntar por un detalle:

–Eneas, luego del descenso al País de las Sombras y de ver todo eso, ¿vuelve por la puerta de cuerno o por la de marfil?

–Por la de marfil, la de los sueños ilusorios –le digo, erudito–. No conservará de cuanto ha visto y oído otro recuerdo que el que nos queda de un sueño.

Mientras ella me da un beso y se va hasta la próxima consulta giro la cabeza y busco una puerta de ésas para salir y sentir o pensar que todo esto de la penúltima fecha no ha pasado.

Pero no hay caso. Ni Virgilio ni Dante, ningún clásico me salvará esta vez.

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