Lunes, 9 de febrero de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Martín Granovsky
En España, a los brutos les dicen catetos. Hay que ser muy cateto del mundo para imaginar que la causa número uno del sufrimiento español se llama Argentina. El presidente del gobierno que recibe hoy a Cristina Fernández es un político preocupado por la crisis económica mundial, por la crisis propia y por un fenómeno paradójicamente poco observado desde aquí: el proyecto integrista de frenar la modernización de la vida cotidiana de los españolitos de a pie.
Elegido por primera vez en marzo de 2004 y revalidado en 2008, José Luis Rodríguez Zapatero retomó la modificación de la legislación social para permitir la unión civil de personas del mismo sexo, comenzó a debatir la educación religiosa en las escuelas e introdujo la posibilidad de quitar a las instituciones españolas todo vestigio de franquismo.
En 2007, las Cortes (congreso) aprobaron la Ley de la Memoria Histórica. Uno de sus artículos, el 15, dice que “las administraciones públicas tomarán todas las medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o mención conmemorativa, personal o colectiva, de exaltación de la sublevación militar de 1936, la Guerra Civil y la represión de la dictadura”. La ley también prevé la identificación de cadáveres sepultados en fosas comunes, la rehabilitación jurídica de las víctimas de la dictadura de Francisco Franco (desde 1939, tras su victoria en la Guerra Civil, hasta su muerte en 1975) y el derecho a la nacionalidad de los descendientes de españoles que se exiliaron luego de la derrota de los republicanos.
El debate español es denso, complejo. Polifacético. Las víctimas, ¿son víctimas de un genocidio? ¿Es un genocidio la guerra civil? ¿Corresponde jurídicamente judicializar los asesinatos? ¿Corresponde políticamente? ¿Hasta dónde llegar? ¿Cómo reparar sin crear una Memoria de Estado, que por definición se opone a la democracia? La ley, que votó en contra el Partido Popular de Mariano Rajoy y del ex presidente del gobierno José María Aznar, ¿es una revisión de los pactos, escritos y no escritos, de la transición española posterior a la muerte de Franco? Y si lo es, ¿acaso hay un problema en revisar una política cuando ya pasaron más de 30 años y la democracia no corre riesgo alguno?
Los críticos de Zapatero dicen que en 2004, durante la campaña electoral, el entonces candidato socialista ni habló de la Ley de Memoria Histórica. Curiosa crítica, no exclusiva de España, la que apunta a un gobierno por lo que hace de más y no de menos.
En rigor, Zapatero incluyó un anuncio de su política futura, pero simbólicamente. Uno de sus gestos de 2004 fue honrar a su abuelo paterno en la tumba del municipio leonés de La Pola de Gordón. Se trata del capitán Juan Rodríguez Lozano, republicano fusilado en 1936. Felipe González, el anterior primer ministro socialista, no había ido tan lejos en ninguno de sus catorce años de gobierno, entre el ’82 y el ’96.
Hasta que algún día los historiadores se encarguen de investigar el panorama completo de estos tiempos, queda espacio para anotar unas conjeturas como al costado de un libro que ni siquiera empezó a escribirse.
Quizá la acusación del PP según la cual Zapatero quiere hacer un “uso partidista” del pasado sea una reacción a los aspectos laicos –no más anticlericales: más laicos, e incluso modestamente laicos– de la política socialista.
A tono con el antilaicismo, la decisión oficial de colocar la materia Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos en todas las escuelas fue calificada de “Estadolatría” e “intrusión estatal absolutamente ilegítima” por parte de Angelo Amato, prefecto de la Congregación Pontificia para Causas de los Santos.
La número dos de Zapatero, María Teresa Fernández de la Vega, acaba de reunirse con el secretario de Estado vaticano, Tarcisio Bertone. De la Vega reivindicó un fallo del tribunal supremo español: no se puede ejercer la objeción de conciencia ante la materia sobre Ciudadanía porque no es un problema de conciencia sino de universalización del conocimiento político. Hubo entre ellos un punto más ríspido: España discute en este momento una mayor despenalización del aborto para proteger a los médicos y reducir la cantidad de embarazos no deseados.
Bertone sonrió para las fotos y luego, el último sábado, criticó el aborto, la unión de personas del mismo sexo y la materia Ciudadanía, a la vez que defendió la educación religiosa.
La polémica no es tan distante para la Argentina. Salta asiste en estos días a una discusión no sólo sobre la educación religiosa en las escuelas sino sobre el derecho del Estado a revisar los contenidos de la enseñanza de la religión aun en los colegios privados. El propio ministro de Educación, Juan Carlos Tedesco, dijo el domingo 1o de febrero en Página/12 que le hubiera gustado “una propuesta más republicana”.
El debate sobre secularización y relaciones entre Iglesia y Estado es tan global, sobre todo en los países latinos, como qué hacer ante la caída de la producción automotriz y la situación del mercado financiero después de las hipotecas basura.
Italia vibra con el caso de Eluana Englaro, a quien los médicos acaban de cortar la nutrición y la hidratación para oficializar una muerte que ya se produjo. Un tribunal respaldó la medida humanitaria, que el mismo padre de Eluana reclamaba. El primer ministro Silvio Berlusconi, de acuerdo con la Santa Sede, aprobó un decreto-ley contra el tribunal y a favor de la continuación de la existencia vegetativa de Eluana. Si no hay negociación de último momento y el presidente, Giorgio Napolitano, mantiene su promesa de no firmar el decreto por ilegal, hoy mismo comenzará una crisis institucional entre el presidente y el premier. También será el fin de la convivencia, hasta ahora plácida, entre Napolitano y el papa Benedicto XVI.
La opinión de un filósofo católico, Giovanni Reale, parece probar que el debate verdadero gira sobre la esfera legítima de cada institución y no sobre la libertad de conciencia. Al contestar al diario romano Il Corriere della Sera, que lo publicó el sábado, Reale criticó la “politización del caso”. Dijo que prolongar artificialmente una existencia sin posibilidad científica de reversión obedece a un paradigma cultural: “El abuso proveniente de una tecnología con vocación totalizante que quiere sustituir a la naturaleza”.
Es muy pronto para saber por qué se producen al mismo tiempo la presión de Bertone sobre la vicepresidenta De la Vega, la presión de Joseph Ratzinger sobre sus vecinos italianos y la decisión de rehabilitar a los obispos seguidores de Marcel Lefebvre, el obispo francés que combatió al Concilio Vaticano II y fue honrado por la dictadura argentina y la jerarquía eclesiástica de los años de plomo. La rehabilitación abrió una compuerta por la que se filtró una corriente poderosa de negacionismo sobre el Holocausto, cuya caricatura fueron las declaraciones del obispo Richard Williamson a la televisión sueca: “Las pruebas históricas están seriamente, enormemente, en contra de que se gaseara deliberadamente a seis millones de judíos en las cámaras de gas, como política deliberada de Adolf Hitler”. Williamson vive en La Reja, provincia de Buenos Aires.
Tal vez los debates sobre el pasado sean eso mismo –debates históricos– y un efecto paralelo que saca el velo de falsos sentidos comunes sobre tragedias antiguas e indica que ese velo impide hoy una vida mejor.
Julián Casanova, un historiador español que escribió el libro La Iglesia de Franco, dijo al diario Público que la saña del Generalísimo incluso luego de su triunfo (llegó a fusilar a 50 mil personas) se debe a “tres componentes ideológicos y culturales. Primero: el concepto militarista de aniquilación del contrario que viene del africanismo, que Franco, Yagüe y Millán Astray tienen muy metido. Aquello de tratar a los rojos como tribus, gente que no merece vivir. Además, pasado por el matiz del exterminio fascista, pero fundamentalmente, militar español. En segundo lugar, es un componente religioso de limpieza, porque hay una gran legitimación de la muerte de gente que no tiene derecho a la vida porque no tiene fe. Son infieles y es un reverdecimiento del mito de la Cruzada. Y un tercer elemento que viene de la Falange, que sí que tiene claramente sustancia nazi”.
Hoy, en España se cumplen 70 años exactos de la Ley de Responsabilidades Políticas que Franco firmó en Burgos contra quienes “contribuyeron a crear o agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España”, y también contra quienes, cuando Franco desató la guerra civil al alzarse el 18 de julio de 1936, “se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave”. Según escribió el mismo Casanova en el diario El País del domingo anterior, la Iglesia con Franco se convirtió en “una agencia de investigación parapolicial” sobre el pasado de miles de sospechosos y sus familias.
Más aún: “Los odios, las venganzas y el rencor alimentaron el afán de rapiña sobre los miles de puestos que los asesinados y represaliados habían dejado libres en la administración del Estado, en los ayuntamientos e instituciones provinciales y locales. Un porcentaje elevadísimo de las plazas ‘vacantes’, hasta el 80 por ciento, se reservaba para ex combatientes, ex cautivos, familiares de los mártires de la Cruzada, y para tener acceso al resto había que demostrar una total lealtad a los principios de los vencedores. Ahí residía una de las bases de apoyo duradero a la dictadura de Franco, la ‘adhesión inquebrantable’ de todos aquellos beneficiados por la victoria”.
Trabajo duro estar hoy en los zapatos del presidente del gobierno español. Ese cuadro de nostalgia política como alimento de la disputa actual del poder por parte del integrismo antimoderno es el que enfrenta Zapatero. A ese cuadro, no apto para catetos, asiste la Presidenta en Madrid. Lleva el bagaje de un país que, también en sus preocupaciones, queda cerca de España.
* Analista internacional. Presidente de la agencia argentina de noticias Télam.
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