Sábado, 20 de diciembre de 2008 | Hoy
Por Osvaldo Bayer
Las últimas dos semanas se cubrieron de azahares y fuegos. Esos pequeños hechos de la vida que lo llevan a uno de la mano y que todavía le enseñan, le van marcando el camino hasta el final. El perfume del azahar, que lleva a la poesía y al ánimo, y el fuego, no el que quema, sino el que impulsa. Sí, todo comenzó en La Toma, ese supermercado rosarino tomado por sus empleados que es hoy, además de supermercado, un centro de cultura. Allí, donde antes sólo se vendían mercancías, hoy se debate, se enseña y se aprende, se abren los ojos al arte, a la literatura, a la política, al futuro. De allí a Mar del Plata. En la presentación del libro Biblioclastía, sobre la prohibición y quemas de libros durante la última dictadura militar. Un hecho aberrante y cobarde, pero por el cual jamás se indemnizó a las editoriales, a los autores ni a los libreros perjudicados. Ocurrió y ya está.
De allí a El Calafate, donde todos los 8 de diciembre, frente a la estancia “La Anita”, recordamos a las decenas de peones rurales fusilados por el ejército argentino en las huelgas de 1921. Ahí se levanta el cenotafio. Se lo cubre de flores y los oradores recuerdan el crimen nunca saldado. Luego, una obra teatral del conjunto formado por vecinos de El Calafate. En el bello paisaje se oyen los gritos de furia y dolor de los que cayeron. Algo que no se podrá olvidar jamás, pero de lo que no aprendimos nada los argentinos. Medio siglo después ya no se fusilaba, se desaparecía. Un día antes, en la sala cultural de El Calafate, el ballet local representaba las esperanzas de la peonada y cómo murieron bajo los fusiles oficiales. Todo hecho con una melancolía magistral. El arte, la mejor manera de escribir nuestra historia.
De regreso a Buenos Aires, el recuerdo de aquella legendaria Nueva Presencia, el primer periódico que se atrevió a criticar a la dictadura de los generales y el homenaje a Herman Schiller, quien ofreció su rostro para enfrentar a la picana y la desaparición. Una placa ha quedado allí para siempre, en la calle Castelli, para definir lo que es el coraje civil. Sí, y después, en Luján, en su Universidad, el mejor recuerdo para el herrero poeta, Dardo Dorronzoro, víctima de la misma dictadura. Un concurso de poesía. Leí las mismas, un tejido increíble de sueños jóvenes, de figuras de la fantasía, de la bondad extrema frente al horror cobarde de las bestias uniformadas. Dardo se asomó allí y nos aconsejó quién sería el premiado: todos, nos dijo. Todos los que escribieron sus ilusiones. Pero en ese momento nos interrumpió la realidad. Un ajero mendocino había llegado desde tierras cuyanas para describirnos su realidad. Curtidas manos, curtido rostro. Trabajo esclavo en las tierras del sol y de la vida, de mujeres y niños, como en la Edad Media. Leo los versos de una poetisa mendocina: las ristras de ajo se han convertido en las cadenas de la esclavitud. Se simulan cooperativas. La Justicia ordenó la reincorporación de despedidos, pero nadie se da por aludido. Los dueños de la tierra son los únicos magnates. Lo deciden todo. Los demás, los del sistema, obedecen. Los poetas de Luján escuchan en silencio. Hay tristeza. Por algo lo desaparecieron a Dardo, a los Dardos.
Al día siguiente estamos en Córdoba. Con la diputada Cecilia Merchán. Para tirar abajo un símbolo. Cambiar la figura del genocida Julio Argentino Roca por la figura de la increíble luchadora gaucha Juana Azurduy en los billetes de cien pesos, los de más valor. De uno que mató por más tierras para los poderosos a una mujer que luchó por la libertad americana. Un problema profundo que hace a la ética de los argentinos. No hay que mirar sólo para adelante. Hay que mirar para atrás para investigar por qué en estas llanuras de las espigas de oro hay hambre y hubo catorce dictaduras militares y represiones que alcanzaron al máximo de crueldad y perversión.
En la misma Córdoba presentamos un libro de tal valor ético que no encontramos adjetivo para calificarlo porque a ello se adjunta lo emocional: Los arquitectos que no fueron, la vida y fotos de estudiantes y egresados de Arquitectura de la Universidad de Córdoba asesinados y desaparecidos durante el terrorismo militar de Videla y consortes. Nos miran. Pienso, cuántas viviendas hubieran construido ellos y ellas. De haber vivido esa generación, por su lucha, ya no habría villas miseria en nuestras ciudades. Todas las universidades argentinas tendrían que publicar libros similares con los retratos y las biografías de sus estudiantes desaparecidos. Y sus retratos colgar en las aulas. Un recuerdo que no debe borrarse jamás de la memoria.
Allí, en la misma Córdoba, ofrecemos la cantata “La Patagonia de Fuego”, de Sergio Castro, basada en La Patagonia Rebelde. El público acompaña las bellas canciones. Se pone de pie para recordar a esos pobres gauchos fusilados por los máusers oficiales. Aprendimos, pienso. De los libros quemados en 1976 al tema vivo en las salas del país. El perfume del azahar y el fuego de la memoria.
Y justo, al día siguiente, doy una clase en el Instituto Espacio para la Memoria a los guías del museo de la ESMA, acerca de los crímenes del Estado en la Argentina. Los crímenes militares y el colaboracionismo civil.
Un país que no aprendió de sus tragedias. Un país sin autocríticas. Autocrítica, el fundamento de la democracia. Aquí, ese término, es desconocido. Hay que mirar para adelante.
Luego, en el festival del cine documental científico, presentamos escenas de nuestro nuevo film Awka Liwen, acerca de los pueblos originarios y discutimos sobre los conceptos de racismo en nuestra sociedad. Que los hay, los hay. De ahí a La Plata, en “Voces de la cultura”, que promueve la intendencia de esa ciudad. Y como todo encuentro cultural, es siempre necesario, positivo y sirve para encontrar las huellas hacia una sociedad más democrática, que no es otra cosa que una sociedad más justa e igualitaria. Y todo culminaría con el acto en la ESMA, en el Día de los Derechos Humanos.
Me sentí como en una nube de ilusiones. Estar allí, en un acto donde recordamos a nuestros desaparecidos en el lugar mismo del horror del sistema. Recibir un premio Azucena Villaflor allí donde tuvieron prisionera a esa mujer de increíble lucha, junto a sus dos compañeras iniciadoras del movimiento de Madres –Julia Ballestrino de Careaga y Mary Ponce de Bianco, no olvidarlas–, en un calabozo que era una cucha de perro, tiradas en el suelo para después asesinarlas, sí, recibir un premio en ese edificio de la Mayor Perversidad Humana, me pareció el producto de una imaginación sin límites. Pero sí, fue así. Quiere decir que el ser humano no se rinde nunca, que la Etica triunfa finalmente, aunque a veces tarda mucho en vencer sobre el crimen y la codicia. Dije, al agradecer el premio, que yo no lo merecía, que los únicos que habían ganado ese premio a los Derechos Humanos, eran los treinta mil desaparecidos. Y nombré a tres, cuya amistad me sigue desbordando todos los días: Rodolfo Walsh, el Paco Urondo y Haroldo Conti. Por eso, comprendía que hay que seguir con la búsqueda que iniciaron ellos. Hasta que logremos, por lo menos, que en nuestro país no haya más niños con hambre. Siempre hay azahares y fuego, pero aquel que no quema, que impulsa.
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