Viernes, 20 de marzo de 2009 | Hoy
Por Juan Forn
Según Eric Hobsbawm, Cambridge siempre se jactó de que sus cuarentitantos premios Nobel en ciencias (físicos, químicos, biólogos, médicos) también alcanzaran la excelencia en una actividad paralela, amateur: el químico Haldane escribía sobre religiones comparadas; el físico Bronowski era una autoridad en poetas románticos; el legendario J. D. Bernal sabía más que nadie en el mundo sobre antigüedades persas. Claro que hacía falta ganar el Nobel para que esas “distracciones” merecieran el respeto general. El bioquímico Joseph Needham tenía futuro de Nobel, a los cuarenta años: era una autoridad en su campo (la embriología) y, junto a su esposa y compañera de investigación Dorothy, conformaban el único matrimonio miembro de la Real Sociedad de Ciencias. Needham ya era un poco excéntrico para los parámetros académicos de la época (sus fanáticas aficiones por el nudismo, las danzas medievales, el acordeón y el marxismo eran igual de conspicuas) cuando en los años ’30 dejó boquiabierto a todo Cambridge al abandonar sus investigaciones en bioquímica para dedicar los cincuenta años de vida que le quedaban al estudio de la China.
Todo empezó cuando un grupo de estudiantes chinos se incorporó a sus clases. A una de ellas, llamada Lu Gwei-Djen, le pidió que le enseñara la suficiente caligrafía como para poder seguir leyendo y aprendiendo solo (“Pasar de las fórmulas químicas a los cristalinos caligramas chinos fue como sumergirse en un río de montaña en un día de mucho calor”, confesó años después en un reportaje). Poco después, Needham viajó con una delegación de científicos marxistas ingleses a conocer China. Su ingenuo plan inicial era “juntar algunos datos que explicaran por qué la ciencia moderna no se había originado en China sino en Europa (habiendo los chinos inventado en su momento la brújula, la imprenta y la pólvora) y escribir a mi regreso un breve opúsculo sobre el tema”.
Los demás volvieron a los tres meses; él se quedó seis años recorriendo a lomo de burro el país entero, internándose en sus bibliotecas y fábricas y escuelas y templos. Volvió al final de la Segunda Guerra, con una montaña de notas y de libros, que se centuplicó en los años siguientes, a través de la correspondencia que estableció con estudiosos chinos y extranjeros enamorados de la China como él. Aquel “opúsculo breve” se convertiría en una obra de dieciocho volúmenes de mil páginas cada uno, que Needham habría de ir escribiendo a lo largo de los cuarenta años siguientes, los primeros veinte solo, luego con un equipo de ayudantes y por fin con una institución entera (el Instituto Needham de Sinología) creado especialmente para él por Cambridge cuando resultó evidente (según palabras de uno de los popes del claustro universitario que no le tenía especial simpatía) que “la historia de la ciencia y la civilización chinas de Needham es seguramente el más imponente trabajo de síntesis histórica y comunicación intercultural jamás intentado por un solo hombre”.
Puestos uno al lado del otro, los dieciocho tomos de Ciencia y civilización en China ocupan un estante de seis metros de longitud. La demencial obra de Needham habla de todos los temas humanamente imaginables, desde la invención de la carretilla (mil años antes que en Occidente) hasta los poderes alquímicos de cierta porcelana fabricada en las montañas de Jingdezhen. Borges y Bioy (que saquearon sin empacho los libros de Needham para inventar escritores orientales imaginarios, en las antologías de literatura fantástica que hacían para “distraerse del oprobio” durante los años peronistas) lo definieron como un Mil y Una Noches chino. George Steiner, en su reciente Los libros que no he escrito, lo compara con En busca del tiempo perdido, además de poner a Needham en lo más alto de su pedestal de admirados (por supuesto, Steiner hace saber al lector que le habría gustado escribir los dieciocho tomos de Needham además de sus propios libros; con Steiner ya se sabe, él mismo lo confesó alguna vez: “He sido de aspirar el fétido olor que sube desde el ego”).
La comparación con Proust, un poco delirante a primera vista, apunta a que Needham no sólo rescató del pasado y reconstruyó él solo un mundo entero, como el autor de En busca del tiempo perdido, sino que lo hizo por amor a una persona. En el caso de Proust, el Albert camuflado en Albertine en el libro. En el caso de Needham, aquella joven llamada Lu Gwei-Djen que le enseñó los seis mil caracteres de mandarín que hacían falta para comprender un texto en chino. Needham conformó un ménage-à-trois increíblemente armónico con su esposa y con Lu Gwei-Djen, que se prolongó hasta la muerte de Dorothy en 1991 (durante todo ese tiempo, Dorothy continuó las investigaciones de Needham en bioquímica y Lu Gwei-Djen fue su mano derecha en la monumental obra sobre China).
El secreto de tan admirable logro quizá se halle en la empatía de Needham con el concepto chino de yin y yang, aunque Dorothy diría que su marido ya entendía el asunto desde sus días como bioquímico, cuando buscó en la embriología el punto de encuentro, el fin de las disputas, entre biólogos y químicos. El rechazo a los opuestos, la fascinación con los complementarios, puede verse en casi todas las facetas de Needham. Mantuvo hasta el fin su credo marxista, aunque eso no le impidió ir a la iglesia todos los domingos de su vida (aunque desde los años ’50 prefería evitar el oficio religioso e ir cuando la iglesia estaba vacía, como correspondía a un “taoísta anglicano” como él). Y, cuando le cuestionaban (en 1995, cuando ya tenía noventa y cinco años y le quedaban sólo unos meses de vida) que había estado cuarenta años escribiendo una obra de tres millones de palabras, pero no había logrado nunca contestar aquella pregunta inicial (¿por qué se estancó China?), él mostraba los dientes que le quedaban en una sonrisa amarilla y decía: “¿No parece una de esas parábolas del Tao a la manera de Chuang-Tzu?”.
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