Sábado, 20 de diciembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
El fallo que ordena la liberación de una horda de represores, con el Tigre Acosta y Alfredo Astiz a la cabeza, pone en llaga la excesiva prolongación de las causas por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. El juez Carlos Fayt hizo una verónica respecto de la responsabilidad del poder judicial, cargando toda la falta en la mochila del Congreso. Suena chocante al sentido común que la dilación de trámites en tribunales no involucre al Poder Judicial... si se analiza el tema con detalle, esa intuición se confirma.
Fayt reitera una costumbre de los cortesanos en los últimos tiempos: justificar sus errores o su desidia reclamando tareas hercúleas a otros poderes del Estado. La jueza Carmen Argibay justificó un fallo del Tribunal que avala la detención de menores inocentes so pretexto de protección (prohibida por la Constitución) haciendo profecías sobre su suerte futura si se acataba la Carta Magna. El propio Fayt supeditó la posibilidad de fallos acordes a la supresión de la pobreza.
Ese pensamiento, antipolítico si se raspa un poco, es un factor de unidad al interior de la Corte. También en sus extramuros, entre jueces de distintas vertientes ideológicas. El Judicial es el único poder del Estado cuyos cargos son, en principio, vitalicios y no están sujetos al voto ni a ningún otro mecanismo de participación popular. Elitista por su modo de unción y nobiliaria por una cultura largamente implantada (hasta se los nombra como “Su Señoría”), la corporación judicial se autorranquea por encima de los otros estamentos estatales. La Corte actual, señera en otros tantos aspectos, poco ha hecho en este carril. Entre lo omitido está bregar para que cese la inmunidad fiscal de los magistrados y que paguen impuestos como los demás mortales.
Tampoco ha actuado como cabeza del Poder Judicial para garantizar el servicio de justicia en los pleitos que venimos mencionando, lo que es mucho más grave.
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Casadores de utopías: La Cámara de Casación, que fue un retén formidable para los juicios, estableció anteayer que vencieron todos los plazos admisibles de prisión preventiva de los genocidas. Fue una decisión dividida, los dos jueces que hicieron mayoría son subrogantes, ocupan sus cargos de modo transitorio.
Mayoría y minoría desarrollaron fundamentos extensos, con buenas citas de derecho, lo que comprueba una vieja verdad: las sentencias no son un silogismo del que la ley sería la premisa mayor y el caso la menor sino que contienen ingredientes de voluntad. Por algo se elige una mitad de la consabida biblioteca. Sin ir más lejos: uno de los subrogantes que pasará a la historia por su interinato, Guillermo Yacobucci, es miembro del Opus Dei y profesor de la correlativa Universidad Austral. Es presumible que la liberación le haya caído simpática en su fuero interno. Pudo prolongar la tradición del fascista casador Bisordi que cajoneó expedientes a lo loco, renunció a su cargo y se sinceró, saltando al otro lado del mostrador, para defender represores. Pudo hacerlo simbólicamente gratis, sin recibir un mínimo reproche de sus ex colegas, tan puntillosos cuando hacen de telebeam de funcionarios o legisladores.
Claro que las responsabilidades son múltiples e interpelan al Ejecutivo y al Legislativo. Eso no dispensa al Judicial de las que le son propias ni lo faculta a postergarlas.
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Rompecabezas: Las peripecias históricas de la lucha por la verdad y justicia transformaron en una madeja los juicios ahora reabiertos. No arrancan desde cero, como sucedió a partir de 1983. Primero se puso en el banquillo a las Juntas Militares, luego se habilitaron procedimientos contra otros represores. Después se obturó el paso con el Punto Final, la Obediencia Debida y los indultos. La coraza de impunidad se fue horadando merced a la tenacidad de las víctimas sobrevivientes, de los organismos de derechos humanos y de abogados tan valientes como creativos. También hubo dirigentes políticos a la altura. La frontera de las excepciones a la regla de impunidad se fue corriendo: a la persecución a los apropiadores de bebés, se sumaron los juicios por la verdad, algunas inconstitucionalidades. Cuando se repuso la justicia a pleno, coexistieron cientos de situaciones particulares, intrincadas, difíciles de regular de un plumazo.
Trajinar ese rompecabezas es una proeza democrática que impone condignos esfuerzos. Muchos jueces no cooperan, por obvias razones ideológicas. El 29 de agosto de 2007 este diario informó acerca de un informe de la Unidad fiscal de coordinación y seguimiento de las causas por violaciones a los derechos humanos, dependiente de la Procuración General, que se elevó a la Corte. Era un minucioso (aunque parcial) inventario de las trabas impuestas por los tribunales al progreso de los juicios. Exceso de formalismo, las más livianas. Excusaciones sin basamento legal, alguna de las más graves. Cajoneo liso y llano, en múltiples casos. Impotencia por falta de recursos técnicos o humanos.
La Corte Suprema podía, entonces, no disponer de ese cúmulo de información, porque el Judicial no es un poder verticalizado. Pero lo recibió hace más de un año y no obró en consecuencia.
El Tribunal es la cabeza del Poder Judicial y le cabe garantizar el normal servicio de Justicia. La justicia tardía no es justicia, se reconoce siempre, pero no se cargan las pilas necesarias para evitar esa frustración. Una oficina ad-hoc se ha abierto, la dirige un letrado reconocido por sus calidades personales y técnicas, no tiene dotación de personal ni de recursos para cumplir con su cometido.
La facultad de Superintendencia es bien mirada, un deber. A la Corte le concierne un monitoreo del estado de los trámites, de la dedicación de los jueces. Y también podría aplicarse a pensar una ingeniería judicial que evitara el dispendio de trámites, su superposición y el calvario de testigos-víctimas que deben declarar “n” veces en cada caso y peregrinar por cien tribunales donde no abundan baños decorosos ni sillas para quienes no sean magistrados ni funcionarios.
Algún cortesano, por ejemplo Argibay, opina informalmente que esas acciones serían una injerencia indebida en las incumbencias de los jueces de rango inferior. No hay tal: la Corte incurriría en excesos si quisiera incidir en el contenido de las sentencias. Pero no si cumple con su obligación: garantizar que las causas concluyan en plazos sensatos.
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Bien arriba: La libertad de Astiz y Acosta conmociona a la sociedad. Son criminales poderosos, con redes sociales que los bancan. Es altamente factible que, sueltos, puedan entorpecer el avance de las causas o profugarse. Esas razones, las sospechas fundadas de que cometieron los delitos por lo que están acusados habilitan, según la jurisprudencia internacional más avanzada, a prolongar la prisión preventiva durante el proceso. La gravedad institucional fuerza a que sea la Corte Suprema la que dirima el entuerto.
Dos fiscales interpusieron sendos recursos extraordinarios en los expedientes que, en consonancia con lo que se viene diciendo, son un desperdigado montón. El Tribunal, que ha dictado fallos encomiables ampliando los márgenes de su competencia convencional (jubilaciones, Riachuelo, delegados gremiales) afronta un doble desafío: el primero es sentenciar con serena justicia los casos. El segundo, sólo por orden de enumeración, es encarnar su rol de autoridad del Estado, conducción de uno de sus poderes. Ser tan exigente puertas adentro como lo es con el Ejecutivo y el Parlamento. Poner manos a la obra, en vez de señalar para otro lado cuando de privación de justicia (por vía de dilación negligente o dolosa) se trata.
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