Lunes, 9 de febrero de 2009 | Hoy
Por Simon Schama
Europa tiene un gran problema. Consternada, se lanza hacia adelante, con los brazos extendidos, mirando al cielo, implorando a los dioses que intervengan. Tras ella, las puertas del templo de Jano, cerrado durante los años de paz, han sido abiertas para dejar en libertad a los perros de la guerra. En su difícil situación, la reina Europa se está literalmente desmembrando. Un mechón de cabello rubio se ha liberado por debajo de su corona y cae sobre su frente. Un pecho nacarado escapa del vestido de luto rasgado. Esto puede hacernos pensar en el seno de la misericordiosa María, ofrecido al Salvador como un gesto de intercesión por los pecados de la humanidad. Pero en realidad creemos que Europa parece la víctima de una violación, de la que, hablando alegóricamente, está siendo objeto. Su pintor, Pedro Pablo Rubens, la describe como “despojada de todas sus joyas y ornamentos (...) la desafortunada Europa que, ahora ya hace demasiados años, sufre saqueos, ultrajes y miseria”.
El culpable esta vez es Marte, cuya espada está ya ensangrentada, y Venus está haciendo lo imposible por impedir que cause más daño. Normalmente es bastante buena en este cometido. Pero, a pesar de poseer una gran cantidad de encanto rubensiano y tener el respaldo de un conjunto de cupidos, está perdiendo en el tira y afloja por su amante contra la furia Alecto, que tiene realmente un mal día con el pelo (esa permanente de serpientes) y está empeñada en alumbrar lo que queda del mundo civilizado. No hay demasiadas cosas que le opongan resistencia: la Literatura y el Arte están siendo pisoteadas bajo el enorme pie derecho de Marte, mientras la Arquitectura está todavía a su espalda, con sus herramientas de trabajo aferradas inútilmente en su mano derecha herida. Entre los oprimidos, también figuran “una mujer con un laúd roto que representa a la Armonía, la cual es incompatible con la discordia de la Guerra”, y “una madre con su hijo entre sus brazos indicando que la fecundidad, la procreación y la caridad son frustrados por la Guerra”. Yacen en tierra una rama de olivo (la Paz), la serpiente enroscada en la cara del caduceo (la Sabiduría y la Elocuencia) y un haz de flechas (la Concordia) con la cuerda desatada.
Es 1638, y Rubens tiene sesenta años: enriquecido, intitulado múltiples veces caballero e internacionalmente famoso, pero atormentado por ataques de gota en ocasiones tan insoportables que no puede ni sujetar un pincel. Habitualmente frugal en su dieta, es ahora demasiado mayor para la equitación, que ha sido durante mucho tiempo su deporte vespertino favorito. Las arrugas bajo sus ojos en los últimos autorretratos demuestran su hastío por recorrer Europa de arriba a abajo en defensa de una paz sobre la que finalmente llega a la conclusión de que sus ojos nunca verán. Han pasado años desde que participara activamente en los asuntos públicos, tras lo cual prefirió permanecer en su estudio y disfrutar de la compañía de su segunda esposa, Helena Fourment, treinta y siete años más joven que él, de un rubio color de lino flamenco, neumática y en exceso celulítica. En 1635, Rubens compró la casa solariega de Steen, donde, durante las estaciones benignas, pasa todo el tiempo que le es posible, pintando paisajes rojizo-dorados que transformaron la tierra llana entre Mechelen y Bruselas en un bucólico paraíso de colinas onduladas, pintando sabuesos y mozos de mejillas rubicundas. En estos años otoñales Rubens a menudo hace saber que no quiere tener nada que ver con las cortes y los príncipes, que han traicionado demasiado a menudo sus expectativas de decencia y razón. Escribe a su amigo Jan Gevaerts: “Estamos viviendo en un momento en que la vida por sí misma es posible sólo si uno se libera de todas las cargas como un nadador en un mar embravecido”. La pintura, titulada Los horrores de la guerra, y ejecutada para un Médici, el gran duque de Toscana, es su última expresión sobre la situación de Europa y, con mucho, la más pesimista.
Una década antes, había negociado con éxito un tratado de paz entre España e Inglaterra, los viejos y resentidos enemigos. Rubens descubrió esta hazaña como “el eslabón conector en la cadena de todas las confederaciones de Europa”, y, para celebrarlo, pintó otro grupo alegórico, que representaba Guerra y paz. Esta pintura más temprana está llena de optimismo: Marte y Alecto están siendo despedidos efusivamente por la prudente Minerva; un sátiro manosea la fruta derramada desde el Cuerno de la Abundancia; un leopardo ronronea como si se tratara del más dócil gatito atigrado, y una curvilínea Pax amamanta a un regordete Pluto, el dios niño de la riqueza. Hacia 1638 se había vuelto imposible mantener este buen ánimo. Las esperanzas albergadas durante tanto tiempo por el artista para la reunión entre los Países Bajos católicos con la protestante República Holandesa habían sido truncadas repetidas veces. Cincuenta años antes, las diecisiete provincias de los Países Bajos se dividieron acerca de la lealtad al belicoso católico Felipe II, rey de España. Una larga y penosa guerra de desgaste no fue suficiente para que el rebelde norte cediera, y Rubens prefirió esa persuasión a la coerción que reconciliaría a las provincias separadas. Pero, mientras que al finalizar la rebelión nadie se planteó la independencia holandesa, una generación más tarde había llegado a ser un hecho establecido, y la nueva república no estaba por la labor de encomendar la libertad ansiosamente adquirida a la tierna misericordia de la monarquía absoluta española.
Lo cierto es que el fervor católico había aumentado, no decrecido. En Praga, los protestantes bohemios habían cometido tres errores garrafales. El primero fue rechazar al archiduque Fernando de Habsburgo como su rey; el segundo fue demostrar su desaparobación por los regentes de Fernando tirándolos desde la ventana del castillo de Praga a veinte metros de altura; el tercero consistió en no fijarse en el montón de basura que se encontraba en el fondo del foso y que amortiguó su caída. A corto plazo el resultado de la defenestración fue la batalla de la Montaña Blanca, una derrota de una hora el 8 de noviembre de 1620, que destruyó el protestantismo centroeuropeo y lo reemplazó por una represión católica absoluta.
El resultado a largo plazo fue invitar a la guerra centroeuropea a los Estados protestantes supervivientes, Dinamarca, Suecia y la República Holandesa, todos ellos temerosos de una hegemonía de los Habsburgo. Todos se unieron contra un poder católico imperialista como Francia, con lo cual crearon un equilibrio bélico que produjo la primera guerra paneuropea: repugnante, horrible, brutal y de treinta años de duración.
Llegó a ser una regla general durante la Guerra de los Treinta Años el no dejar ningún campo ni campesino a merced de la rapiña del enemigo ni para que éste recuperara fuerzas. El paso de un ejército fue acompañado de una devastación sistemática que produjo hambrunas a una escala sin precedentes. En las regiones más afectadas, como Renania y Alsacia, ratas, perros y gatos, incluso el cuero remojado, se convirtieron en el escaso suministro alimentario, básico para los desesperados, y el hambre provocó inevitablemente actos de canibalismo. Los delincuentes recién ejecutados eran cortados bajo la horca y comidos; las madres fueron acusadas de devorar a sus hijos. La tortura fue rutinariamente empleada para disuadir al campesinado de que se aliara con el ejército enemigo. El escritor alemán Grimmelshausen describió el “cóctel sueco”, consistente en estiércol chorreante vertido en la garganta de la víctima; otros eran cocidos vivos en el horno del pan. Cuando el embajador inglés viajó por esta campiña, vio a los niños abandonados hasta morir de hambre a las puertas de las chozas quemadas y a “diversa gente pobre viviendo en estercoleros (...) que era apenas capaz de gatear para rendir sus almas al Excelso”. Los campesinos huían aterrorizados al ver su séquito, pues creían estar de nuevo frente a otra banda de perversos mercenarios o de desertores, que periódicamente emergían de los bosques para asesinar a viajeros o a campesinos, a cualquier víctima que estuviera al alcance de su mano. Los caminos habían llegado a ser tan peligrosos que Rubens se preocupó, con razón, de la segura entrega de su pintura. “Por favor, Dios –escribió al pintor flamenco Justus Sustermans, su contacto en Florencia–, recíbelo pronto y en buenas condiciones.”
Trescientos años después, Pablo Picasso tomó del cuadro de Rubens el detalle de la desesperada, la sufriente Europa con los brazos extendidos al aire, para el Guernica, su ensayo sobre la sangrienta pesadilla de su propio tiempo. Quizá sabía que Rubens, que había pasado algún tiempo en España y en 1629-1630 fue su embajador plenipotenciario en Londres, se sintió apasionado, para bien o para mal, por el destino de Europa. La implicación de Picasso en la política fue bastante intermitente, y en general se redujo a los años de la Guerra Civil Española y a sus coqueteos con el comunismo después de la Segunda Guerra Mundial. Fue natural para él el refugiarse en un universo modernista, donde la principal preocupación del arte era el arte, no las atroces vulgaridades de los políticos. Rubens, por otra parte, actuó en un mundo donde lo contrario estaba a la orden del día, donde era inconcebible un arte separado de las vitales cuestiones de la fe y la lealtad.
Nacido en Alemania y educado en Flandes, Rubens trabajó durante ocho años en Italia, hizo dos visitas prolongadas a España, estuvo en un servicio activo diplomático en Londres, recibió un título honorífico de Cambridge, y en París llegó a estar profundamente implicado en la venenosa vida política de la Francia borbónica. Hablaba y escribía cuatro lenguas fluidamente, entre ellas un cálido flamenco con sus paisanos y protegidos, y un claro y elegante italiano con casi todos los demás. Aunque rechazaba los cumplidos sobre su latín, fue un elegante hablante de esta antigua lengua. Sobre el papel, su patria fueron los Países Bajos españoles gobernados por los archiduques Alberto e Isabel durante sus años más prolíficos. Pero su verdadera patria fue la comunidad sin fronteras de las clases educadas en la cultura latina, una comunidad empapada y guiada por la literatura y la filosofía de la Antigüedad. Al igual que sus compañeros humanistas, Rubens llenó sus discursos y su correspondencia con axiomas de Horacio, Cicerón y Virgilio. Cuando un doctor danés, Otto Sperling, visitó el estudio de Rubens en Amberes, encontró a un ayudante que leía Tácito al pintor mientras éste trabajaba. En su fuero interno Rubens se sentía ciudadano de una segunda Roma cristiana: no del intolerante dominio de los papas barrocos, sino de un Imperio de los sabios, los virtuosos y lo civil, de una unión europea basada en una cultura común más que en una moneda común: “Considero al mundo entero como mi país –escribió a un corresponsal francés–, y creo que debería ser bienvenido en cualquier lugar”.
Este fragmento pertenece a Confesiones y encargos por Simon Schama. Editorial Península/Atalaya.
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