Lunes, 9 de febrero de 2009 | Hoy
Por Juan Sasturain
El licenciado Hecht estaba muerto de calor en el baño, en calzoncillos, lavándose los dientes a la luz de una vela, cuando escuchó los golpes tímidos a la puerta. Miró el reloj: 10.54. Era él, reaparecía después de una semana. Y antes de hora.
–Hijo de puta... –murmuró el licenciado con la boca llena de espuma dental, de rabia casi.
Dejó que golpeara una vez más, ahora con lo que reconoció una apenas estudiada timidez. No sería muy sano de su parte, pero ciertos gestos de Jorge, acaso el paciente más reciente de su menguada clientela, le rompían absolutamente las pelotas. Lo dejó golpear de nuevo mientras se ponía los pantalones, pero hizo algunos ruidos como para que Jorge supiera que estaba allí, que como siempre lo esperaba, aunque no llegara –como durante toda la semana pasada– o que llegara algunos minutos antes, como ahora.
–Hola –dijo Jorge sonriente y un poco agitado–. Veo que todavía sigue sin fluido. No sé si...
–Buen día –lo cortó el licenciado, extendiéndole la derecha mientras se terminaba de poner la camisa dentro del pantalón con la otra mano.
–El diario estaba en el suelo –dijo el paciente y le alcanzó el grueso matutino.
–Gracias.
Hecht le señaló el camino del pasillo y lo miró caminar, gordito culón, desagradable, con ese traje gris de pantalones levemente cortos, el celular y el attaché negro.
–Ya estoy con usted –dijo metiéndose en la minúscula cocina–. ¿Quiere café?
Jorge dijo que no y que gracias.
El licenciado empujó dentro de la ya atestada pileta los platos y vasos acumulados en un fin de semana largo de agua intermitente por los cortes de electricidad. El contenido de la heladera inútil, abierta y maloliente, se pudría sobre la mesa. Metió todo en una bolsa de supermercado, puso a calentar el café y ojeó y hojeó el diario de parado.
En la tapa, abajo, se hablaba de fútbol con grandes fotografías. Arriba, el mundo se rompía por varias partes y la gente chocaba como en el viejo Ital Park, pero en serio. Al margen casi, en un costadito, la empresa responsable del suministro eléctrico explicaba por qué las descomunales facturas emitidas eran insalvables, pero los acondicionadores/ventiladores acaso siguieran apagados durante unas horas, un tiempo más, quién sabe. Sin embargo, alguien –el encargado del contralor del funcionamiento del regulador del defensor del usuario– había dispuesto que el licenciado Hecht y millones de damnificados serían resarcidos/descontados quien sabe cómo ni cuándo. Eso sí: mientras tanto, otro poquito de dunga dunga. Y a oscuras.
–No vamos a ver un guita... –se oyó murmurar el licenciado–. Estos ladrones nos van a garcar una vez más...
Y con el diario bajo el brazo y el café en equilibrio sobre un platito fue en busca de Jorge: 11.01 cuando iba por el pasillo.
El paciente, sentado frente al escritorio como siempre, y de espaldas a la puerta, hablaba distendido por el celular:
–Ah... ¿Le gustó la solicitada? Creo que está bien orientada, asume, pero no se va de boca tampoco, no va más allá... Tampoco es cuestión de que la empresa quede.... ¿Usted dónde la leyó?
Hecht, que entraba, tuvo un ataque de fastidio, pero cuando iba a cortar el coloquio se detuvo un momento.
–Ah... Porque salió a toda página, en la siete... –se ufanaba Jorge.
El licenciado se empinó el café, no pudo evitar oír el resto de la conversación, ni quiso evitar la tentación de buscar la siete en el matutino que tenía bajo el brazo. La vio, la entrevió, sintió una arcada, la ola de odio que subía. Recién entonces dejó el diario ahí, a mano, y se apostó detrás del escritorio.
–Lo peor ya pasó, creemos... Habrá que negociar... –decía Jorge–. Y la posición no es tan débil como parece; al gobierno no le conviene, porque quedan pegados con.... Eso... Bueno...
Jorge deslizó una disculpa más a su interlocutor que al licenciado y cortó.
–¿Lo apago? –consultó como si en realidad le interesara la respuesta del otro.
El licenciado en Psicología Bernardo Hecht enarcó las cejas y juntó las yemas de los cinco dedos de la mano derecha con las de los de la mano izquierda:
–Es su tiempo, Jorge.
–Pero es su trabajo.
–Nuestro.
El paciente después de un momento suspiró y dijo:
–Tuve una semana muy dura... –pero Hecht sintió que lo decía ahora, que ya estaba blanda–. Hubo problemas graves en la empresa y me tocó estar en un lugar difícil. Usted sabe que mi trabajo...
–Relaciones públicas.
Nunca, intencionada y ortodoxamente, habían identificado la empresa, de la que hablaban en abstracto como el lugar en el que Jorge solía tener problemas o donde los problemas de Jorge –excesos de madre, matrimonio en crisis y culposa relación con una Lucía paralela– también se manifestaban. Se suponía que se sentaba ahí lunes y jueves de once a once cuarenta y cinco para tratar de resolverlos.
–Por eso no vine la semana pasada, licenciado... Me corté solo.
–Se cortó... –ratificó Hecht sin ironía, consciente al menos.
–Es increíble cómo se conecta todo...
–No me diga.
–Yo me había propuesto hablar con Lucía esta semana sí o sí: sincerar la situación. Con el lío de la empresa ni la vi. Pero fue una prueba, una desgracia con suerte, va a ver...
–Lo escucho.... Siga.
Hecht sintió la necesidad de pararse y caminar mientras Jorge contaba cómo los errores de sus superiores en el departamento de Relaciones Públicas habían colocado a la empresa en una situación difícil la semana pasada y cómo él, de pronto, había tenido que asumir responsabilidades y, dentro del desastre, lo habían felicitado por lo bien que había manejado la situación. De hecho, lo ascenderían.
–Si sobreviven –acotó Hecht.
–Sobreviviremos –dijo el paciente, agrandado–. Y mi matrimonio también sobrevivirá, licenciado.
–¿Y Lucía?
–Cortaré con ella. Se lo explicaré: no es culpa de nadie; las cosas pasan...
Se hizo un silencio breve.
–¿No es lo que debo hacer desde hace rato? –insistió el paciente, volviéndose como para mostrar los deberes bien hechos.
El licenciado Bernardo Hecht había abierto la ventana buscando aire y luz, a falta de frescura. Miró a Jorge con expresión extraña y dijo:
–¿Por qué a Lucía no le escribe una solicitada, mejor? Como la de página siete.
Jorge iba a objetar algo, pero no llegó a hablar. Sonrió casi orgulloso, como si lo hubieran encontrado en falta leve.
–Ya que es tan listo para cortar; corte por... Bah, corte por lo enfermo, como siempre –dijo Hecht con cansancio repentino–. Y dejemos por hoy y hasta que venga el fluido, como usted dice. Hoy la corto yo.
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