Sábado, 20 de diciembre de 2008 | Hoy
EL MUNDO › LOS EXTREMISTAS RELIGIOSOS SE NIEGAN A DEJAR LOS ASENTAMIENTOS
Son más de doscientas colonias que se niegan a abandonar territorios palestinos. Los más duros son jóvenes radicalizados dispuestos a la violencia y confiados en que tienen apoyo en el ejército y la policía.
Por Juan Miguel Muñoz *
“Pueden tener armas y aviones, pero sin Dios, nada se logra. No tenemos miedo. Cualquier cosa que pueda sucedernos aquí ya se decidió arriba. Toda esta gente rezando, esa es nuestra fuerza.” Era la una de la madrugada del 3 de diciembre. Pearl, un veinteañero estadounidense nacido en Ucrania, hablaba en la planta baja de la casa de Hebrón allanada por la policía israelí al día siguiente. Las torahs, los murmullos de los rezos, los vaivenes del torso de los creyentes judíos, los platos de sopa y los pasteles, el polvo, los globos de colores colgando de cuerdas, algunas miradas y preguntas inquisitorias al extranjero componían un ambiente caótico en una sala transformada en sinagoga y dormitorio. Atestada de jóvenes pendientes siempre de una palabra clave, “pinui”, desalojo en hebreo.
La Corte Suprema israelí había dictado sentencia tres semanas antes: el inmueble de cuatro plantas tenía que ser desalojado a la espera de que otro tribunal decidiera sobre su titularidad, en disputa entre un potentado norteamericano y su antiguo dueño, un palestino de la ciudad donde según la tradición reposan los restos de Abraham, Isaac, Jacob y sus esposas. Cientos de jóvenes habían acudido al edificio para impedir el cumplimiento de la resolución judicial. En la azotea, su arsenal: cascotes, botellas vacías y papas erizadas de clavos. Dos soldados charlan con los rebeldes. Hace frío y bailan en corro mientras entonan melodías: “Simón y Levi matarán a los gentiles”. “No creemos en el gobierno de los herejes.” Eretz Israel, dicen, es sagrado: la tierra que abarca desde el Jordán hasta el Mediterráneo les pertenece por designio divino.
Sabían que sería inútil resistir el despliegue de la policía, pero prometían una resistencia violenta. “En Gush Katif (Gaza, 2005), los colonos creyeron que ganarían con amor. Nosotros lucharemos. Esto será mucho peor”, advertía Bela Goren, colona de Kiryat Arba, el asentamiento fundado en 1968 en las inmediaciones de Hebrón. Finalmente sólo hubo llantos, chillidos –“nazis”, gritaba una niña a los antidisturbios– y algún puñetazo aislado. La violencia no se dirigió contra soldados y policías que vigilaban las casas adyacentes de los palestinos, acorralados en sus salones tras semanas de padecer el vandalismo en una ciudad de 180.000 habitantes en la que 600 colonos disponen del 20 por ciento del espacio, sin árabes.
Es la norma en los últimos tres meses. En los alrededores de Nablus, Kalkilia, Ramala, a lo largo de toda la Cisjordania ocupada (Judea y Samaria, en terminología bíblica, hoy oficial), los colonos han lanzado ataques contra civiles casi a diario. Los más radicales entre el medio millón que pueblan los asentamientos en este territorio y en Jerusalén Este se desbocaron siguiendo al rabino Shalom Dov Wolpe, que dijo que “el Estado de Israel es el enemigo del pueblo judío y Tzipi Livni (la ministra de Exteriores y aspirante a la jefatura del Gobierno) es la segunda Isabel”. La primera es la reina católica que expulsó a los judíos de España. La sola mención de que Livni ha prometido negociaciones con los palestinos desata exabruptos. “Ni un tribunal ni el gobierno tienen derecho a abandonar un pedazo de la tierra de Israel. El primer ministro Ehud Olmert merece ser ahorcado”, brama un joven con barba incipiente. Justo encima, una pancarta: “Esta tierra es nuestra tierra”.
No todos los rabinos sionistas expresan opiniones tan feroces como las de Wolpe, que ofreció dinero a los soldados que desobedezcan a sus mandos a la hora de los desalojos. Pero los “jóvenes de las colinas” –aquellos de los asentamientos que el Ejecutivo de Ariel Sharon prometió desmantelar al presidente Bush, cosa que no cumplió– sólo siguen los consejos de un grupo de líderes fanáticos. A las puertas de lo que los colonos llaman la Casa de la Paz de Hebrón, Baruch Marzel, heredero espiritual y político del radical rabino Meir Kahane, deambulaba charlando con sus acólitos. Suben y bajan por las escaleras Daniela Weiss, Noam Arnon y David Wilder. Son jefes mesiánicos de la banda que organizaba la resistencia al asalto policial, a sólo 20 metros de la mezquita y el cementerio profanados por sus huestes, que escribieron por las lápidas “Mahoma es un cerdo”.
Después del tardío desalojo, decenas de colonos se dieron al vandalismo. Apedrearon a palestinos, quemaron casas y vehículos, intentaron linchar a una familia de 20 personas recluida en su vivienda. Un grupo de periodistas israelíes impidió el crimen, no sin indignarse, porque la policía y el Ejército miraron para otro lado.
Uno de los extremistas, de avanzada edad, disparó a quemarropa contra dos árabes. El juzgado que ahora lo imputa ha dictaminado que no hubo provocación, que él es el agresor. La prueba es concluyente: un video de la ONG israelí Betselem. “Somos los hijos de un pueblo cuya ética está construida sobre la memoria de los pogroms. La imagen de judíos disparando a palestinos inocentes no tiene otro nombre que pogrom”, lamentó Olmert. Son decenas de miles los israelíes que no toleran estas persecuciones. Muchos se dicen avergonzados. Y decenas de intelectuales se rebelan contra lo visto las semanas precedentes. Fania OzSalzberger –profesora en la Universidad de Haifa e hija del novelista Amos Oz– afirma que “si el apoyo de Occidente a Israel se fundamenta en la islamofobia o la arabofobia, mejor que no nos apoyen’.
Muchos de los asaltos violentos de los colonos están motivados por conflictos entre el gobierno y los fanáticos judíos. A mediados de agosto, un oficial del Shin Bet, el espionaje interno israelí, explicaba a otros mandos policiales y militares que “la violencia de los colonos es intencionada, planeada y viene acompañada del pago de un precio”. Lo pagan civiles palestinos de Cisjordania. Los colonos lo dicen sin tapujos: si el ejército, como ha sucedido, desmantela casas prefabricadas o rodantes asentadas sin permiso del gobierno, los palestinos sufrirán las consecuencias. Sólo en la primera mitad de este año se registraron 429 ataques contra árabes en territorio ocupado. En 2007 fueron 551. Y desde agosto se agravan las agresiones. La cosecha de la aceituna, como es habitual, está jalonada de asaltos contra los campesinos árabes de las cercanías de los asentamientos.
Los fundamentalistas judíos invadieron pueblos palestinos, destrozaron casas y calcinaron decenas de coches ante la mirada indolente de soldados que los acompañaban. Cuando los soldados israelíes cumplen su misión, les pinchan las ruedas de sus vehículos, los atacan con perros y hasta le rompieron el brazo a algún militar. Los colonos le pusieron precio a la cabeza de líderes pacifistas israelíes, quemaron casas árabes en Acre, Tel Aviv y Jerusalén, apuñalaron a transeúntes palestinos y pusieron una bomba en la puerta de Zeev Sternhell, prestigioso intelectual que resultó herido.
El gobierno, si es sincero en que no permitirá desmanes, afronta una tarea titánica. Entre otros motivos, porque en el ejército los simpatizantes de los radicales abundan. Sólo hace quince años resultaba difícil ver a un militar de kipá. Hoy son casi la mitad. Defensores israelíes de los derechos humanos están convencidos de la connivencia entre colonos y soldados. ¿Qué hacer? Desde que arrancó la colonización se construyeron unos 120 asentamientos en Cisjordania. Otro centenar salpica las colinas del territorio palestino. Ya en 1979, el Tribunal Supremo falló que la apropiación de propiedades privadas palestinas era ilegal. Pero los gobiernos hacen oídos sordos a sus veredictos. “El gobierno no cumple las sentencias, ni siquiera cumple sus propias decisiones”, arremetió la semana pasada Dorit Beinish, presidenta de la más alta instancia judicial.“En Hebrón se ha generado una situación que es una desgracia nacional, un pecado genuino y un crimen. El apartheid ya está aquí. Pero no sólo en Hebrón... El robo de las propiedades palestinas es testimonio de la quiebra del Estado cuando se enfrenta al atrevimiento de los colonos y a su determinación para no retroceder ante ninguna consideración ética o legal”, le dijo al diario Haaretz Zeev Sternhell.
Los diplomáticos tienen clara una cosa: el acuerdo con los palestinos parece muy, muy improbable. Y las exigencias de dirigentes como la jefa de la diplomacia, Tzipi Livni, dejan escaso margen: “Mientras los palestinos no se olviden de la palabra nakba, no habrá entrega de territorios”. Nakba significa catástrofe y alude a la expulsión de los palestinos tras la fundación del Estado de Israel. A juicio de Livni, los palestinos deben olvidar. Mientras, las casas de algunos de ellos son derribadas en Jerusalén porque los arqueólogos israelíes buscan restos de la dinastía del rey David.
“Ya vimos lo que ocurrió en Gaza. Ahora entregan la casa de Hebrón, después el Golán a Siria. Esto es una bola de nieve, y el gobierno se ha puesto la venda en los ojos”, explica David Wilder, residente en Hebrón desde 1981 y cuya hija vivía en una de las dependencias del edificio bajo litigio, todavía con ventanas sin vidrio. A su juicio, las sentencias del Supremo son decisiones de una banda de izquierdistas impulsados por intereses políticos. Y las resoluciones de las Naciones Unidas que exigen la retirada de Cisjordania son algo digno de desprecio. “Esto –dice tajante– no es territorio ocupado. Los judíos han vivido aquí durante 2000 años. La ley internacional no me concierne.”
Avi, estudiante de una yeshiva (escuela talmúdica) en Jerusalén, explicaba una visión compartida por sus correligionarios. “Los musulmanes quieren conquistar todo el mundo y matar a quienes no lo son. Y te advierto que odian más a los cristianos. Los palestinos son pacíficos porque son pobres. Pero Hamás, la Yihad Islámica y Al Fatah les obligan a luchar contra los judíos. Nosotros somos un pueblo pacífico, pero cuando el gobierno quiso hacer la paz durante el proceso de Oslo, estalló la guerra. Cada vez que les damos tierra, nos matan. Este es nuestro país.”
Sternhell destaca el gravísimo riesgo que supone la empresa de los asentamientos: “La colonización es un desastre histórico... Si Israel es incapaz de reunir el coraje necesario para ponerle fin, la colonización podrá punto final al Estado de los judíos y dará paso a un Estado binacional”. Un país en el que la demografía, favorable siempre a los palestinos, desempeñaría un papel crucial en la eliminación del carácter judío del Estado. A Baruch Marzel ni le va ni le viene. ¿Qué haría con los palestinos que viven en Hebrón?, se le preguntó horas antes de la evacuación de la Casa de la Paz. “¿Palestinos? Eso es irrelevante”.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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